Baño en Les Almadies (Dakar)
En la ciudad sagrada de Touba
Él fue quien se puso delante de la cámara de fotos en Dakar

La otra vida


A veces uno pretende desembarazarse de los datos para expresar los argumentos desde el corazón, algo que no es fácil ni habitual, pero toca rendirse cuando esto sucede. Y uno lo hace para explicar que lo que defiende va más allá de las cifras, los tópicos o las referencias más o menos formales que suelen acompañar a estos comentarios.
A nadie se le escapa que estamos viviendo momentos de zozobra con Aminatou, y su cruzada heroica contra la barbarie marroquí, o con los catalanes secuestrados por Al Qaeda en Mauritania; sendos hechos que pueden arrastrar a cuestionar el lado bueno africano. Aún así, insisto en defender este continente ancestral de la otra orilla, cuyas gentes y costumbres me han brindado otra forma de contemplar mi propia existencia. Suelo comentar que, cuando desembarco en alguno de sus territorios, siento como si descargara de mi espalda una enorme mochila cargada de piedras, para sumergirme de pronto en algo así como la libertad, la dignidad e incluso la esperanza perdida. También me recorre de los pies a la cabeza una sensación de volver a mi casa, de la que partieron mis antepasados hace miles de años, como si el polvo fuera el mismo que pisaron tantos hombres y mujeres a través de la historia de la Humanidad. Y esto es así porque allí generalmente se vive con los pies en la tierra y las preocupaciones son perentorias, remitidas casi por completo a cómo alimentarse y dar de comer a los tuyos cada día, o cómo cumplir con los preceptos de respeto a la familia, a los mayores y al trabajo cotidiano, si lo hubiere, para intercalarlo todo con una alegría y vitalidad que desconciertan a aquellos que, como yo mismo, venimos del mal llamado primer mundo.
Es verdad que nosotros manejamos el progreso y, con ello, al resto del planeta, pero también lo es que frecuentemente estamos proyectados en mecanismos, ambiciones y necesidades sofisticadas que nos hacen perder el hilo de nuestra propia existencia, es decir, perdemos de vista de dónde venimos y hacia dónde vamos y, por extensión, qué es lo que es bueno para nosotros y nuestros seres queridos.
Nunca he sentido morriña de ningún país europeo o provincia española visitada y sin embargo eso me ocurre con todo lo que he conocido de África, donde jamás he tenido ningún contratiempo reseñable ni sensación alguna de inseguridad personal. El tiempo se para, la mente se relaja, la gente sonríe y el color y los ritmos esenciales llenan tu cabeza. Todo ello con una generosidad y profusión de gestos sencillos que contrastan con el galimatías que hemos dejado atrás, en esta sociedad compleja en la que vivimos como rehenes de los réditos ajenos, de la frustración y del miedo a quedarnos solos entre la inmensa conurbación de murallas, donde sí que hay pobreza y miserias.
La solidaridad es una de las bendiciones que caracterizan –repito, generalmente- a las sociedades africanas, donde una inmensa clase media y baja se reparte lo poco que tienen con una generosidad inaudita. Cierto que todo se negocia, que es una costumbre el regateo, pero más como una vía de comunicación y de trato que como el fin último del lucro. Después todos terminan en el hogar con las contribuciones que jerárquicamente corresponde a cada cual y en donde todo el mundo tiene cabida.
Por eso echo de menos África y me desconsuela que se pierda entre la maraña de intereses que dominan hoy el mundo desarrollado, con el pavoroso cambio climático de fondo.
Amigos en una playa de Senegal
Partido de fútbol en Gorée, Senegal. El respeto a la naturaleza es evidente con el árbol en medio del campo.
Paisaje de Sao Vicente, en Cabo Verde.

Qué ojos lo de esta niña de Kelle, ¿no?

Algunas imágenes de Cabo Verde

Mindelo
Calle de Mindelo
En el centro de Praia
Escuela en Mindelo

Isla de Sal

De paseo, una tarde por el pueblo de Santa María, en la isla caboverdiana de Sal, una imagen en la que se mezclan aspectos importados del continente africano y el sabor caribeño del archipiélago con esos otros que hablan de su pasado portugués y de un presente más prometedor, aunque contaminado ya por el ladrillo. El Centro Comercial Armando es tipicamente senegalés, en un entorno del que sobresalen nuevas construcciones que recuerdan a cualquier pueblo de Canarias. La isla comienza a llenarse de macrohoteles del "todo incluido".

Plagas y lacras en Cabo Verde


Cabo Verde está luchando con todas sus fuerzas para extirpar de su población por primera vez en su historia un indeseable visitante, el dengue, con su temible variedad hemorrágica. Media docena de personas han muerto y se calcula que varios miles están afectados por esta epidemia, que algunos apuntan que ha venido de Brasil, uno de los principales proveedores del archipiélago vecino, quizás acordándose del grave brote que se produjo en Río de Janeiro el año pasado. Sin embargo, el virus, transmitido por el mosquito “aedes aegipty”, ya ha penetrado en Europa y Norteamérica, posiblemente portado por turistas y visitantes procedentes de países tropicales, y se ha ido haciendo más común en todo el mundo.
Lo cierto es que a las autoridades sanitarias caboverdianas la también conocida como “fiebre rompehuesos” les ha cogido por sorpresa y puede que este episodio les lleve a prevenir en el futuro la enfermedad, que está catalogada como cíclica, con periodos de incidencia de 4 o 5 años, y que no tiene mayores problemas si es detectada a tiempo con las herramientas médicas adecuadas. Pero ahí está la clave, porque todo el que ha viajado a las islas africanas sabe que no es precisamente la sanidad el fuerte de un país que está saliendo de los rangos de pobreza habituales subsaharianos para situarse a la cabeza del desarrollo de su entorno.
El recurso por excelencia que está enriqueciendo en la actualidad a Cabo Verde es el turismo convencional e inmobiliario, que ha crecido espectacularmente en el último lustro y tira de la construcción. En este punto sí que las autoridades tienen un reto importante que vencer si no quieren malograr el cartel de tierra idílica que atrae a cientos de miles de visitantes procedentes de Europa a sus inmensos complejos hoteleros, una joven industria que va desplazando progresivamente a las remesas de emigrantes como núcleo de su supervivencia económica.
A principios de este mes, el Gobierno anunció un paquete de reformas con el propósito de incentivar la inversión extranjera en el sector, en vista de la recuperación norteamericana y europea, mientras que el Banco Africano de Desarrollo ha destinado unos 40 millones de euros de préstamo para reducir la pobreza. Pero estas últimas buenas noticias no servirán de nada si el ejecutivo de José María Neves no toma el toro por los cuernos e invierte decididamente en elevar el grado de prestaciones sociales a la población y, por ende, el del sistema sanitario, porque ese ambicioso plan de crecimiento, con sus grandes aeropuertos e inminentes infraestructuras portuarias, como futuro “hub” del Atlántico Sur, no será posible si después fallan servicios elementales y básicos. Asimismo, también deberá cuidar la seguridad ciudadana y perseguir de forma contundente el narcotráfico, que comienza a recalar a sus anchas en el archipiélago de paso hacia el continente africano y Europa.
Pues bien, como decía, el reto de acabar con el dengue es urgente en estos días para Cabo Verde, pero también lo es el de cotejar ese crecimiento envidiable de su economía con el incremento de su evolución social y humana a través de planificar con cabeza un porvenir libre de plagas y de lacras.

Liberia


El nombre de la capital de Liberia, Monrovia, me lleva a los recuerdos de mi niñez directamente. Allí estuvo mi progenitor mucho tiempo trabajando como marino y armando poco a poco lo que después fundaría aquí, una empresa de importación y exportación. Corrían los años sesenta, que me retrotraen casi a las imágenes en blanco y negro de las fotos de la época, de las que todavía conservo un conjunto de ellas, casi desvaídas, con los bordes mordidos al uso y una emulsión muy brillante, y en las que se ven escenas de aquella Liberia de hace casi de medio siglo. Sin saberlo entonces se estaba cociendo el germen de mi sentimiento posterior por África a través de los muchos objetos que se combinaban en mi casa con otros tantos de nuestra propia cultura. Monrovia evoca toda esa sucesión de planos que me llevan a visualizar de nuevo el enorme cuerno de elefante de la sala o las máscaras, tallas y otras artesanías que todo el que viaja al continente se trae inevitablemente como si de tesoros se tratara. Hasta llegamos a compartir el hogar con un chimpancé liberiano llamado Susi, que tuvimos que regalar con gran pesar a un zoológico privado porque a todas luces no estábamos en África, aunque nos empeñáramos.
La historia de Liberia es ciertamente rocambolesca y su nombre, que quiere decir “La tierra libre”, responde al intento de la Sociedad Americana de Colonización hacia 1800 de establecer un lugar donde enviar a los afroamericanos liberados, que declararon su independencia en 1847, si bien nunca llegaron a perder sus costumbre ni identidad y chocaron con las poblaciones nativas, a quienes miraban como inferiores. El devenir de los acontecimientos pasa por revueltas y sangrientas guerras fraticidas en el intento de alcanzar una propia nacionalidad compartida entre los negros americanos, establecidos en el litoral, y los naturales, del interior, así como la lucha por permanecer en pie durante el reparto del continente en la época colonial, sobre todo por parte del Reino Unido y Francia, que se anexionaron una parte sustancial de sus territorios.
En el camino también quedó el ejercicio de la influyente compañía norteamericana Firestone, que estableció allí en los años veinte una enorme plantación que a la postre se tradujo en el sometimiento económico de la joven república, aunque tras la segunda guerra mundial Estados Unidos intentara deshacer el entuerto proporcionando importantes ayudas económicas y asistencia técnica al país; o también los ecos suprematistas de la guerra fría entre Washington y Moscú, los sucesivos golpes de estados acaecidos en los años 80, y las elecciones de 1985, ganadas por el sargento mayor Samuel Doe, en un tormentoso mandato con más de 2.000 muertos, quien posteriormente fue asesinado por los milicianos de Yomie Jonson, a lo que siguió la cruenta insurrección de Charles G. Taylor, animada, como no, por Gaddafi.
Hoy en día, Liberia, después de todos esos avatares y otros muchos, está presidida por Ellen Jonson Sirleaf, economista graduada en Harvard y la primera y única mujer en acceder a una jefatura de un estado en todo el continente negro, desde que fue elegida contra todo pronóstico en 2005, tras pugnar por el cargo con el futbolista internacional George Weah, que era el favorito. Lo cierto es que con su mandato el país parece haberle ganado la partida a las revueltas y embocar una transición hacia la democracia sin sobresaltos, con lo cual puede ser que estemos asistiendo al sueño de los liberados americanos de 1800 de establecer una nación de retornados en el continente después de más de dos siglos de espera.

La Negritud


La verdad de África, de sus múltiples dimensiones, está todavía generándose en los entresijos de nuestra propia cultura. Se revela cuando menos lo espera uno en los planos afilados de una máscara o talla de ébano, en las escenas coloristas de las pinturas o telas o, como en este caso, entre las páginas de un libro, como “Historia de la literatura Negroafricana”, de Lilyan Kesteloot, la hija del capitán de un barco a vapor que navegaba por el río Congo y que ha dibujado en sus muchas páginas los orígenes relativamente recientes de las letras del continente cercano.
El volumen, traducido por Casa África, cuenta cómo junto a las vanguardias históricas de principios del pasado siglo en París, primero el dadaísmo y después el surrealismo, de Tristan Tzara y André Breton, respectivamente, convivieron personalidades y movimientos que pretendieron ingresar la identidad negra como un valor diverso y alternativo a lo establecido en la sociedad de la época, paralelamente a la sacudida enérgica y rebelde a las “buenas costumbres” que propinaron, como una patada en el trasero, los dadaístas en su ya mítico Manifiesto de 1918.
Aimé Cesaire, Emmanuel Dongala, Leopoldo Sédar Shengor o Cheikh Hamidou Kane, entre otros, son considerados ya clásicos en el panorama de la literatura mundial, pero en esa época eran jóvenes emigrantes que vivieron el ostracismo sistemático acotado por los blancos, es decir, la aceptación obligada de la superioridad axiomática de la raza por antonomasia del planeta, y que se traducía en citas que calificaban el orden establecido como un “abominable sistema de imposiciones y restricciones, de exterminación del amor y de limitación de los sueños, generalmente conocido como civilización occidental”.
Fue por esa época cuando surgió el movimiento de la Negritud, fundado por Senghor, Césaire y Damas, que otorga una forma de ser propia a los africanos y sus descendientes -a los continentales y a los de la diáspora esclavista hacia América y Europa- y dignifica esa cualidad, que no defecto. Por extensión valora como legítimas, y tan válidas como cualquier otra, sus costumbres y manifestaciones intelectuales, creativas y artísticas; en una razón de ser bien construida y consecuente con la propia historia de los pueblos de donde procedían.
Hoy en día África cuenta con literatos premiados por el Nóbel, artistas musicales y plásticos internacionales de primera magnitud, notables intelectuales y estadistas en la mayoría de los foros del planeta, e incluso un presidente en la primera potencia mundial, eso sin contar con los deportistas que a menudo constituyen la columna vertebral de los equipos más renombrados en cualquiera de las disciplinas de las que se trate a lo largo de todo el orbe.
Llegará un día en que la negritud no sea un lastre para las razas africanas, sino una garantía de muchos de los valores y cualidades que las civilizaciones occidentales han dejado por el camino a lo largo de su archiconocida carrera hacia lo que es hoy en día la globalización. Atrás quedaron los eufemismos no tan lejanos del “moreno” y el “hombre o la mujer de color” para evitar llamar por su nombre al negro, acepción de la que ellos nunca han dejado de estar orgullosos.

Pensamiento y literatura

A veces se discute sobre la existencia o no del pensamiento africano como se hacía en el medioevo del sexo de los ángeles, y eso ocurre seguramente por lo poco que sabemos de ambos, y también porque la escritura en las regiones subsaharianas parece ser un fenómeno relativamente reciente. No hace falta remontarse muy atrás en el tiempo para encontrar las fuentes literarias de las que se nutren los autores contemporáneos que escriben ensayos, novelas o poesía, y se consideran clásicos, entre otros, a Senghor, Césaire, Nkrumah, Cabral, Fanon o Nyerere, fallecidos algunos de ellos hace tan sólo diez años.

Una de las claves de la irrupción tardía de las letras africanas en Occidente viene dada por la tradición oral, que ha jugado un papel casi fundamental en el legado de las sucesivas generaciones a lo largo de los siglos y los milenios en el continente vecino, y también porque, tras la colonización, los intelectuales tomaron la senda de la literatura para reivindicar, a veces, “la negritud”, concepto acuñado por Senghor, y para intentar satisfacer casi de forma obsesiva la necesidad de encontrar una identidad general propia como razón de ser del africano frente al mundo desarrollado.

Tampoco es casual que entre los nombres aquí invocados estén nada menos que el de tres presidentes de sus respectivos países, el propio Senghor, de Senegal, Nkrumah, de Ghana, y Nyerere, de Tanzania; y esto es así porque normalmente se podría admitir que la occidentalización del pensamiento africano vino urgida durante el siglo pasado por la impronta llevada a sus comunidades por muchos de los que estudiaron en Europa y mimetizaron la política y los sistemas democráticos desde su condición de inmigrantes en sus metrópolis.

No obstante, muchas veces la obra literaria africana se me antoja, cuando no dispersa, sí imbricada a un proceso de autoreafirmación constante que choca, de una parte, con la incomodidad de estar pisando un terreno ajeno en la forma de concepción del discurso y en la manera de querer trascender a otras civilizaciones muy lejanas y, como contrapartida, con la urgente necesidad de construir una plataforma ideológica lo bastante sólida para gritar al mundo la existencia de una historia digna e interesante que debe ser respetada por el extranjero y que representa un contrapunto visionario al mundo actual, materialista y depredador de las culturas y la naturaleza.

Lo cierto es que tengo que reconocer que ahora mismo no estoy seguro si hay más autores que escriben sobre África dentro o fuera del continente, es decir, si son más los africanos que hablan sobre su pensamiento o son los europeos, sobre todo franceses, belgas o británicos, los que tratan sobre temas africanos. Conviene añadir que afortunadamente comienzan a despuntar estudiosos en España, como Ferrán Iniesta, Albert Roca, Jokin Alberdi, Soledad Vieitez o Alfred Bosch, entre otros, de las universidades catalanas, andaluzas o vascas.

El solar más barato



Las masivas compras de terrenos que últimamente parece ser que llevan a cabo algunos Estados y grandes empresas en el continente vecino están suscitando un importante debate. En el foco se encuentran no sólo China o Corea del Sur, sino también algunas entidades europeas, sobre todo del Reino Unido, Alemania o Suecia. Y es que la demanda energética de los países desarrollados y la aplicación paulatina de los biocombustibles para suplir las cada vez más escasas reservas de petróleo precisan vastas extensiones de territorio donde cultivar las biomasas que después se han de transformar en fuente de energía. Ya el pasado año, medio centenar de ONGs africanas exigieron una moratoria al respecto, aduciendo que esta revolución traerá más inseguridad alimentaria, en vista de que el ritmo de privatizaciones de propiedades comunales ya es imparable, y que los cultivos de agrocombustibles amenazan con desplazar las cosechas tradicionales para el consumo nutritivo humano. Como precedentes podemos hablar de las reconversiones agrícolas que en este sentido han experimentado los Estados Unidos, Brasil y Asia, proceso que Europa tendrá que recorrer también si quiere sobrevivir al colapso energético. Sin embargo, lo que llama la atención en todas esas alternativas a los combustibles fósiles son las proporciones. Así, dicen los expertos que para llenar el tanque de un automóvil hace falta la misma cantidad de grano que para alimentar a un niño durante un año, aunque tampoco es nada nuevo que actualmente es bastante improbable que el gasto de ese niño en muchos lugares del continente cercano supere los 50 euros en el mismo periodo de tiempo. Según un informe de Oxfam Francia, son necesarios 232 kilos de maíz para producir sólo 50 litros de etanol, equivalentes a la misma cantidad de gasolina. Por eso el inmenso territorio africano es una vez más la reserva del mundo, de tal manera que muchas organizaciones comienzan a hablar de la “colonización verde”. La ONU ha denunciado que entre algunos países ricos y ciertas corporaciones internacionales ya han comprado este año tierras fértiles del tamaño de la mitad del área cultivable de Europa. Además, saliéndonos del ámbito de los biocombustibles, entre China y algunos países del Golfo Pérsico han adquirido millones de hectáreas para producir alimentos que no pueden obtener dentro de sus fronteras con el fin de satisfacer su demanda interna. De nuevo África se coloca en el centro de la polémica internacional como escenario de controversia entre ética y desarrollo, porque si de una parte necesita inversiones millonarias para entrar en la senda del progreso, en base a la creación de procesos que generen estructuras, industrias y tejido empresarial, de otra surge la vertiente de la explotación de los recursos por parte de los países ricos sin apenas contrapartidas económicas para la población local. Lo que está claro es que los grandes productores necesitan el continente vecino para cada vez más flancos de su aprovisionamiento vital porque muchos de ellos se quedan sin territorio propio de dónde poder sacarlo, y eso apunta de nuevo a mirar hacia África, que sin duda recibirá inversiones para carreteras, ingenios hidráulicos e infraestructuras, pero a qué precio. Por lo pronto se suceden las giras de los grandes mandatarios por los países subsaharianos, con mensajes de cooperación al desarrollo para sus homólogos locales, aunque resulta curioso que casi siempre son las regiones más ricas en recursos naturales o las ubicadas en puntos estratégicos las visitadas.

Cooperación universitaria


El acercamiento al continente africano es una senda irreversible para la comunidad internacional, al margen de las crisis económicas puntuales y otros fenómenos de frecuencia periódica. Es un hecho que las potencias mundiales, como los Estados Unidos y la UE, y las emergentes, como las que componen el BRIC, con la relevancia destacada de China, articulan sus políticas exteriores de aprovisionamiento de materias primas y comercio teniendo muy en cuenta a los países subsaharianos, de tal forma que muchos expertos consideran que África jugará un papel muy importante en el presente siglo. Asimismo, es insostenible la concepción de un mundo en eterno desequilibrio –no es natural- en el que una parte de él avanza vertiginosamente hacia la globalización económica, social, política y tecnológica, y otra, que representa la quinta parte del planeta en superficie y la sexta en demografía, permanece al margen, empobreciéndose progresivamente y alejándose de los objetivos universales del bien común. En este escenario, y dada su posición geográfica, Canarias está llamada a jugar un papel cuya dimensión y protagonismo está aún por determinar, a la espera de la orientación y eficacia de nuestras instituciones públicas y de que nuestros empresarios sepan rentabilizar los fondos de cooperación que ponen en juego los organismos de la ONU, Europa, el FMI o el BM; muchos millones de dólares y euros destinados a coadyuvar el despegue de civilizaciones estancadas en culturas milenarias. La ecuación que componen la pobreza, los recursos naturales y los casi mil millones de consumidores en potencia demanda la inclusión de un factor todavía incierto que, como solución, diluya la resistencia de los africanos a ingresar en el desarrollo; en cualquier caso, un galimatías que conviene ir desentrañando para establecer estrategias multinacionales de actuación. Por lo tanto, es muy conveniente que contemos con expertos e intelectuales que conformen la vanguardia que necesitan las organizaciones multilaterales para invertir sus esfuerzos con puntería, dado que es público y notorio que dedican mucha energía y medios a recapitular constantemente en torno a la máxima de enseñar, más que entregar. En este punto, ciertamente se echa de menos la contribución decidida de las Universidades canarias que, exceptuando solitarios, embrionarios y loables esfuerzos casi unipersonales, no terminan de creerse el futuro que se abre para nuestra comunidad desde las orillas de nuestras costas, con la llegada de esas incesantes “ilíadas” del siglo XXI, y que nos hacen desgraciados por no poder actuar contra las tragedias de miles de jóvenes que no ven otra alternativas de porvenir que el de jugarse la vida en el océano. Aparte de ser un compromiso moral, las instituciones académicas del Archipiélago por antonomasia tienen la oportunidad histórica de dirigir sus periscopios hacia la diversidad africana para marcar el camino al resto de la Humanidad, en el insólito reto de dar visibilidad a ese quinto continente, fundando especialidades, currículos y, por qué no, cátedras, que iluminen ese faro y reclamo para los estudiantes y profesores del resto de las prestigiosas universidades del planeta. Ya quisieran para sí Harvard o Cambridge estar en esta disposición geoestratégica que avala todo un campo de investigación, tan basto e inabarcable como son la historia –tan desconocida-, culturas, humanidades, economías, artes, etnografías, lenguas y otras muchas especialidades del gran abanico multidisciplinar del continente vecino.

Fuga de cerebros





Uno de los retos más importantes a los que se enfrenta África en la actualidad es frenar la fuga de sus cerebros. Se calcula que unos 20 mil profesionales cualificados abandonan cada año el continente, con lo que sus países se quedan sin médicos, enfermeros, economistas, ingenieros, informáticos, profesores universitarios y los maestros que necesita para salir del subdesarrollo en el que se encuentra. Los jóvenes ya no creen ni en sus dirigentes ni en las posibilidades de sus lugares de origen y más de 300 mil titulados superiores ejercen en cualquier otra parte del planeta. Según datos del Banco Mundial, en algunos estados el índice de emigrados supera el 50 por ciento de la población, tal como ocurre con Cabo Verde, Gambia o Sierra Leona. En Sudáfrica, el 37 por ciento de sus médicos y el siete por ciento de sus enfermeros trabajan en Alemania, Australia, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña o Portugal y, según la Organización Mundial de la Salud, hay 38 países con escasez crítica de personal sanitario, sumando un déficit de 2,4 millones de médicos y enfermeros. Son, por ejemplo, menos los médicos nigerianos que prestan sus servicios en Nigeria que en EEUU, que también da trabajo a otros 700 galenos ghaneses. En Malawi, sólo el 5 por ciento de los puestos para especialistas están cubiertos. Aunque el sector sanitario es el más afectado, informes de expertos señalan que el déficit presente de pensadores e intelectuales entorpece el avance de África hacia los buenos gobiernos, una mejor democracia y un mayor respeto por los derechos humanos, y que de esta manera no será posible, ya con toda seguridad, alcanzar los Objetivos del Milenio propuestos por la ONU para reducir la pobreza a la mitad para el año 2015. En cuanto al campo de la enseñanza, este fenómeno agrava el nivel de deterioro de la formación de los jóvenes, con lo cual aquellos que no tienen dinero con que pagar los costosos estudios fuera del continente deben quedarse y recibir los conocimientos insuficientes que imparten un puñado de profesores que no cuentan, en muchos de los casos, con el material de apoyo necesario para una educación de calidad. Que algo está fallando en África es evidente, porque se trata del continente con más recursos naturales del planeta y ofrece magníficas perspectivas económicas a países como China y la India, que demandan importaciones ingentes de materias primas para mantener su crecimiento. Asia recibe ya el 27 por ciento de las exportaciones africanas, cifra que en el año 2000 no pasaba del 14 por ciento. De esas partidas, el 86 por ciento son petróleo y minerales. La paradoja está servida una vez más si se tiene en cuenta que las grandes potencias quieren invertir allí y los jóvenes africanos se ven forzados sin embargo a abandonar sus lugares de origen. A la diáspora se une el desinterés de los gobernantes locales, a quienes incluso les produce alivio quitarse de encima un problema que amenaza con crear tensiones dentro de sus estados, debido a la capacidad crítica de los intelectuales y profesionales cualificados con la gestión de unas políticas planteadas para conservar el poder de los clanes de las clases dominantes y el de sus allegados, otro de los aspectos que esta frenando el avance político, económico y social de la mayor parte de los países africanos. A medida que la clase media se desmorona y contribuye cada vez menos a la recaudación fiscal, al empleo y a la sociedad civil, el continente se expone a ver como sus habitantes se empobrecen cada vez más. La Comisión Económica para África ha advertido recientemente que los gobiernos tienen que asegurar que los especialistas permanezcan en sus países porque, de lo contrario, en un plazo de 25 años, se quedarán sin potencial capacitado para llevar a cabo las urgentes reformas que necesitan para superar la pobreza y el subdesarrollo.

Siembra tecnológica




A medida que el mundo avanza, África retrocede. Esta paradoja parece ser corroborada cada día por las cifras de pobreza creciente que manejan las organizaciones multilaterales y agentes de la cooperación al desarrollo. Sin embargo, el hecho de que esto esté sucediendo en la era de las nuevas tecnologías -un factor que irrumpe en la humanidad con fuerza y que está creando múltiples esferas relacionales sin fronteras- apunta a que todavía no estamos aplicándolas en toda su extensión para el bien común y para equilibrar los desfases que se producen de forma asimétrica debido al flujo dominante de las economías de mercado. Creo firmemente que hoy gozamos de los medios necesarios para revertir gradualmente la deriva crónica de los africanos, y que esas tecnologías de la información y la comunicación son unas herramientas oportunas para llegar a una población caracterizada por una gran masa diseminada, desabastecida, desinformada y no educada en las reglas de las colectividades evolucionadas para interactuar entre sí, en base a bienes, derechos y servicios comunes. Es más, el denso territorio africano puede ser tomado como un laboratorio propicio para las aplicaciones de las energías renovables, en función del gran caudal de horas de sol, vientos y mareas, capaces de proporcionar los medios básicos necesarios para que las comunidades más necesitadas ingresen en la senda de la existencia cibernética. También hay que tener en cuenta que las políticas de cooperación al desarrollo, tal y como las hemos conocido hasta la fecha, con la inversión de importantes cantidades de dinero que suelen quedarse en acciones blandas y marginales o en las manos de las clases dirigentes, han rebotado una y otra vez contra la muralla de la idiosincrasia africana, consolidada en inercias milenarias. Si esto es así, no sería descabellado intentar esa vía alternativa y complementaria de inversiones proporcionadas de capital, de las que podrían beneficiarse empresas de Canarias, para llevar a aldeas señales de lo que ocurre fuera de sus reducidos entornos aislados, e incluso sopesar la posibilidad de programar actividades formativas “online”, como las que despliegan hoy en día centros de estudios de todo el mundo. Todo el que ha visitado algún país del continente vecino sabe que en el lugar más recóndito puede surgir una antena parabólica, una ventana abierta a lo que ocurre en el resto del planeta. Reconozco que sueño con un continente que florece desde las bases poblacionales hacia arriba, y no al revés, porque esas sociedades son eminentemente solidarias, comunicativas y cercanas, y sólo les falta la conciencia del mundo en que vivimos, la cultura del trabajo organizado, la política y la justicia social recíproca, para que en algunos años, con información y formación, despeguen de sus costumbres contemplativas y de su dejación generalizada con las responsabilidades públicas y nacionales. En última instancia, las nuevas tecnologías pueden sortear también la resistencia de las élites dominantes a soltar el control autoritario y alienante para hacer germinar la semilla de una nueva África sobre el terreno, sembrado con inteligencia por un conjunto de avances de ida y vuelta que nos traigan la mirada y el rostro oculto de millones de humanos desheredados del concierto de las sociedades de la comunicación.

La escuelita de Thiaroye





Hay vivencias que merecen ser relatadas como hallazgos especiales. Una de ellas es la que surgió en el barrio de pescadores de Thiaroye-sur-mer, en la capital de Senegal, Dakar. Esperábamos dos colegas –Carlos y Estela- y yo a que se iniciaran las sesiones de unas jornadas sobre emigración para concienciar a la población del drama de los cayucos, en las primeras horas de una mañana luminosa y limpia de febrero. El cronómetro africano es distinto al occidental, por no decir que ni siquiera lo es, y una mínima experiencia en el continente te abre los ojos para deducir que un acto nunca empezará a la hora fijada. Decidimos husmear entonces un poco por las polvorientas calles aledañas y darle caña a las cámaras fotográficas. La diferencia entre el centro de Dakar y la periferia, que comienza muy pronto en multitud de pequeños barrios casi idénticos, es el ritmo y la gentileza de sus habitantes. En las afueras, las personas con las que te cruzas te saludan muy amablemente, como si estuvieras en cualquier lugar de los Alpes suizos, mientras que en el “plateau” tienes que ir quitándote de encima a la nube de vendedores que intentan colocarte un rolex de oro. Lo cierto es que nos íbamos adentrando poco a poco en un pequeño mundo de sosiego y paz matinales, con el alivio de no tener que estar a la defensiva con los inquisidores espontáneos, especialmente sensibles a la negociación de una foto. Cada uno por su lado, pero cerca, exploramos patios, placitas y callejones, con la complicidad de la sempiterna costumbre contemplativa de los africanos, sentados en pretiles, a la sombra, o caminando no se sabe hacia donde. De pronto, comencé a oír unos cánticos de niños que procedían del fondo de una de las calles. Los niños en el continente son una bendición; siempre sonríen y te miran con desparpajo; no se asustan ni están traumatizados por las noticias terribles de este occidente enfermo, donde ya casi eres sospechoso por acariciar la cabeza de uno de ellos. Un gran árbol remataba una construcción de dos plantas que llamaba la atención por su cuidada fachada, con unos orificios desde donde surgían los sonidos corales infantiles. También se acercaron mis compañeros. Carlos empujó suavemente la puerta y se abrió ante nosotros una estampa que a mi, personalmente, me llevó muy lejos, a mis recuerdos infantiles. Era una escuelita, una nube blanca repleta de angelitos negros de grandes ojos y sonrisas infinitas que aún no han aterrizado en este mundo que nos ha tocado vivir. Dos elegantísimas maestras cuidaban de ellos, y ni siquiera pararon de cantar cuando vieron aparecer a los tres astronautas con las cámaras en ristre disparando, ahora agachados, ahora apoyados contra las paredes, sus expresiones. Se abrieron y nos dejaron hacer. Pasamos unos momentos realmente jubilosos por vivir algo que nos llenó el alma. Realmente la inocencia todavía existe. Desde entonces, cada vez que veo las imágenes, echo de menos Thiaroye.

Objetivos del Milenio




Naciones Unidas planteó en el año 2000, junto a otras instituciones y colectivos humanitarios, ocho grandes retos para 2015, a la vuelta de la esquina, y los llamó casi ingenuamente los Objetivos del Milenio. Por este orden, erradicar la pobreza severa y el hambre, lograr la educación primaria universal, corregir las desigualdades de género, reducir la mortalidad infantil, mejorar la salud materna, combatir el sida, la malaria y otras enfermedades, y fomentar una asociación internacional para el desarrollo aumentando la cooperación, se convirtió en un compromiso en principio posible. Mientras tanto, un grupo de expertos acreditados respaldaron la iniciativa argumentando que el planeta tiene recursos suficientes para cumplir con ese precepto y que se trataba de unos fines realistas. Sin embargo, los informes no corroboran ese particular, sino que confirman que se ha avanzado más bien poco y que en muchas regiones africanas existen situaciones de emergencias sin precedentes, hasta tal punto que varios países presentan una esperanza de vida en torno a los 33 años, debido sobre todo a la desnutrición y a las insuficiencias sanitarias, una cifra que además supone un claro retroceso con porcentajes históricos. Hoy por hoy, en pleno siglo XXI, el hambre sigue afectando a un tercio de la población global, originada por bajos ingresos y el desigual acceso a los recursos, como la tierra, el agua, los créditos, los mercados y la tecnología. En el África Subsahariana el 35% de sus habitantes sufre malnutrición y, de los 11 millones de niños que mueren cada año en el mundo, un 42 por ciento lo hacen en estas regiones pobres del continente vecino, en tanto que sólo el 1 por ciento corresponde a las poblaciones más desarrolladas. En cuanto a la educación, la tasa de escolarización sigue siendo muy baja y no llega en algunos países al 26 por ciento, mientras que el sueldo de un maestro puede estar en torno a unos 38 euros al mes. También las enfermedades, como el paludismo, la malaria o la tuberculosis, siguen azotando a esta parte del planeta, afecciones que en Occidente son anecdóticas, al igual que el sida, que ha terminado convirtiéndose en una enfermedad crónica en las sociedades desarrolladas gracias a los tratamientos que parece que comienzan a llegar, por fin, al tercer mundo. El dato de que el 90 por ciento de la investigación farmacéutica se dedica a combatir las enfermedades que sufre el 10 por ciento de la población más rica es un claro exponente de la situación. A lo ya expuesto se une al informe elaborado por más de 1.300 expertos de 95 países que, bajo el nombre de Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, responde también a un encargo de la ONU, y que explica que cualquier progreso que se alcance en la consecución de los Objetivos del Milenio probablemente no será sostenible si la mayoría de las materias de las que depende el hombre continúan degradándose. Este último pronunciamiento cierra el círculo del anatema que vive el mundo, donde, de un lado, una pequeña parte de él concentra las riquezas y explota la naturaleza de una forma que pone en un peligro progresivo el equilibrio ambiental y, de otro, son precisamente los más pobres los que padecen los embates de las consecuencias de tal irresponsabilidad, porque son los más desprotegidos y viven al margen de cualquier oportunidad de influir en las decisiones que atañen directamente a sus vidas. Nos encontramos justo en las dos terceras partes del periodo que se marco Naciones Unidas para conseguir esos objetivos y no sólo se ha avanzado, sino que en muchas regiones africanas se ha registrado un claro retroceso que anuncia aún un agravamiento mayor en los próximos años. Si a todo eso añadimos el periodo de crisis financiera internacional por la que atravesamos y que, por lógica, va a afectar en mayor medida a los pueblos subdesarrollados del planeta, ya podemos adelantar que esos ocho retos no serán alcanzado ni por asomo, a no ser que ocurra un muy improbable milagro.

Fronteras




Una sentencia ashanti señala que “por mucho que llueva sobre la piel del leopardo, las manchas nunca desaparecerán”. La configuración política artificial de las regiones africanas, tras la espantada europea entre los años 50 y 60, quedó vista para sentencia en una multitud de etnias, comunidades y pueblos, a veces unidos, otras separados, entre fronteras trazadas con escuadra y cartabón, de tal forma que el continente vecino debe ser el único del mundo, a excepción de EEUU, con países de formas rectilíneas, un mosaico precipitado y enteramente repartido entre las grandes potencias en el pasado sin que nadie se planteara la legitimidad de esa ocupación. Cuando nació la Organización para la Unidad Africana (OUA), allá por el año 1963, una de sus primeras resoluciones fue proclamar la intangibilidad de las fronteras africanas, consagrando de esta forma la desunión de sus comunidades milenarias. El historiador británico Basil Davidson ha llegado a definir el estado-nación como la maldición del hombre negro, mientras que Jean François Vallart, uno de los analistas más elogiados y reconocidos de las realidades subsaharianas, escribe en “L’Etat en Afrique” que los estados actuales no deben ser comparsas decadentes de un Occidente neocolonial, inventos artificiosos e importados de patrones foráneos. La realidad es que nos parece imposible organizar a comunidades humanas de otra forma que bajo ese concepto de estado, que puede ser alienante e inaplicable para civilizaciones antiguas que llevan otro paso y poseen otros valores o medidas, en una fórmula que Max Weber definía como la de “una asociación política forzosa, organizada de forma estable y que mantiene el monopolio de la coerción física legítima para la implantación de un orden”, pero sin nombrar cualquier otro aspecto cultural o humano. Mientras que en Occidente y el resto del mundo las fronteras se han ido conformando a través de los siglos, en África esa necesidad no surgió hasta la irrupción de las colonias y de las legendarias “conquistas” de las grandes potencias europeas, porque el hilo conductor de sus habitantes venía dado con naturalidad y cercanía por sus creencias religiosas, sus etnias, costumbres y lenguas, derivadas de grandes reinados, también míticos, que se sucedieron en la antigüedad. Se podría decir que el hombre blanco irrumpió en la paz africana como un elefante en una cacharrería y que, con todo, jamás ha logrado arrancar de allí el espíritu africano, y sí una gran cantidad de recursos naturales y la utilización gratuita de millones de nativos como esclavos en empresas que dejaron muchos rendimientos ulteriores. El profesor catalán de Historia de África Albert Bosch pone el ejemplo del primer presidente senegalés, Léopold Sédar Senghor, que, debido a su “debilidad” por la metrópoli colonial del país, Francia, reprodujo tal cual el sistema político galo obviando los nacionalismos y secesionismos aún latentes, como los de Casamance, o el dominio de la etnia wolof o el de las comunidades o cofradías religiosas Mouride y Tidjane, que representan el 80 por ciento de los musulmanes senegaleses, y que son en realidad los que conforman el arco gubernamental secular del país, donde las siglas de los partidos sólo juegan un papel anecdótico y nominal. En ese escenario, resulta que los estados más estables del continente cercano son aquellos que han sido capaces de repartir migajas entre amplias capas de la población, así como de cultivar una clientela dependiente más allá de los cuatro militares, políticos y altos funcionarios de turno, porque, en realidad, no existe una identidad acorde con las estructuras políticas de un sistema que no encaja con la horma de la modernidad impuesta con calzador a esos pueblos disidentes de la globalización, y sí con la balcanización a la que se ven abocadas esas comunidades cuando pretenden mezclarse unas con otras.

¿Deudas?




La situación generalizada de crisis por la que pasa actualmente el mundo puede obedecer no sólo al ámbito meramente económico y financiero de los mercados internacionales, sino que es posible que se deba también a otros aspectos que hemos venido olvidando en las últimas décadas, como el sentido de la humanidad y los valores que debemos anteponer al puro mercantilismo de poseer y amasar riquezas por que sí. Lo cierto es que la economía mundial se ha ido desarrollando como el “black jack” de un enorme casino o el póquer de unos cuantos tahúres que tintinean con las monedas encima de la mesa y donde la sensibilidad al parecer no juega ningún papel relevante. Es más, es argumentable que el sólo sentido del materialismo denota incultura, inconsciencia y ferocidad animal, una incongruencia que nos arrastra a todos a un escenario alienante y de desconfianza permanente, donde nadie se fía de nadie y en el que debemos aceptar un papel obligatorio de ataque y defensa permanente. La esperanza es que este tremendo varapalo, que como siempre sufren más los más necesitados, sea el antesala del fin de esta revolución de los necios, como inicio de la vía de los humanismos que dejamos atrás hace mucho tiempo. Que surja el nuevo hombre de las cenizas del neoliberalismo aberrante en el que nos hemos movido en los últimos años es cuestión de una sucesión de carambolas que algunos esperamos con serena resignación. Las clases pobres de cualquier sociedad, las desheredadas, espiritualizadas y pacientes, equivalen al 80 por ciento de los países aplastados que sólo disfrutan del 20 por ciento de las riquezas del planeta, y no vamos a ninguna parte sostenible si no ofrecemos una perspectiva de mayor amplitud de pensamiento a las futuras generaciones para que pongan fin a tanto despropósito y a este maldito juego de cartas trucadas. Cuando hablamos de esos pueblos del tercer mundo, como África, suelen darse fugas inaceptables que relacionan el subdesarrollo con la incapacidad de grandes bolsas humanas para organizarse y crear sus propias estructuras de progreso. ¿Qué evolución puede alcanzar esos países empobrecidos del continente vecino cuando reembolsan a los prestamistas internacionales e institucionales, por cada dólar, 1,06 dólares, de los cuales 0,51 céntimos son a títulos de pérdidas relacionadas con los términos del intercambio? Eso sí, parece que el acuerdo es unánime en los foros del conocimiento respecto a que la responsabilidad de la inanición creciente de esos pueblos es sólo de los gobernantes locales, que han copiado el modelo que sus metrópolis colonizadoras dejaron una tras otras cuando se convencieron que la negritud es de otro planeta. Algunas figuras intelectuales africanas, como la política y escritora maliense Aminata Traoré, se preguntan, muy al contrario, por la deuda que Europa tiene con el continente vecino, y reclama que la esclavitud desempeñó un papel decisivo en la acumulación primitiva del capital necesario para la construcción de nuestra economía tal y como hoy la conocemos. Dice Traoré que la masa monetaria que supuestamente deben a los países occidentales ya ha sido reembolsada por triplicado. En cualquier caso, existe un pensamiento africano que denota una lucha ciclópea por alcanzar una orientación posible al choque entre sus costumbres y creencias ancestrales y lo que vomitan las imágenes que llegan a través de las antenas parabólicas, que comienzan a sembrar el inmenso territorio subsahariano con sus productos inalcanzables, pero continuamente rebota contra las paredes de ese círculo vicioso en el que se encuentran encerrados sin solución de continuidad.

El reto del Marabú



A tres horas de carretera de Dakar hacia el interior de Senegal, en la región oriental de Diourbel, está la ciudad santa de Touba, el feudo del Marabú Bara Mbacke, de la cofradía musulmana Mouride, con más de doce millones de fieles en todo el mundo. El poder del líder religioso, una mezcla entre rey y Papa, no para de crecer, de tal forma que algunos lo consideran la máxima autoridad del país, por encima del actual presidente Abdoulaye Wade, que pertenece a la misma orden. Mbacke ha emprendido en los últimos años la construcción de un santuario urbano de peregrinación, el más importante de África Occidental, que se extiende a toda Touba, donde está prohibido, fumar, el alcohol y la música en toda su extensión, y al que cada día llegan más y más adeptos con sus familias en respuesta a su llamada religiosa, de tal forma que la ciudad, un gran pueblo de calles polvorientas, acoge ya a más de tres millones de habitantes, que pugnan por una casa para estar cerca del guía espiritual. El Marabú posee su propio gobierno, con consejeros que hacen las veces de ministros y una corte leal que venera su autoridad de una forma ciega, de tal forma que sus disposiciones son obedecidas sin fisuras. Para sus fieles, el propio hecho de estar en su presencia es el mayor privilegio que pueden alcanzar en esta vida. Sin embargo, la corte de Touba se las ve y se las desea para organizar los servicios que demanda la tutela de tantos ciudadanos en tan poco espacio de tiempo, por lo que deben resolver sobre la marcha multitud de problemas tan básicos como el aprovisionamiento, el saneamiento, la habitabilidad, el ordenamiento y la residencia de todos ellos, una cuestión harto difícil para un gran poblado que carece de las infraestructuras mínimas necesarias para acoger tal demanda y que lo precipita al caos cotidiano. El gobierno de Mbacke ha emprendido consultas con autoridades de otros países para encontrar soluciones, porque la empresa se le escapa de las manos. Entre ellos está el Cabildo de Tenerife, que estudia la forma de tratar los residuos de tantos habitantes, que son simplemente amontonados en zonas interiores de la ciudad, tales como solares vacíos e incluso en las mismas calles, delante de las casas. Las aguas negras son transportadas diariamente por un rosario de camiones cisternas hasta un descampado en la periferia, donde son vertidas sin más en terrenos adyacentes a la carretera. El califato posee una enorme capacidad económica debido a su gran influencia política y a la contribución incesante de los fieles, con lo cual es posible que pueda llevar a cabo los ambiciosos proyectos que va forjando su gabinete y que contempla la habilitación de grandes extensiones de cultivos, una red de transportes y de carreteras dignas de la capital del país y un sistema completo que puede convertirla en la segunda ciudad del país, en detrimento de Saint Louis, como parece que ya lo es demográficamente. Ahora bien, a principios del próximo año se celebrará la gran peregrinación de la cofradía hasta la ciudad de la gran mezquita islámica para orar por Ahmadou Bamba, su fundador, y más de cuatro millones de personas se desplazarán a la ciudad para conmemorar su exilio a Gabón en 1886, por lo que albergará una población equivalente a las tres cuartas partes del país. Como precedente se podría hablar del brote de cólera que se produjo en el año 2005 y que provocó la muerte de una decena de personas debido a las deficientes condiciones de higiene en las que se encontraban. Lo que está claro es que la avalancha se producirá y todo parece indicar que el ritmo africano senegalés no podrá despejar este reto que el Marabú ha puesto en la escena del Gobierno senegalés, que asiste al fenómeno en medio de una crisis creciente de credibilidad política.

Ausencias




La mayor parte de las personas que están de una u otra manera relacionadas con África coinciden en que el continente vecino es mucho más que lo que leemos, vemos y oímos generalmente en los medios de comunicación, donde las noticias que se ofrecen tiene que ver casi siempre con la parte trágica de los países, pueblos y civilizaciones cercanas. Las guerras, las hambrunas, la pobreza, los genocidios, las incapacidades políticas, los niños soldados, la ablación y los cayucos son los temas más repetitivos desde el panorama de la difusión, por lo que la imagen de lo que ocurre es sesgada y nos aleja de la realidad que forman casi mil millones de habitantes que viven a lo largo de 30 millones de kilómetros cuadrados –tres veces Europa-, plagados de etnias, culturas y una historia densísima. Sin embargo, desde el desconocimiento no podemos asimilar más que sombras que se mueven en esa epopeya de la desgracia, seres humanos que casi no lo son para el resto de la Humanidad, sino más bien capas de barro que se retuercen en un escenario arcaico que no forma parte de este mundo en el que vivimos. De ahí, de la ignorancia, a un paso está el prejuicio y, más allá, la xenofobia, que no es sino el exponente postrero del desprecio. La otra parte de África es la del paraíso de los grandes felinos, de los elefantes, jirafas y manadas de herbívoros que nos muestran los documentales de “La 2”, pero donde el nativo nada o muy poco tiene que ver con en el guión, quizás como mucho con un plano de referencia de las imágenes, justo al fondo del gran protagonismo del hombre blanco, poderoso, rico y benefactor. Es de esperar que todos los esfuerzos políticos y de cooperación se estrellen una y otra vez en la gran muralla de la invisibilidad si no avanzamos en el conocimiento veraz del continente para que Occidente pueda asumir, de una vez por todas, su parte en el acercamiento progresivo a esa parte imponente y evidente del planeta. Hay que intentar que nuestra gente visualice la cotidianeidad de las ciudades, universidades, parlamentos, costumbres, valores, espiritualidad y fundamentos de muchos pueblos y humanos de África que permanecen al margen de los espacios especializados de los medios de comunicación. Y no es que esos planos no los manejen los informativos porque sí, sino que simplemente no existen porque no se han elaborado, y posiblemente no se han elaborado porque venden poco, aunque sea a estas alturas muy conveniente conocer el origen y la verdadera dimensión de las cosas para adoptarlas como propias. Se trata de la asignatura pendiente que no parece entrar decisivamente como punta de lanza en ningún programa de acciones del primer mundo respecto a África, esa gran desconocida, y mientras esto sea así no podremos entender por qué ha permanecido al margen de las grandes corrientes desarrollistas en ese puzzle incompleto que es hoy en día la comunidad internacional sin el continente cercano. Creo que es éste, y no otro, el núcleo del desencuentro, que pasa también por que nuestros emprendedores tampoco logran encontrar en muchos casos las estrategias precisas para conquistar los mercados emergentes, simplemente, de nuevo, porque desconocen la idiosincrasia de los posibles consumidores a quienes han de dirigir sus productos. Sin información no hay profundidad ni cercanía, y de esa forma es prácticamente imposible alcanzar ninguna meta que no sea la de ignorar la realidad que nos ha tocado vivir.