La escuelita de Thiaroye





Hay vivencias que merecen ser relatadas como hallazgos especiales. Una de ellas es la que surgió en el barrio de pescadores de Thiaroye-sur-mer, en la capital de Senegal, Dakar. Esperábamos dos colegas –Carlos y Estela- y yo a que se iniciaran las sesiones de unas jornadas sobre emigración para concienciar a la población del drama de los cayucos, en las primeras horas de una mañana luminosa y limpia de febrero. El cronómetro africano es distinto al occidental, por no decir que ni siquiera lo es, y una mínima experiencia en el continente te abre los ojos para deducir que un acto nunca empezará a la hora fijada. Decidimos husmear entonces un poco por las polvorientas calles aledañas y darle caña a las cámaras fotográficas. La diferencia entre el centro de Dakar y la periferia, que comienza muy pronto en multitud de pequeños barrios casi idénticos, es el ritmo y la gentileza de sus habitantes. En las afueras, las personas con las que te cruzas te saludan muy amablemente, como si estuvieras en cualquier lugar de los Alpes suizos, mientras que en el “plateau” tienes que ir quitándote de encima a la nube de vendedores que intentan colocarte un rolex de oro. Lo cierto es que nos íbamos adentrando poco a poco en un pequeño mundo de sosiego y paz matinales, con el alivio de no tener que estar a la defensiva con los inquisidores espontáneos, especialmente sensibles a la negociación de una foto. Cada uno por su lado, pero cerca, exploramos patios, placitas y callejones, con la complicidad de la sempiterna costumbre contemplativa de los africanos, sentados en pretiles, a la sombra, o caminando no se sabe hacia donde. De pronto, comencé a oír unos cánticos de niños que procedían del fondo de una de las calles. Los niños en el continente son una bendición; siempre sonríen y te miran con desparpajo; no se asustan ni están traumatizados por las noticias terribles de este occidente enfermo, donde ya casi eres sospechoso por acariciar la cabeza de uno de ellos. Un gran árbol remataba una construcción de dos plantas que llamaba la atención por su cuidada fachada, con unos orificios desde donde surgían los sonidos corales infantiles. También se acercaron mis compañeros. Carlos empujó suavemente la puerta y se abrió ante nosotros una estampa que a mi, personalmente, me llevó muy lejos, a mis recuerdos infantiles. Era una escuelita, una nube blanca repleta de angelitos negros de grandes ojos y sonrisas infinitas que aún no han aterrizado en este mundo que nos ha tocado vivir. Dos elegantísimas maestras cuidaban de ellos, y ni siquiera pararon de cantar cuando vieron aparecer a los tres astronautas con las cámaras en ristre disparando, ahora agachados, ahora apoyados contra las paredes, sus expresiones. Se abrieron y nos dejaron hacer. Pasamos unos momentos realmente jubilosos por vivir algo que nos llenó el alma. Realmente la inocencia todavía existe. Desde entonces, cada vez que veo las imágenes, echo de menos Thiaroye.

1 comentario:

  1. ¿Que hubiese pasado si tres espontáneos negros hubieran entrado en una escuela de España con cámaras al hombro? ¿cuál hubiese sido la reacción?

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