Enfoques


Siempre que el catastrofismo y la saturación de información negativa sobre la debacle económica europea y, por ende, la española y la canaria, me llegan al tuétano, me acuerdo del continente cercano. La memoria me lleva entonces a las experiencias africanas vividas porque constituyen la prueba fehaciente de que hay otro mundo en éste, en el que múltiples comunidades afrontan cada día sin más avales que lo que llevan puesto encima y la solidaridad y el calor del grupo con el que comparten la existencia sin perder la dignidad. Ya sé que es un recurso fácil y posiblemente conformista contraponer los extremos para hallar un consuelo ante tanta contaminación numérica, pero también es probable que se trate del instinto de conservación lo que me empuja a reflexionar sobre la esencia de las cosas.

Me resulta curioso estar navegando por este mar tenebroso con un ojo puesto en la desesperación occidental y el otro en esa gran África, como si se tratara de un paraíso perdido donde todo es posible, a pesar de que sus habitantes en su inmensa mayoría no tienen hipotecas, dos coches, un apartamento en la costa y todo tipo de tarjetas de crédito para viajar en vacaciones. A lo sumo, se conforman con arreglárselas en viviendas compartidas entre 3 y 4 familias, con patios colectivos y comidas aportadas por todos, cocinadas con leña a lo largo de las horas y repartidas al final en los rincones de los hogares, eso sí, repletos de niños que corretean y juegan despreocupadamente, confiados en la protección de un dios en el que creen firmemente.

A veces asisto a conversaciones espontáneas en los mostradores de nuestra ciudad en las que mis paisanos aparecen atónitos y acojonados por la velocidad con la que pierden sus empleos, sus posesiones y la fe en el mañana. Y casi siempre intento enfocar, ajustar ambas perspectivas, con el fin de hallar un punto medio de encaje, una senda que vislumbrar ante tanta confusión, para que, a renglón seguido, se me encienda la alarma porque reparo -asustado- en que estoy filosofando, algo que a las sociedades actuales del desarrollo, a los estados del bienestar perdidos y a nuestros tecnócratas y políticos no les gusta nada, porque no es realista ni práctico, y mucho menos rentable.

También muchas veces me pregunto si no será posible que el modelo de explotación que los europeos llevaron el pasado siglo al continente negro, transformado hoy en la dominación de los mercados a través de las fórmulas implacables neoliberales (amañadas en los Acuerdos de Bretton Woods de 1944) del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial -que aprietan y que ahogan-, no esté revolviéndose ahora contra nosotros mismos, como una bestia insaciable, para neocolonizar a nuestros propios vecinos de edificio, habida cuenta de que ya no se puede exprimir más la pobreza tercermundista para levantar nuestros efímeros imperios.

La esperanza, al menos para mí, es que yo sí conozco esa otra dimensión de la humanidad y que he asistido a escenas grandes, y nada celebradas con confeti y champán, en las que recuperé la luz que me recibió en mi nacimiento; una sensación que lamento no poder transportar a mis familiares y amigos que mueren un poco cada día en los abominables callejones sin salida de esta nuestra infeliz civilización de papel timbrado.