La crisis marfileña


El desenlace de la guerra civil de facto que ha vivido Costa de Marfil durante estos últimos cinco meses, tras las elecciones presidenciales del pasado día 28 de noviembre, no puede ser más que un jarro de agua fría para quienes esperábamos que la cordura se impondría al final en las estructuras institucionales del que fue uno de los países ejemplares de la democratización africana, de la mano del padre de la patria Félix Houphouët-Boigny. Sin embargo, el devenir de los acontecimientos ha desembocado más en la imagen de un trágico vodevil dislocado que en la de un contencioso postelectoral que debería haberse despejado por los cauces del diálogo y la negociación entre los principales actores de esta página aciaga de la historia marfileña. Laurent Gbagbo, presidente saliente, reconocido vencedor de los comicios por el Tribunal Constitucional local, y Alassane Ouattara, candidato electo respaldado por la ONU, EEUU y, como no, Francia, la ex metrópoli omnipresente de ésta y otras ex colonias del continente; no han querido comprenderse.

Si hiciéramos un ejercicio de extrapolación de la circunstancias vividas allí a Europa sería impensable tanto desatino, porque la participación ciudadana y el arraigo del aparato de un estado desarrollado en las doctrinas de la libertad, igualdad, fraternidad, derivadas de la Revolución francesa, se hubieran alzado en un pueblo que aspira a la paz y el progreso y no a los personalismos de dos púgiles encarnizados en pos del poder. La visión de la humillación de todo un ex jefe de Estado, de su mujer y sus allegados por las fuerzas “rebeldes” es todo lo contrario a un panegírico de la evolución de la civilización, en la que precisamente ha tenido mucho que ver la nación gala y su obsesión por mantener viva la llama de la hegemonía de su imperio africano, catalogada en la gruesa y nutrida metodología de intrigas de la françafrique.

Muchas dudas quedan en el aire, como la actuación de La Licorne francesa en su asalto final al Palacio Presidencial, con el beneplácito de las Naciones Unidas; las actuaciones de ataque de los cascos azules contra las posiciones del ejército constitucional; las más que sospechosas maniobras y coacciones en las votaciones del norte del país; las matanzas ejercidas por las milicias armadas a medio millar de personas de la etnia gueré, afín a Gbagbo, en las localidades de Duékoué, Guiglo, Bangolo y Buutuo y, sobre todo, el acceso de un nuevo presidente -Ouattara- a la más alta jefatura con las manos manchadas de sangre.

A la espera de lo que pase ahora, sí que se puede argüir que África ha perdido una nueva oportunidad de demostrar al mundo que está preparada para ingresar en las reglas del juego democrático, que la comunidad internacional tiene una doble vara de medir las situaciones en los países en desarrollo, que los intereses económicos siguen primando y medrando en el continente negro y que París continúa impertérrita con su papel neocolonialista en sus antiguas posesiones de esta parte del planeta.

Me temo que el hacha de guerra no está enterrada y que el pueblo marfileño dista mucho de encontrar la paz deseada, ya que las desavenencias interétnicas, grupales y religiosas que han provocado esta batalla, animadas por la ambigüedad nacional surgida de unas fronteras ficticias y los intereses de las potencias extranjeras, siguen vivas en la mente de los ciudadanos, afectados una vez más por los agravios artificiales de una descolonización cerrada en falso.

Deudas envenenadas


La situación generalizada de crisis por la que pasa actualmente el mundo desarrollado puede que obedezca no sólo al ámbito meramente numérico, económico y financiero de los mercados internacionales, sino que es posible que se deba también a otros aspectos que hemos venido olvidando secularmente, como el sentido de la humanidad y los valores que debemos anteponer al puro mercantilismo de poseer y amasar riquezas por que sí. Es más, es argumentable que el sólo sentido del materialismo denota incultura, insensibilidad y ferocidad, una incongruencia que nos arrastra a todos a un escenario alienante y de desconfianza permanente, donde nadie se fía de nadie y en el que debemos aceptar un papel obligatorio de defensa permanente.

La esperanza es que este tremendo varapalo, que como siempre sufren más los más necesitados, sea el antesala del fin de esta revolución de los necios a la que asistimos, como inicio de la vía de los humanismos que dejamos atrás hace mucho tiempo. Que surja el nuevo hombre de las cenizas del neoliberalismo aberrante en el que nos hemos movido en los últimos decenios es cuestión de una sucesión de carambolas que algunos esperamos con serena resignación.

Las clases pobres de cualquier sociedad, las desheredadas, espiritualizadas (lo único que les queda) y pacientes, equivalen a unos 2.800 millones de personas, casi la mitad de la población mundial, que viven con menos de 2 euro al día, y no vamos a ninguna parte sostenible si no ofrecemos una perspectiva de mayor amplitud de pensamiento a las futuras generaciones para que pongan fin a tanto despropósito.

Cuando hablamos de esos pueblos del tercer mundo, como África, suelen darse fugas inaceptables que relacionan el subdesarrollo con la incapacidad de grandes bolsas humanas para organizarse y crear sus propias estructuras de progreso. ¿Qué evolución puede alcanzar esos países empobrecidos del continente vecino cuando reintegran automáticamente a los prestamistas internacionales, como el FMI o el BM, 50 céntimos por cada euro a título de pérdidas relacionadas con los términos del intercambio? Eso sí, parece que el acuerdo es unánime en los foros del conocimiento respecto a que la responsabilidad de la inanición de esos pueblos es sólo de los gobernantes locales, que han copiado el modelo que sus metrópolis colonizadoras dejaron una tras otras cuando se convencieron de que la negritud es de otro planeta.

Algunas figuras intelectuales africanas, como la política y escritora maliense Aminata Traoré, se preguntan, muy al contrario, por la deuda envenenada que Europa tiene con el continente vecino, y reclama que la esclavitud desempeñó un papel decisivo en la acumulación del capital necesario para la construcción de nuestra economía tal y como hoy la conocemos. Dice Traoré que la masa monetaria que supuestamente deben a los países occidentales ya ha sido reembolsada por triplicado.

En cualquier caso, existe un pensamiento africano que denota una lucha ciclópea por alcanzar una orientación posible al choque entre sus costumbres y creencias ancestrales y lo que vomitan las imágenes que llegan a través de las antenas parabólicas e Internet, que comienzan a sembrar el inmenso territorio subsahariano con sus productos inalcanzables que rebotan contra las paredes de ese círculo vicioso en el que se encuentran encerrados sin solución de continuidad.