Golpes y paradojas


Muchas de las cosas que ocurren en África no son extrapolables a los valores de Occidente, entre otras cosas, porque una parte muy importante del continente no ha asumido la cultura de la modernidad que en líneas generales rige la vida de los países desarrollados. Muchos de los pueblos, sobre todo subsaharianos, siguen anclados en la herencia milenaria de la tribu, donde la autoridad es vertical y clientelista, es decir, prima el grupo, la familia, el clan o la religión antes que el individuo, y eso no tiene visos de cambiar a corto plazo, aunque ya hay ejemplos de occidentalización notables, como es el caso de Ghana, la primera nación que se liberó de la colonización europea.

El reciente golpe de Estado en Níger, uno de los países más empobrecidos del mundo, pero rico en recursos naturales, ha generado tibias reacciones de rechazo en el marco de las instituciones panafricanas e internacionales, dado que el presidente derrocado, Mamadou Tandja, era a su vez un mandatario que pretendía perpetuarse en el poder ilegalmente a costa de cambiar la Carta Magna a través de un referéndum a todas luces amañado, además de estar involucrado en turbios contratos de explotación de compañías extranjeras del petróleo y uranio. De hecho, muchos líderes africanos y mundiales habían condenado ya a Tandja y le habían exigido retirarse para devolver el marco constitucional al país.

Aquí surge entonces la controversia de que esa sublevación puede incluso haber salvado a Níger del aislamiento al que fue derivando bajo el gobierno ahora derrocado, máxime cuando los golpistas han dado garantías a la ONU y a la Unión Africana de normalización de la situación y han asegurado que pretenden restaurar la democracia para sanear la situación política, reconciliar a los nigerinos, convocar elecciones (aunque no han dado fechas) y liberar a los miembros del anterior gobierno. Otra cosa es que la comunidad internacional teme que los golpes de Estado vuelvan a ponerse de moda en África, con ejemplos como los del propio Níger, Gabón, Guinea Bissau, Mauritania o Togo, y que se dé un paso atrás en las senda demócrata que parecía haberse iniciado en los últimos años.

No obstante, he aquí que la mentalidad del mundo desarrollado se ve en la dicotomía de tener que aceptar que los principios de gobernabilidad a los que estamos acostumbrados no podemos aplicarlos a esos países que, como Níger, están dirigidos por personajes que se aúpan al poder para vaciar las arcas públicas, someter al pueblo a la miseria y hacer todo lo que está en su mano, que es mucho, para enrocarse todo el tiempo que sea necesario, de tal forma que sólo una acción de fuerza puede desalojarlos.

Qué pensaríamos si uno de estos presidentes “vitalicios”, como el de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, denostado por el yugo que impone a su pueblo, por su cruel trayectoria, desde el asesinato de su tío Macías, y por su monumental evasión de capitales a costa del empobrecimiento de los guineanos; es derrocado por un golpe de Estado. ¿Quién se atrevería a decir que se trata de un hecho condenable?

Si los responsables de la rebelión de Níger entablan sin demora conversaciones con la UA y la CEDEAO, previo contacto con los partidos políticos locales, y dan señales claras de promover estructuras democráticas, el resultado puede ser positivo pero, por el contrario, también puede animar a otros potenciales golpistas en el continente.
La paradoja está servida una vez más en África.