El camaleón libio


No sé por qué exactamente, pero el caso de Libia me recuerda mucho al de Irak, salvando las distancias y otros tantos factores que no coinciden de forma sustancial, como es que una gran parte de la resistencia activa y armada procede desde dentro de lo que hasta hoy ha sido el feudo del coronel Gadafi. De resto, parece que la persecución del líder díscolo, a veces enemigo de Occidente y otras aliado y amigo, tiene muchos más puntos en común con el acorralamiento de Sadam Hussein de lo que sería deseable para la resolución positiva de esta guerra que muchos se prometían un paseo militar. En cualquier caso, nada que ver con las caídas blandas de los mandatarios tunecinos, Ben Alí, y egipcio, Hosni Mubarak, en el transcurso de lo que se ha dado en llamar la Primavera Árabe.

No ha sido así, ni parece que lo será, puesto que ancho es el desierto y puede que el alzado y variopinto Consejo Nacional de Transición inicie en Trípoli la reconstrucción del país sin que aparezca aquél que, tras un golpe de estado, destronó al único rey –Idris I- que gobernó brevemente un estado que nunca lo fue, dado que Libia jamás tuvo una carta magna, si bien puede presumir de haber sido la primera nación emancipada de África. Además, todavía está por ver quiénes forman parte de esas milicias rebeldes que se han unido para derrocar al jefe de la Jamahiriya, su clan y su tribu, la Qadhadhifa, una de las 30 familias principales beduinas que compartieron la autoridad en los territorios arenosos hasta principios del siglo XX.

Lo cierto es que sabemos muy poco de la composición real de las fuerzas que han marchado sobre la capital, salvo que están comandadas por antiguos ministros del antiguo régimen, respaldados por otra de las tribus poderosas, la Warfalla, en un tradicional pulso hegemónico que se pierde en la noche de los tiempos; con lo que sería necesario escarbar un poco para, con toda probabilidad, encontrar elementos y facciones islamistas fundamentalistas procedentes del Este que probablemente estarán al acecho para sacar provecho del caos que se avecina, si es que el conflicto toma un rumbo similar al de la no muy lejana Irak, donde, después de la entrada triunfal en Bagdad del ejército estadounidense en 2003, raro es el día en el que no hay un atentado suicida y la muerte de decenas de personas, en una guerra de guerrillas compleja y engarzada en antiguas disputas entre sunitas y chiitas.

Mientras tanto, la figura de Gadafi oscila entre su perfil de fundador de la Unión Africana, animador del panafricanismo y eficaz intermediario de conflictos enconados del continente negro, y el de financiador y promotor del terrorismo antioccidental, perdonado una y mil veces por las potencias mundiales, debido a su rara habilidad para permanecer en la cúspide de una balanza de intereses geoestratégicos y económicos que han empujado al primer mundo a tragar con su ya célebres excentricidades. Su capacidad para imitar las propiedades del camaleón con el fin de sacar partido a la ambigüedad que caracteriza la correlación de fuerzas todavía en juego de esta región plagada de contradicciones está pendiente de un jaque mate aún por ejecutar. Seguramente que tarde o temprano aparecerá con una larga barba en cualquier zulo y que será ahorcado por sus crímenes, como lo fue Sadam, pero queda en el aire si asistiremos a la pacificación definitiva de este reino tribal de los desiertos.

Ken Saro Wiwa


La geografía africana está seguramente salpicada de muchos héroes anónimos que murieron por defender la dignidad propia y la de sus comunidades sin que ese sacrificio último haya sido consignado en ninguna crónica olvidada de cualquier periódico de provincias. A ello ha contribuido la sordidez en la que se han movido los regímenes impuestos en la mayoría de los países artificiales desde su colonización, la nula valoración de la vida del nativo, cuyo germen procede de la esclavitud, y la corrupción instalada hasta nuestros días, como señas de identidad de los poderes tanto políticos como económicos que definieron esta centuria de sombras del continente cercano.

Solo por poner un ejemplo, el pueblo ogoni de Nigeria lleva medio siglo luchando contra la contaminación salvaje que petroleras europeas, como la holandesa Shell, pero también la francesa Total o la italiana Agip, han causado en sus territorios del Delta del Níger, algo que Naciones Unidas volvió a denunciar hace escasamente una semana, y que supone la toxicidad de sus aguas unas mil veces por encima de los niveles permitidos, de tal forma que, según constata una investigación del organismo multilateral, unos 2.100 millones de litros de crudo anegan sus orillas, un desastre ecológico de proporciones gigantescas, equivalente al naufragio de un “Exxon Valdés” cada año, y que al parecer a muy pocos medios de comunicación occidentales ha interesado reflejar hasta la fecha.

Pronto se cumplirán 16 años de la ejecución de uno de estos mártires que se cruzaron ante la maquinaria que continúa esquilmando impunemente los recursos naturales africanos, después de que el ejército nigeriano acabara con la vida de miles de ellos. El escritor y profesor universitario Ken Saro Wiwa (1941) fue ahorcado junto a otros 7 presos de conciencia por el gobierno del general Abacha en 1995 por oponerse a la devastación, actitud catalogada oficialmente como de sediciosa, pese a las peticiones de clemencias de la ONU, la OUA o la Comisión Africana de Derechos Humanos, entre otras organizaciones transnacionales.

Al margen de los amagos por parte de estas petroleras de desviar la atención y acallar lo evidente, como la publicación urbi et orbe de supuestos códigos de respeto a los derechos básicos de las personas, lo cierto es que son corporaciones que funcionan como pequeños gobiernos incrustados en los palacios de las dictaduras africanas y que no trasladan a esos imperios conquistados los mismos cánones de conducta sociales, económicos y ambientales que rigen en los países desarrollados de donde proceden. Sin ir más lejos, la Shell admitió haber instado a los mandatarios locales a la intervención de los militares contra aquellos que protestaban e incluso promovido la dotación de armamento para defender a plomo sus instalaciones extractivas.

Saro Wiwa pagó con su propia vida la defensa de sus derechos y los de su milenaria comunidad como ciudadanos del mundo, algo que no ha servido, por lo visto, para que esas multinacionales, arropadas y defendidas por nuestros estados democráticos y avanzados, cesen en empantanar el tercer mundo de basura con tal de amasar unas fortunas con las que jugar en los parqués de nuestras bolsas de valores. Qué menos que la UE emprenda acciones legales contra estas empresas y una muy necesaria y costosa campaña de rehabilitación ecológica para resarcir parte de los estragos, puesto que las almas de los ogonis muertos son ya irrecuperables.