Con el asesinato del embajador de Estados Unidos esta semana
en el consulado de Bengasi (Libia), no se sabe si jubiloso ahora como mártir a
la izquierda o a la derecha de Mahoma, un nuevo embate radical amenaza con
encender el polvorín islamista del Norte de África y Oriente por enésima vez.
Tanto es así que el reguero ya se ha extendido a Egipto, Túnez, Sudán o Yemen, entre
otros países que se encuentran en el corazón de una gran región contaminada por
las desavenencias coránicas eternas, el cerrojo extremista, la pobreza
generalizada y, como en este caso, la riqueza de sus recursos naturales. No
obstante, la llama ha permanecido siempre avivada por el choque de fuerzas
derivadas del equilibrio crítico del estado israelí en medio de la bancada
árabe, un puño hebreo que se proyecta cada vez más hacia la tierra de los
ayatolá, Irán, el actual paladín del “Imperio del Mal”, término simplón acuñado
por el ex presidente norteamericano Ronald Reagan para referirse a todo lo que
no comulgaba con la voracidad hegemónica del supuesto “Imperio del Bien”.
Sin embargo podemos apreciar ya con perspectiva cronológica que
el desalojo de Gadafi y la intervención de la OTAN, previo apoyo a las
facciones opositoras al régimen de Trípoli, fue un error de cálculo tal como se
perpetró, como también lo fue la guerra de Irak o va camino de serlo la
estrategia internacional respecto al infierno presente de Siria, porque se afronta
de nuevo un problema complejo con acciones de fuerza que no promoverán la paz
entre las tribus, clanes o ramas religiosas que sí convivieron en la antigüedad
en una relativa armonía por sucesivas alianzas locales. Además, la experiencia
nos anuncia que la salida del poder de Al Assad tampoco dará lugar a ninguna
tregua, sino a un escenario de luchas urbanas y atentados como los que sacuden
constantemente a los ciudadanos iraquíes o a la indomable Afganistán en una
guerra de guerrillas imposible de parar con las armas del primer mundo.
Lo cierto es que el avance lento pero inexorable del salafismo
está abonado por el aislamiento económico y cultural de una confesión religiosa
que representa en su totalidad a la quinta parte de la población del planeta,
cuyas carnes se abren periódicamente por las maniobras interesadas de las
grandes potencias que, como Estados Unidos, buscan el petróleo de las entrañas
de sus territorios a través de graves episodios como la otrora nefasta guerra
de Somalia.
Ahora Washington atribuye la muerte de su embajador,
precisamente el día que el país conmemoraba el undécimo aniversario del ataque
a las Torres Gemelas, no al documental satírico sobre el profeta emitido en
EEUU y del que hablan los sublevados, sino a una maniobra bien planeada por
elementos fundamentalistas contra su delegación, por lo que se ha apresurado a
enviar dos buques de guerra y medio centenar de marines “antiterroristas” a
Libia para apuntalar, es de suponer, una nueva contienda de la que muy
probablemente saldrán trasquilados como en Mogadiscio o Bagdad, eso sí, después
de causar estragos severos a la población.
Estos días las imágenes del entusiasta diplomático Stevens, asesinado
y zarandeado por una turba de activistas en Bengasi, han dado la vuelta al
mundo y, qué quieren que les diga, a mí me han recordado a las de Gadafi o
Sadam en idénticas circunstancias, un bucle recurrente de una existencia en la
que el ser humano parece ser solo una simple marioneta para todas las partes.