La semana próxima se conmemora en todo el mundo el Día de
África, una efeméride, como siempre, cargada de simbolismo pero comprimida, al
parecer, en una sola jornada, la del 25 de mayo. Su origen coincide con el de
la creación de la Organización para la Unidad Africana, allá por el año 1963,
hace ahora exactamente medio siglo, una institución que pretendía promover el
panafricanismo, pero también la solidaridad entre los estados, la erradicación del
colonialismo y animar la cooperación internacional. No es pura casualidad que
el organismo sustituyera en esa época a la denominada Unión de Estados
Africanos ni cediera el testigo en 2002 a la vigente Unión Africana, una
sucesión de acrónimos similares que siempre pretendieron actuar como remedos de
todas las ligas regionales y supranacionales que se repiten a lo largo del
planeta, algunas con más fortuna que otras. Cincuenta años es un buen lapso, asimismo
pleno de referencias, para realizar inventario y recapitular sobre los avances
de un continente difuminado en sus raíces, culturas, etnias y lenguas, pero
marcado por unas fronteras artificiales originadas en la Conferencia de Berlín
de 1884, cuando las potencias europeas se repartieron sus territorios como en
una gran piñata de selvas, sabanas, grandes lagos, ríos, mares y sus
correspondientes poblaciones, hasta entonces desconocidas y solo vislumbradas a
través de hazañas de aventureros, como Burton, Livingston o Stanley, en torno
al Nilo y sus fuentes, financiadas por la entonces Gran Bretaña victoriana y su
Royal Geographical Society. Dicen que la también conocida como Disputa por
África estuvo en los orígenes de la Primera Guerra Mundial, quizás como
antesala de lo que después se convertiría en el aplastamiento del tercer mayor
continente y de sus habitantes, sobre todo subsaharianos, con secuelas que
llegan de forma nítida hasta el presente. En estas décadas hemos contemplado la
descolonización funcional de muchos estados que quedaron en manos de milicianos
formados por las metrópolis, suboficiales que repitieron los desmanes y saqueos
de las autoridades extranjeras, cuando no las ínfulas de superioridad que,
combinadas con los intereses de corto recorrido y el armamento dejado o vendido
por los antiguos conquistadores, se convirtieron en guerras fraticidas, masacres,
genocidios y éxodos masivos, como los de Ruanda y Burundi hace escasamente 20
años. No obstante, el veneno sigue en el fondo de las ciénagas y ocasionalmente
incendia la convivencia de unas comunidades que reverencian el arraigo, la
familia, el grupo y la naturaleza como sus mayores avales de esperanza, un
capital humano metalizado como antítesis del sueño de la paz.