El pasado 4 de enero se cumplieron dos años de la chispa que
encendió lo que se ha dado en llamar la Primavera Árabe. La desesperación del
joven Mohamed Bouazizi, en plena oligarquía de su país, Túnez, le empujó a
quemarse a lo bonzo en la localidad de Sidi Bouzid, un hecho que prendió como
un reguero de pólvora en una ciudadanía hastiada de la dictadura del ex
presidente Ben Alí y de la situación de inanición social lastrada por unas cifras
de paro cercanas al 30% de la población. Puede que por si solas esas no fueran
razones suficientes como para derrocar un régimen corrupto en un estado emergente
y que algo contribuyeron también las noticias de bienestar que portaban muchos
emigrantes a su vuelta de Europa o las informaciones ya globalizadas a través
de la gran herramienta de comunicación del siglo XXI que es internet y sus
redes sociales. Pronto la mecha traspasó fronteras y el ejemplo cundió en otras
naciones del norte de África, como Libia o Egipto, que se inflamaron asimismo con
distintas trayectorias, de las que nos han quedado imágenes tan impresionantes
como la del irreverente coronel Gadafi apaleado o la de Mubarak, abatido entre
rejas, en cama, y enfermo. Lo cierto es que esas catarsis, junto a las que se
han ido dando a lo largo de los últimos decenios desde otras coordenadas del Oriente,
como Afganistán, Irán, Irak, Siria o Gaza, han terminado por desembocar en una
tremor continuo del que nadie sabe ya calcular su alcance, evolución o
consecuencias a medio y largo plazo. La campaña militar de Francia en el Sahel
para expulsar del norte de Malí a células yihadistas, escurridizas como la
propia arena del desierto, se antoja como una anécdota más en una gran partida
hacia los abismos coránicos. El reciente asesinato del opositor tunecino Chukri
Bel Aid contra el gobierno islamista de Túnez parece confirmar de nuevo que
este fatídico juego en el que el fanatismo se empeña en usurpar los valores
universales civiles de comunidades empobrecidas no ha hecho sino empezar, apuntalado
con los ecos paralelos de las revueltas incesantes egipcias o los desastres del
emponzoñamiento libio. Acaso puede que la vieja Europa no quiera, o no pueda,
darse cuenta de que sus codos están incrustados sin remedio en ese tablero en
el que se libra una guerra colosal entre varias civilizaciones que han
permanecido largo tiempo separadas por murallas que ahora se disuelven a una
velocidad vertiginosa. Las líneas cuyos extremos eran la modernidad y el
atavismo, la riqueza y la pobreza, la justicia y la injusticia, parecen
conformar ahora un semicírculo que está por ver cómo se cerrará. Por lo pronto,
las cifras de paro que desataron la rebelión tunecina ya no suenan tan lejanas
en países del hasta ahora llamado primer mundo como España.