He cogido al “vuelo” una noticia de esta semana que habla de
los grandes avances en navegación aérea de varios países del continente vecino
porque no podía ser de otra manera: los africanos van adquiriendo mayores cotas
de bienestar social y de seguridad en todos los sentidos a medida que caminan
en bloque hacia el desarrollo de forma generalizada. Al mismo tiempo constato
que el debate de un tercer mundo perenne caduca a cada instante que pasa, dada
la rápida evolución de los procesos y las proyecciones tecnológicas en todas
las direcciones. Junto a ello habría que consignar también que el occidental suele
padecer cierta miopía recurrente en cuanto a la percepción de África se refiere,
pues para muchos es solo un país, el de la negritud, cuando en realidad se
trata de un conjunto de 54 estados, con mil millones de habitantes, de etnias
muy distintas, que pueblan una superficie global equivalente a tres veces y
media la de Europa. Así es que cuando un avión se accidenta ocasionalmente,
como así ocurre, lo hace como excepción a las miles de operaciones diarias que
tienen lugar en todo ese enorme territorio, eso sí, con multitud de aparatos
viejos, entre ellos muchos rusos, que navegan sin apenas mantenimiento y con
una vida muy larga de servicio en sus motores, sobre todo en las regiones más
pobres. La primera vez que pisé suelo africano fue el del aeropuerto de Accra, destino
de un periplo de más de 12 horas de avión, un ATR fletado por las Cámaras de
Comercio canarias desde Gando hasta Ghana, con una escala en Dakar para
repostar. Ese fue mi bautizo aéreo en el continente cercano, donde las rutas
interiores son comparadas con el salto del saltamontes y en las que las
puntualidades simplemente no existen, por lo que las terminales a menudo se
convierten en abigarrados dormitorios comunes para los viajeros que esperan sus
conexiones durante horas e incluso días. Después tuvimos que trasladarnos a la
vecina Costa de Marfil, hacia donde partimos en un aparato de las líneas
ghanesas, un reactor en el que ya se asume la aventura tan solo con caminar por
su pasillo lleno de migas y otras pequeñas huellas de la indolencia africana. Doy
fe que respiras muy aliviado cuando esa misma nave aterriza tras un trayecto
sorprendente en que el asiento se precipita hacía el fondo de la cabina durante
el despegue y te has pasado todo el tiempo, si no rezando, entretenido contando
la cantidad de agujeros sin tornillos de sus paneles, casi sueltos, o empapado
por la gota del aire acondicionado que no para de caer sobre tu cabeza.
Comprendes que en realidad volar es más seguro de lo que parece y que África es
un milagro diario que acontece sin que nadie parezca darse cuenta de ello.