La Gran Muralla Verde

Palacio Presidencial (Dakar).


El presidente de Senegal, Abdoulaye Wade, está empeñado en un nuevo proyecto colosal, si bien esta vez la iniciativa, aunque parece ser más edificante que la de la famosa, protestada y carísima estatua del Renacimiento Africano en Dakar, es muchísimo más ambiciosa. El mandatario lidera la creación de la “Gran Muralla Verde”, un cinturón vegetal de más de 7.000 kilómetros de largo y 15 de ancho que se extenderá a través de varios países para detener el imparable avance del desierto norte-sur, que engulle 1,5 millones de hectáreas de terreno saheliano cada año.

El proyecto fue tratado recientemente por los estados implicados en una cumbre celebrada en Yamena, la capital de Chad, convocada para luchar contra el cambio climático, cuyos representantes al parecer han dado el visto bueno a esta empresa que, de tener éxito, conformará una barrera de árboles y arbustos resistentes a la sequía, en el plazo de tres años, entre el propio Senegal y Yibuti, en el extremo oriental de África, es decir, que atravesará todo el continente desde el océano Atlántico hasta el Índico. Casi nada.

Por lo pronto, Wade asegura que ya trabajan en su ejecución unas 2.000 personas desde el pasado mes de agosto, y que su gobierno ha invertido unos dos millones de dólares hasta la fecha, que han servido para plantar nada menos que 525 kilómetros de barrera. El resto de los países que tendrían que ponerse manos a la obra, además de Senegal y Chad, son Burkina Faso, Níger, Nigeria, Sudán, Malí, Mauritania, Etiopía y Eritrea, entre los que figuran varios con los índice de pobreza más elevados del mundo y graves procesos de conflictos civiles en sus territorios.

En principio, ésta iba a ser una ejecución netamente africana y un modelo a seguir para auspiciar la unidad en el Sahel, pero poco ha durado la intención. Wade ya ha pedido a la comunidad internacional y al Banco Mundial su apoyo para llevarla a cabo, una lástima, porque la otra lectura positiva de la iniciativa era precisamente que varios países del continente iban a trabajar juntos para llevar a cabo un gran proyecto y que esa unidad podría ser un estímulo para el despegue del panafricanismo, tan evocado desde los tiempos de la descolonización.

Ahora bien, lo que no se le puede negar al presidente senegalés es su firme convicción -o atrevimiento- para tirar de una idea que suena más a uno de sus sueños faraónicos que a una posible tarea factible, dados los enormes problemas que surgen por el camino, pues todos y cada uno de los países implicados deben comprometerse a contribuir con la generación de su parte del cinturón y su mantenimiento constante, a pesar de las situaciones de incertidumbre que surgen por doquier.

En última instancia, parece ser que África comienza a imitar a China, porque fue el gigante asiático el primero que llevó a cabo una empresa similar y con los mismos objetivos para cruzar la Mongolia interior, aunque la distancia a cubrir fue 10 veces menor que la que pretenden los africanos, por lo que el reto de Wade no sólo tiene visos de ser una empresa titánica de remota culminación, sino que puede quedarse en otro de los gestos megalómanos de este octogenario que en los últimos años parece querer pasar a la Historia por la puerta grande, sea como sea.
Isla de Gorée. Senegal.

Hampâte Bâ

Acabo de concluir la lectura de un bellísimo libro. Se trata de “Amkullel, el niño fulbé”, de Ahmadou Hampâte Bâ (1900-1991), traducido y editado por Casa África, en el que el autor describe etapas de su juventud como si de una enciclopedia resumida sobre la reciente historia y costumbres de la Curva del Níger se tratase. El volumen se desplaza por múltiples aspectos de su vida, en los que entrelaza el devenir de los reinos, imperios y estirpes de la región con relatos que describen con gran sensibilidad la idiosincrasia africana. Sus líneas transportan al lector por escenas humanas de una civilización de noblezas, lealtades, integridades, armonías ancestrales y el gesto compartido de personas de diversas etnias que en su camino van dejando, aún en medio de las desgracias comunes, la huella de los muchos valores que Occidente ha perdido definitivamente para ser lo que es hoy.

Reconozco que tenía mucho interés por acercarme al espíritu de Hampâte Bâ, desde que un día, hace varios años, me lo nombrara un colega de Senegal para repetirme una de sus frases más celebres, que sugiere que cuando un anciano se muere en el continente vecino, una biblioteca se extingue; y que viene a representar la desaparición de la sabiduría que atesoran los mayores como vehículos de la tradición oral heredada a lo largo de milenios, y que les hace ser respetables y respetados para las sociedades negras como un valor imprescindible de la culminación de la familia. La esencia de esa tradición oral no es incompatible con la imprenta ni con los avances tecnológicos porque está muy arraigada a la poderosa forma de ser del africano, incluso cuando escribe.

Por otra parte, la obra de este narrador y etnólogo maliense se ha convertido en una de las referencia por excelencia de la literatura africana, pues combina el tesoro de sus vivencias cargadas de africanidad con la ortodoxia literaria occidental, de tal forma que es posible para el extranjero entender y sentir en profundidad el encanto y las virtudes de la historia mítica de la que emanó la humanidad, con cercanía, calidez y hasta envidia sana por la felicidad con que, en líneas generales, las comunidades nativas existen y se vienen sucediendo unas a otras hasta la actualidad.

Las páginas que escribió Hampâte Bâ para describir el entorno de su niñez emocionan porque surgen de ellas las evidencias de una manera de vivir y entender la naturaleza que los occidentales recordamos sin haberlas vivido, de la misma forma que, cuando se pisa África, algo dentro de nosotros nos reclama como africanos, como si nos reconociéramos debajo de una pátina de polvo, en una escuelita remota o en algún rincón de cualquier paraje que creemos recordar desde el territorio de nuestros sueños.

“Amkullel, el niño fulbé” es un gran poema en prosa que lleva aparejada la epopeya del día a día, la ternura inmensa de una mente privilegiada y el testimonio de múltiples formas de expresar las razones de por qué el continente cercano es tan diferente. Nos empuja hacia la grandeza que se esconde debajo del escaparate ñoño, primitivo y descentrado con que los occidentales solemos percibir la realidad africana y, de camino, nos ayuda a profundizar en otra forma de entender la vida desde una perspectiva paradójicamente nueva, no sin cierto apego a la fina ironía, a la candidez celebrada y al humor sereno de quienes no abandonan las tradiciones ni a sí mismos.

El balón rueda ya


Ha comenzado el Mundial de Fútbol y el planeta entero dirige sus ojos por primera vez hacia el continente vecino, no para lamentar matanzas, hambrunas, guerras o desastres humanitarios, sino para disfrutar de un deporte que une las antípodas, incluso para este territorio que ha sido secularmente vencido, saqueado e ignorado por la civilización contemporánea del desarrollo, la democratización universal y la tan cacareada globalización.

El balón rueda ya en el estado anfitrión, Sudáfrica, que fue precisamente uno de los nombres por el que más repicaron las campanas informativas de la segunda mitad del siglo pasado, debido al proceso más llamativo de la lucha racial, el apartheid, en el que los nativos negros fueron desplazados durante décadas de cualquier opción de poder y dignidad por el régimen blanco afrikáner.

El balón rueda ya en el continente olvidado, un continente para el que el fútbol es un milagro o la tabla de salvación de un puñado de elegidos y sus familias, como Eto’o, Drogba o Zidane, y un juego muy serio para la aspiraciones de muchos chicos que juegan con las camisetas raídas del Barcelona, del Madrid o del Manchester United, en esos campos polvorientos, con balones de trapo y porterías desvencijadas, casi siempre mojones, en cualquier rincón de las ciudades o de las inmensas llanuras en las que se difuminan los pueblos desheredados de la mundialización.

El balón rueda ya en la tierra del gran icono de la esperanza africana, Nelson Mandela, que auspició una reconciliación casi imposible entre una ciudadanía dividida por el odio y el rencor absolutos, sobrevenidos por aquellos dilatados episodios de brutalidad, abusos y deshumanización racista que supuso el régimen separatista; un ídolo de la integridad y la conciencia negra que forma parte en vida de la leyenda que distingue a mitos como Nkrumah, Sankara, Cabral o Senghor, fallecidos hace años.

El balón rueda ya en muchos arrabales y aldeas africanas donde no hay agua corriente, electricidad, servicios sanitarios ni educación, pero donde sus gentes se reúnen frente a un único televisor para ver a los negros jugar contra los blancos, atletas millonarios que corren detrás de una pelota y cuyas fortunas superan muchas veces los presupuestos de sus pueblos, ciudades y estados, sin que nadie pueda parar ese carrusel desbordado de cifras injustas e inhumanas.
El balón rueda ya en un continente que lleva siglos esperando el respeto, la igualdad y la oportunidad de mostrarse tal como es, sin que eso suponga escarnios prepotentes ni el desprecio de otra civilización que se cree la destinataria del don de la verdad, de la impunidad, de la sabiduría y de la razón omnipresente que aliena cualquier otra forma de existir o de pensar.

El balón rueda ya en África y todo el planeta lo mira no para ver las paupérrimas tasas de escolarización, la mortalidad infantil debido a la falta de medicamentos, la ausencia de oportunidades para los jóvenes, el fruto de la decadencia del poder por el poder o la condena a la que están resignados cientos de millones de personas por haber nacido en la otra parte del espejo, sino para celebrar unos goles efímeros de un circo que genera unas riquezas que harían crecer campos y campos de trigo en el continente más pobre del mundo.
Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar

El conflicto eterno

Independientemente del desenlace de la crisis originada por el asalto-desastre del Ejército hebreo a la “Flotilla de la Paz”, promovida en Turquía para llevar ayuda humanitaria a la Franja de Gaza, habría que decir que se trata desgraciadamente del enésimo episodio del sempiterno combate árabe-israelí en Oriente Medio; una historia que se remonta a tiempos bíblicos, en una cadencia traumática que siempre ha tenido al pueblo de Sión como recurrente protagonista desde la fundación del primer reino de Israel, hacia el año 1300 antes de Cristo.

La comunidad palestina viene padeciendo no sólo una forma de genocidio por parte de los judíos, que regresaron a la tierra prometida después de haber sido perseguidos en medio mundo, sino que se ha convertido en la víctima propiciatoria de la necesidad imperiosa del llamado Pueblo de Dios de poseer un territorio propio donde reunirse y protegerse tras la diáspora producida por los sucesivos hostigamientos árabes, que les empujó al mar y les llevó finalmente a huir a Europa, donde miles fueron exterminados en los campos de concentración y las cámaras de gas nazis, en lo que hemos llegado a conmemorar con el triste nombre del Holocausto.

Además, a lo largo de los últimos 80 años, estos árabes acorralados en Gaza han sido vendidos y utilizados por los países hermanos de raza y religión, que buscaron intereses propios en las repetidas batallas que mantuvieron a un solo golpe contra la enrocada Israel, que se defendió como un gato panza arriba para poseer y retener su propia patria. De esta manera, Egipto, Siria, Jordania, Irak y Líbano han sido igual de responsables que los propios hebreos del estrangulamiento palestino.

En el devenir del complejo y caprichoso guión, Israel había aceptado el Plan de Partición de Palestina negociado por las Naciones Unidas en 1947, que otorgaba proporciones razonables de la región a ambas partes, y la posibilidad de reconocer el derecho de Palestina a constituirse como Estado, pero fueron los árabes los que rechazaron la iniciativa y provocaron un conflicto sostenido que ha cambiado de forma y de configuración geográfica varias veces a lo largo de sucesivas guerras, tan cortas como numerosas, y que han tenido como telón de fondo el sufrimiento de los refugiados palestinos, unos refugiados que fueron reconocidos, nacionalizados y protegidos en numerosas ocasiones por el propio Israel, pero no por el resto de los países árabes del entorno dentro de sus propias familias y fronteras.

La comunidad internacional, por su parte, no ha sabido ponerse en su sitio y se ha aliado con puntuales intereses, para desautorizarse una y otra vez frente a una lucha fraticida que amenaza con convertirse en eterna, con la paradoja de que esa parte de la cuenca mediterránea donde se originó la civilización moderna permanece en una situación anacrónica, generadora de odios que se retroalimentan y que mantienen a la razón como rehén de un rosario de justificaciones dislocadas, porque cuando no es la causa hebrea la que se impone como una apisonadora, son los terribles atentados integristas de Hamas los que escandalizan al mundo, eso sí, con mucha sangre y una desesperación a estas alturas irreparable.