Economía inteligente

Muchos son los aspectos que influyen en la situación de los pueblos, pero entre ellos, hoy más que nunca, parece mandar casi de forma absoluta la economía. Es más, sabemos con certeza que un país o una región pobre está condenada a padecer calamidades y que la carencias de medios no es una actitud, ni una maldición o cualquier otra explicación metafísica que queramos añadir, sino el producto de una jerarquía cruda en el orden de los intereses de un sistema totalizante difícil de cambiar.

Las comunidades que no están en primera fila de las finanzas globales suelen al mismo tiempo ser rehenes de una lucha inhumana por evitar la cola de las miserias; una ecuación artificial que se retroalimenta a sí misma por una suerte de reglas que juegan a favor del capital, de tal forma que, y lo estamos viendo, las diferencias entre ricos y empobrecidos son cada vez más decisivas. 

A partir de aquí, podría deducirse que las consecuencias son más que previsibles. Como reacción, las capas bajas o los países parias tienden a convertirse en alimento providencial para los fanatismos, las epidemias, el crimen o las dictaduras, entre otras muchos estigmas. La ausencia de desarrollo, formación, información y de las mínimas condiciones básicas para alcanzar una existencia digna coquetean con el caos.

En un símil no exento de atrevimiento, podría decirse que de alguna forma los grandes conflictos bélicos regionales que azotaron al primer mundo en los siglos precedentes han devenido en una verdadera guerra mundial, silenciosa e irreflexiva, que acorrala a aquellos que cayeron fuera de las pequeñas grandes élites.

Antiguamente estas diferencias no tenían mayores consecuencias porque la industrialización estaba en pañales y los territorios ignorados vivían sus ciclos evolutivos al margen de la maquinaria dominante. Ahora, aparentemente el poder se ha multiplicado en proyección geométrica hasta alcanzar, a través del dinero, la mayor opresión jamás conocida.

Esa tiranía moderna debe ser seguramente ciega, como la avaricia, tanto como para no ver que el juego creado tiene un límite natural, pues no hay búnker, muralla o refugio atómico para detener el bramido de la supervivencia o la expansión de los efectos de la exclusión, sea en forma de fundamentalismos cavernarios, grandes migraciones o pandemias desbordadas.

Y es que la simpleza es el otro factor clave de la balanza ecológica que precipita la caída cantada, a menos que la inteligencia retome sus herramientas y ajuste las tuercas necesarias para poner en orden un bien común con que asegurar el futuro de todos.

Y llegó el Séptimo

Aplaudo sin reservas la decisión del presidente de los Estados Unidos de tomar la iniciativa en la lucha contra la epidemia del ébola en África Occidental. Esta vez parece ser que Washington sí deja de lado sus intereses económicos y hegemónicos para intentar frenar una emergencia que se ha extendido como la pólvora, sobre todo en tres países de esta parte del continente, toda vez que la alarma ha cogido con el paso cambiado a Europa, la ONU y sus agencias competentes.

Obama ha anunciado que enviará 3.000 militares para combatir contra la carencia de medios sanitarios, la desorganización de las campañas locales y la poca prevención de las comunidades afectadas, que son precisamente el caldo de cultivo para los contagios masivos que han producido hasta la fecha unas 2.800 víctimas mortales y cerca de 6.000 casos confirmados. 

Los soldados de EEUU desplegarán sus operaciones desde una base instalada en Liberia, que es, junto a Guinea (Conakry) y Sierra Leona, donde se ha extendido el virus con mayor facilidad, y también, posiblemente, porque representa a una legendaria comunidad de ex colonos negros norteamericanos que se liberaron de la esclavitud, fundaron esa república y durante mucho tiempo se llamaron a sí mismos americanos frente a sus vecinos sierraleoneses, también anglófonos.

En esta ocasión el Pentágono actuará como puente de mando desde una distancia de varios miles de kilómetros para enviar las ordenes pertinentes y organizar las tropas no para ninguna invasión, bombardeo o labores de inteligencia con que derrocar a caudillos incómodos, sino para realizar tareas de logística, ingeniería o de coordinación de los envíos de suministros.

Hay al menos un precedente reciente en la memoria colectiva de una actuación similar en la catástrofe de Haití de 2010, generada por el terremoto que la sacudió y que provocó unos 200.000 muertos, además de un caos del que todavía no se han repuesto sus habitantes.

Omito los números y las acciones previstas en el despliegue estadounidense, pero responde por lo visto a una iniciativa decidida y muy solvente que podría dar sus frutos en un plazo de tiempo menor de lo esperado, dadas las características del fenómeno, que parece responder más a carencias que a virulencias. 

Ojalá que nuestros vecinos liberianos, sierraleoneses y guineanos puedan pronto retomar el pulso de sus propias historias que apuntaban, antes de llegar el ébola, a un desarrollo esperanzador de sus formas políticas y económicas, como también lo indican las tendencias de evolución de la mayoría de los países de la región. Dios quiera que esta vez el Séptimo de Caballería sí culmine con éxito su enésimo desembarco.

Elefante blanco

El continente vecino no es nunca lo que parece, ni en su tamaño, ni en su dimensión interétnica o social, ni en los acontecimientos que lo atraviesan a diario. Desde la antigüedad sus territorios han permanecido indelebles pero lejanos, cuando no sumidos en la niebla o en las tormentas de los desiertos, fenómenos de lo que saben guarecerse los nativos de las selvas o los camelleros del Sahara, ese inconmensurable mar de arena que solo ellos atraviesan con dignidad para seguir besando el sol de cada mañana. 

Todo parece gigantesco en sus sabanas o en las aguas generosas de sus grandes ríos, cascadas y lagos, bordeados de caminos, montañas, veredas solitarias y aldeas que esperan la llegada del griot, el portador de la historia milenaria de los pueblos y de los héroes de las leyendas, casi siempre trenzada con los espíritus vivos de los árboles, de los animales y de los antepasados, todos en uno. 

África sigue siendo colosal, y prueba de ello es el desconocimiento del mundo desarrollado sobre su naturaleza y sus extensiones a pesar de los satélites que toman fotos desde el espacio para escanear sus muchos recursos. Los años que dedicaron los exploradores para cartografiar sus geografía o para someter a los indígenas y extraer sus piedras y metales preciosos no han servido de mucho, ni los ingenios de hoy, para captar la justa definición de la multiplicidad africana. Más bien todo lo contrario.

El auténtico viejo continente, con el permiso del eurocentrismo de última hora, sigue ofreciendo riquezas a puñados dentro de la tierra, bajo el océano, en sus tupidos bosques, en sus humanidades y en sus misterios a raudales. Misterios que llevan grabados en sus ojos los náufragos que llegan a las costas de Europa urgidos por un mundo mejor que no existe, engañados por las ondas que no se ven, que no se escuchan, hasta que invaden sus remotos hogares a través de las parabólicas y despliegan todos los trucos obsesivos de prestidigitador occidental que monta el elefante blanco y viste una armadura repleta de destellos que hipnotizan en forma de automóviles, lavadoras, metros cuadrados y vidas irreversibles.

Cuando han dejado a sus familias y la niñez atrás, los jóvenes africanos se empeñan en tocar con sus manos las promesas lejanas para llevarlas de vuelta a las leyendas de sus abuelos, para ungirlos con ellas y rescatarlos del pasado, y para que el griot las narre a los nietos que vendrán, en esa cadena ancestral que baña todo el continente, al que estamos empeñados en simplificar y reducir a una cabeza de caballo que mira hacia el sur. 

África nos observa, pero lo hace desde dentro, como guardianes de una esencia que ya se evaporó en el resto del planeta y que aguarda pacientemente la eternidad.

Ébola

La realidad es tozuda. No espera a nadie ni atiende a conveniencias u olvidos, como podría interesar al rico que mira con tedio al pordiosero que suplica cada día en el pórtico de la iglesia. 

Una vez más el orden establecido en el mundo se manifiesta en ese escenario africano tan cercano a las islas a través de un nuevo hecho que viene a confirmar la deriva de la Humanidad en este principio de siglo, y a la que ya el sabio Stephen Hawking ha puesto fecha de caducidad: Si en cien años -ha dicho el reconocido científico británico- el ser humano no da con un nuevo planeta al que trasladarse, se extinguirá por los efectos de la contaminación y el cambio climático de la Tierra.

No es que asuste solo tal aseveración, seguramente bien refutada con la lógica matemática que caracteriza al autor, sino sobre todo la impertérrita ausencia de una reflexión en consecuencia de los que manejan los hilos del progreso, es decir, los grandes grupos económicos e industriales que devoran no ya al propio hijo, como el dios Saturno, sino también el cuerpo que les sostiene y les proporciona respiro (eso sí, con el resto de los humanos atados en fila hacia el borde del abismo, como en el cuadro “La parábola de los ciegos” de Peter Brueghel el Viejo).

Y es que a pesar de los avances tecnológicos, impensables hace tan solo dos décadas, seguimos viviendo en mundos estancos, y lo que le ocurre al vecino, en esta pequeña bola suspendida en un equilibrio crítico universal, no parece ir con nosotros, como si al final no dependiéramos todos de la misma atmósfera y de los mismos océanos y mares.

La irrupción tremebunda del Ébola ha servido para constatar de nuevo que si una plaga, letal para unos pocos, afecta a cuatro o cinco estados de los 54 que conforman África, los voceros lo catalogan de epidemia continental y, por tanto, un alivio, oiga, por su precisa delimitación. Como lo es también que las ciudades de Occidente estén tan bien equipadas que el bicho en cuestión se convierte en una simple anécdota acorralado por los controles sanitarios mínimamente desarrollados, si regresa algún paisano infectado, como así ha ocurrido, o porque se aplica el compuesto de turno que cura en unas pocas horas en esta parte de la muralla.

El Ébola, con mayúscula, como te obliga a ponerlo el corrector de textos, pues ni siquiera está normalizado en el lenguaje, es como un vestigio prehistórico o alienígena que solo es hábil para atacar, someter y fulminar en el ámbito de la pobreza y también, matemáticamente, para poner de relieve una vez más lo injusto de este mismo orden mundial que se ahoga a cada paso en su propio detritus.

El mal del vecino, del hermano, del humano, o es de todos o acabará con todos, y no me refiero al virus, sino a la ceguera egoísta y cortoplacista del imbécil, rico, claro.