Si tengo ganas de volver pronto a Senegal es para
sumergirme en la nueva autopista de peaje de entrada y salida de la capital,
inaugurada por su presidente, Macky Sall, el pasado mes de agosto. Después de
ocho años, desde que el viejo Wade depositara la primera piedra en 2005, esta
gran infraestructura no solo ayudará a aliviar las largas colas que se habían
convertido en señas de identidad de la trepidante Dakar, con unos 100.000
vehículos diarios en sus calles, sino que es también el primer eslabón de una
cadena mucho más ambiciosa que desembocará en la futura vía Trans-África hasta
la capital económica de Nigeria, Lagos; un macroproyecto de más de 4.000
kilómetros de asfalto que atravesará algunos de los países que conforman la
Comunidad Económica de Estados de África Occidental, como Gambia, República de
Guinea, Guinea-Bissau o Malí; todo ello auspiciado por el Banco Africano de
Desarrollo (BafD) en torno a una gran actuación denominada Programa de
Desarrollo de Infraestructuras en África. Pero si nos quedamos en la mítica
ciudad de la península de Cabo Verde, y nos olvidamos de que asimismo fue el
mayor centro de tráfico de esclavos hacia toda América, sobre todo desde la
pintoresca y breve isla de Gorée, esa conurbación de más de dos millones y
medio de habitantes representa la gran puerta entrada de mercancías para toda
la región del occidente africano desde su imponente puerto, una enorme bahía de
perspectivas casi inasibles, y un tránsito incesante de cargas que se
eternizaba estrangulado por el istmo que lo une al continente y que se había
convertido en una prueba insoslayable de la infinita paciencia de los
“dakaroises”. El río espeso de vehículos ha sido también toda una experiencia
para los que disfrutamos en Senegal, precisamente porque, tras la pertinente
adaptación de los tiempos occidentales a la arena africana, se desplazaba, como
en un “traveling”, a través de las existencias de las diferentes comunas que se
alongaban hasta las ventanillas del coche, un panorama en movimiento plagado de
imágenes realmente curiosa e indelebles. Esos 32 kilómetros se convertían
paradójicamente en una odisea vertiginosa acompasada por el zigzag imposible de
la circulación en las grandes ciudades africanas, una distancia que suponía
antes, con suerte, unos 90 minutos de recorrido y que se puede cubrir ahora en
apenas 15. Eso sí, está por ver si los senegaleses aceptan la fórmula de peaje
como animal de compañía, aunque los técnicos cuantifican el ahorro en unos
siete litros de gasolina y la tarifa ha sido estipulada, según la compañía
concesionaria, en base al poder adquisitivo del país; y si el jolgorio de las
bocinas abandona definitivamente la Dakar moderna que se avecina. En cualquier
caso, es un hecho que África camina cada vez más deprisa.