Náufragos


Las revueltas del Norte de África están provocando experiencias recordadas y no muy lejanas en Canarias, como las que sufren estos días miles de emigrantes en el Mediterráneo que, para huir de las situaciones insostenibles en sus respectivos países, se adentran en el mar en sus barquichuelas a la búsqueda de un mundo mejor. Mientras tanto, las autoridades europeas se empeñan en cifrar el número de víctimas como si estuvieran contando los pollos de una granja, sin apenas una mínima reflexión humanitaria aparente o ni siquiera ponerle rostro a la tragedia.

Me llama mucho la atención que, a lo sumo, la actualidad haya estado centrada en la ejecución de Bin Laden, a manos de un comando estadounidense en Pakistán, a través de un rosario de contradicciones, desmentidos y argumentos más o menos vacuos en torno a la catadura moral del acontecimiento, y a la campaña de acoso y derribo de otro sátrapa del planeta, como es el libio Gadafi, que se esconde en los agujeros que dejan las bombas de la OTAN en Trípoli; cuando no en la crisis económica que sacude el gran casino internacional y que repercute de inmediato en esos oráculos del capital denominados Bolsas de Valores.

Las discusiones de los plató de televisión y de las radios nacionales han sido enfocadas hacia los problemas de Europa para tratar de atajar la debacle financiera que atraviesan sus países periféricos, las dudas que gravitan sobre la moneda única para que pueda seguir siendo el refugio de la Unión y, como no, los discursos aburridos, desacreditados y repetitivos de nuestros políticos en la presente campaña electoral.

Además de todo eso, y obviando lo del terremoto fatal de Lorca, se habla de que Alemania, Francia e Italia, espoleados por Dinamarca, revocarán parte del Tratado de Schengen para blindar las fronteras exteriores y apuntalar las murallas de una Comunidad que, de seguir así, terminará cerrada a cal y canto y mirándose al ombligo, es decir, a Bruselas, para no ver ni ser testigo de lo que las aguas arrastran a sus orillas y que representa la nata descompuesta de las castas de desheredados que se han alimentado hasta la fecha de las migas que han caído del banquete que hemos devorado.

Pero si algo me ha sobrecogido ha sido la polémica en torno a la denuncia de un clérigo árabe que desde Italia aseguraba que uno de los supervivientes de una barca con 72 emigrantes indocumentados en el Mediterráneo, de los que fallecieron 61, había dicho que fueron avistados por barcos de guerra y helicópteros que omitieron el deber marítimo de auxiliarles. El debate se centró inmediatamente en un choque de declaraciones entre los portavoces de los países cuyas armadas integran la OTAN y en las declaraciones de una alta representante desmintiendo esa posibilidad, aunque también supuso para los profesionales de la información evaluar la deontología del periódico británico que destapó el suceso en los términos que lo hizo.

Eso sí, no he oído a nadie que haya cuestionado todavía en todos esas diatribas públicas las razones que hacen que por el mismo mar -que no océano- circulen soberbios trasatlánticos de recreo, imponentes portaaviones y buques militares al mismo tiempo que ínfimas naves artesanales cargadas hasta los topes de harapientos náufragos que huyen de la pobreza y del horror causado por unas reglas del juego en las, que por lo visto, nuestras sociedades del bienestar no quieren ni pensar.

Axiomas olvidados


A veces se discute sobre la existencia o no del pensamiento africano como se hacía en el medioevo del sexo de los ángeles, y eso ocurre seguramente por lo poco que sabemos de ambos, y también porque la escritura en las regiones subsaharianas parece ser un fenómeno relativamente reciente. No hace falta remontarse muy atrás cronológicamente para encontrar las fuentes literarias de las que se nutren los autores contemporáneos que escriben ensayos, novelas o poesía, y se consideran clásicos, entre otros, a Senghor, Césaire, Nkrumah, Cabral, Fanon o Nyerere, fallecidos algunos de ellos hace tan sólo una decena de años.

Una de las claves de la irrupción tardía de las letras africanas en Occidente viene dada por la tradición oral, que ha jugado un papel casi fundamental en el legado de las sucesivas generaciones a lo largo de los siglos en el continente vecino, y también porque, tras la colonización, los intelectuales tomaron la senda de la literatura para reivindicar, a veces, “la negritud”, concepto acuñado por Senghor, y para intentar satisfacer casi de forma obsesiva la necesidad de encontrar una identidad general propia como razón de ser del africano frente al mundo desarrollado.

Tampoco es casual que entre los nombres aquí invocados estén nada menos que el de tres presidentes de sus respectivos países, el propio Senghor, de Senegal, Nkrumah, de Ghana, y Nyerere, de Tanzania; y esto es así porque normalmente se podría admitir que la occidentalización del pensamiento africano vino servida durante el siglo pasado por la impronta llevada a sus comunidades por muchos de los que estudiaron en Europa y mimetizaron la política y los sistemas progresistas desde su condición de inmigrantes en sus metrópolis.

No obstante, muchas veces la obra literaria africana se me antoja, cuando no dispersa, sí imbricada a un proceso de autoreafirmación constante que choca, de una parte, con la incomodidad de estar pisando un terreno ajeno en la concepción del discurso para no desgajarse de otras civilizaciones imperiosas aunque lejanas y, como contrapartida, con la urgente necesidad de construir una plataforma ideológica lo bastante sólida para gritar al mundo la concurrencia de una historia complementaria que debe ser respetada por el extranjero, y que representa un contrapunto visionario al mundo actual, materialista y depredador de las culturas y la naturaleza.

Lo cierto es que tengo que reconocer que ahora mismo no estoy seguro si hay más autores que escriben sobre África dentro o fuera del continente, es decir, si son más los africanos que hablan sobre su pensamiento o son los europeos los que tratan de desentrañarlo. Conviene añadir que afortunadamente comienzan a despuntar estudiosos en España, como Ferrán Iniesta, Albert Roca, Jokin Alberdi, Soledad Vieitez o Alfred Bosch, entre otros.

En última instancia, sí que está claro que el pensamiento africano es autónomo y representa otra forma de entender la vida al margen de las globalizaciones y las servidumbres de las sociedades del “bienestar” que nos empujan a todos a alienarnos de nuestros sueños, en un mundo cada vez menos contemplativo e inmediato. De ahí que tampoco estaría mal bajarnos del cadalso en el que estamos instalados para abrirnos a los axiomas que proceden de la antigüedad que hemos perdido y que siguen impregnando, como en un túnel del tiempo, el presente del continente vecino.