Amina
revolvió sus ropas hasta encontrar el shador celeste que siempre le había dado
suerte. Lo iba a necesitar más que nunca. El pequeño Ben dormía plácidamente en
la sombra del patio que vigilaba a través de la ventana. Le preocupaba su
extrema delgadez, como la de todos los niños que veía cuando lo llevaba a la
escuela coránica para que se acostumbrara a las voces y cantos de los que iban
a crecer con él y construir un Níger fuerte. La sequía ya no era estacional,
sino un permanente látigo que se sumaba a la absoluta escasez de alimentos, que
no daba ni para rellenar los senos de las madres con que amamantar a los bebés
que llegaban a esta Agadez olvidada y rodeada de desiertos. La situación hacía
tiempo que era insoportable. Sus enormes ojos negros recorrieron las colinas
que esculpían el horizonte, un panorama yermo, calcinado por el sol, sin una
brizna vegetal que contraponer al desamparo. Y encima la mayoría de los hombres
había desaparecido, cierto que algunos se fueron con otras mujeres, pero casi
todos partieron tras las cédulas yihadistas que les prometieron la protección
de Alá y el poder de las armas, los saqueos y el nuevo imperio del Islam. La
noche anterior había ultimado los preparativos con las otras mujeres de la
aldea. No había vuelta atrás. Su hermano Seku las iba a ayudar. Había logrado
conseguir dos camiones y reclutado a otros seis compañeros, amigos de la
infancia, para trasladar a los 48 niños y 32 mujeres a través del Sahel hacia
Argelia. Era preciso abandonar aquella tierra habitada durante siglos por los
pueblos zarma, songhai, fulani y tuareg, y que tanta dulzura y recuerdos tiernos
le sugerían ahora, que tenía que dejarla. La bocina del camión le devolvió a la
realidad. Despertó a Ben, que la miró empañado todavía por el sueño y la
debilidad, lo ató a su espalda, se acomodó su pañuelo y salió en busca de su
destino. Pronto estuvieron en medio de la nada. Los niños entonaban una canción
que hablaba de estrellas, de miel, de leche y ovejas blancas como las nubes.
Las madres se miraban con una mezcla de esperanza y preocupación. Y ocurrió de
pronto, tras cinco horas de camino. Era de esperar. Aquellos camiones eran un amasijo
de chatarra sobre ruedas. El motor se paró. Así, sin más. El calor apretaba y
era urgente que los niños no se deshidrataran. Resolvió Alí, el chófer tuareg, volver
para buscar ayuda y agua. El resto esperaría su regreso. Las mujeres y hombres
formaron un gran círculo con los pequeños en el centro, sentados, cubiertos con
todas las telas que fueron capaces de reunir, en medio de los cantos infantiles
y de los rezos callados, que fueron apagándose lentamente, poco a poco,
horneados hacia una vigilia blanquecina en principio, oscura más tarde. Amina
despertó una vez más y cogió a Ben entre sus brazos, miró su carita quemada y
su sonrisa de ángel que la invitaba a seguirle por fin al paraíso.