Dakar, ciudad abierta


Tras un viaje en avión de poco más de dos horas desde el aeropuerto de Gando, el viajero está en Dakar, la capital de Senegal, una ciudad que combina los avances más sofisticados de Occidente con los vestigios del África profunda, y en la que residen más de un millón y medio de habitantes. La impresión de aquél que la pisa por primera vez es, por encima del resto de los aspectos, la de haber aterrizado en un enclave con una cantidad desbordante de humanidad que deambula por las calles.

Su puerto ha sido tradicionalmente uno de los más importantes del continente y marca
el carácter abierto de sus gentes y el trajín de mercancías de todo tipo que transita hacia otros puntos interiores del país y de la región, confiriendo así a la metrópoli una vitalidad exultante. La ciudad moderna crece casi de inmediato ante los límites de los muelles y en torno a su plaza más importante, la de La Independencia, donde se ubican gran parte de los bancos, hoteles, restaurantes de lujo y comercios de corte occidental, además del Palacio Presidencial, flanqueado por su impecable guardia roja, el Ayuntamiento y el resto de sedes del Gobierno, Ministerios, embajadas y otros organismos nacionales e internacionales.

El tránsito por la ciudad lleva aparejado el aparente caos africano y un tráfico intenso y dislocado de coches, conformado por taxis desvencijados que compiten con autos de lujo y, últimamente, limusinas de corte chino y guaguas de marca hindú, todo ello en el cauce de un caudaloso río de viandantes y estáticos vendedores de cachivaches, imitaciones de objetos de marca, textiles y artesanía repetida hasta la saciedad.

El crisol humano de la capital senegalesa es el producto de su condición de cruce de caminos, tanto hacia dentro como hacia fuera del continente, y representa así una variedad interminable de etnias, ropajes y atrezos dignos de algún fotograma de cualquier película de Spielberg. Caminas por las calles y vas sorteando a estudiantes multirraciales que salen de los colegios, puestos de alimentos u otros productos instalados en el suelo, musulmanes que rezan sobre una esterilla, de cara a La Meca, otros que se lavan, otros que cocinan, otros muchos que quieren venderte algo, y muchos otros que parecen esperar pacientemente a no se sabe qué cosa.

Todos los planos conviven en Dakar, el de los potentados, con sus grandes muestras de ostentación; el del visitante, con su cámara de fotos siempre dispuesta; el del ejecutivo vestido a la occidental, y el de las tribus urbanas diversas que se extienden hacia unos muy cercanos arrabales, donde se encuentran las orillas de la gran pobreza, fruto del olvido y de la necesidad impuesta por los imponderables de este mundo.

Esto último no quiere decir que la ciudad no rebose de alegría y cordialidad y que no ofrezca al turista miles de dimensiones distintas como para pasar unos días diferentes y apasionantes, con la experiencia que otorga el dar uno de los saltos más increíbles entre el mundo desarrollado y el ancestral, el que guarda todavía la pátina de la eternidad entre sus sorprendentes recovecos.