Liberia


El nombre de la capital de Liberia, Monrovia, me lleva a los recuerdos de mi niñez directamente. Allí estuvo mi progenitor mucho tiempo trabajando como marino y armando poco a poco lo que después fundaría aquí, una empresa de importación y exportación. Corrían los años sesenta, que me retrotraen casi a las imágenes en blanco y negro de las fotos de la época, de las que todavía conservo un conjunto de ellas, casi desvaídas, con los bordes mordidos al uso y una emulsión muy brillante, y en las que se ven escenas de aquella Liberia de hace casi de medio siglo. Sin saberlo entonces se estaba cociendo el germen de mi sentimiento posterior por África a través de los muchos objetos que se combinaban en mi casa con otros tantos de nuestra propia cultura. Monrovia evoca toda esa sucesión de planos que me llevan a visualizar de nuevo el enorme cuerno de elefante de la sala o las máscaras, tallas y otras artesanías que todo el que viaja al continente se trae inevitablemente como si de tesoros se tratara. Hasta llegamos a compartir el hogar con un chimpancé liberiano llamado Susi, que tuvimos que regalar con gran pesar a un zoológico privado porque a todas luces no estábamos en África, aunque nos empeñáramos.
La historia de Liberia es ciertamente rocambolesca y su nombre, que quiere decir “La tierra libre”, responde al intento de la Sociedad Americana de Colonización hacia 1800 de establecer un lugar donde enviar a los afroamericanos liberados, que declararon su independencia en 1847, si bien nunca llegaron a perder sus costumbre ni identidad y chocaron con las poblaciones nativas, a quienes miraban como inferiores. El devenir de los acontecimientos pasa por revueltas y sangrientas guerras fraticidas en el intento de alcanzar una propia nacionalidad compartida entre los negros americanos, establecidos en el litoral, y los naturales, del interior, así como la lucha por permanecer en pie durante el reparto del continente en la época colonial, sobre todo por parte del Reino Unido y Francia, que se anexionaron una parte sustancial de sus territorios.
En el camino también quedó el ejercicio de la influyente compañía norteamericana Firestone, que estableció allí en los años veinte una enorme plantación que a la postre se tradujo en el sometimiento económico de la joven república, aunque tras la segunda guerra mundial Estados Unidos intentara deshacer el entuerto proporcionando importantes ayudas económicas y asistencia técnica al país; o también los ecos suprematistas de la guerra fría entre Washington y Moscú, los sucesivos golpes de estados acaecidos en los años 80, y las elecciones de 1985, ganadas por el sargento mayor Samuel Doe, en un tormentoso mandato con más de 2.000 muertos, quien posteriormente fue asesinado por los milicianos de Yomie Jonson, a lo que siguió la cruenta insurrección de Charles G. Taylor, animada, como no, por Gaddafi.
Hoy en día, Liberia, después de todos esos avatares y otros muchos, está presidida por Ellen Jonson Sirleaf, economista graduada en Harvard y la primera y única mujer en acceder a una jefatura de un estado en todo el continente negro, desde que fue elegida contra todo pronóstico en 2005, tras pugnar por el cargo con el futbolista internacional George Weah, que era el favorito. Lo cierto es que con su mandato el país parece haberle ganado la partida a las revueltas y embocar una transición hacia la democracia sin sobresaltos, con lo cual puede ser que estemos asistiendo al sueño de los liberados americanos de 1800 de establecer una nación de retornados en el continente después de más de dos siglos de espera.

La Negritud


La verdad de África, de sus múltiples dimensiones, está todavía generándose en los entresijos de nuestra propia cultura. Se revela cuando menos lo espera uno en los planos afilados de una máscara o talla de ébano, en las escenas coloristas de las pinturas o telas o, como en este caso, entre las páginas de un libro, como “Historia de la literatura Negroafricana”, de Lilyan Kesteloot, la hija del capitán de un barco a vapor que navegaba por el río Congo y que ha dibujado en sus muchas páginas los orígenes relativamente recientes de las letras del continente cercano.
El volumen, traducido por Casa África, cuenta cómo junto a las vanguardias históricas de principios del pasado siglo en París, primero el dadaísmo y después el surrealismo, de Tristan Tzara y André Breton, respectivamente, convivieron personalidades y movimientos que pretendieron ingresar la identidad negra como un valor diverso y alternativo a lo establecido en la sociedad de la época, paralelamente a la sacudida enérgica y rebelde a las “buenas costumbres” que propinaron, como una patada en el trasero, los dadaístas en su ya mítico Manifiesto de 1918.
Aimé Cesaire, Emmanuel Dongala, Leopoldo Sédar Shengor o Cheikh Hamidou Kane, entre otros, son considerados ya clásicos en el panorama de la literatura mundial, pero en esa época eran jóvenes emigrantes que vivieron el ostracismo sistemático acotado por los blancos, es decir, la aceptación obligada de la superioridad axiomática de la raza por antonomasia del planeta, y que se traducía en citas que calificaban el orden establecido como un “abominable sistema de imposiciones y restricciones, de exterminación del amor y de limitación de los sueños, generalmente conocido como civilización occidental”.
Fue por esa época cuando surgió el movimiento de la Negritud, fundado por Senghor, Césaire y Damas, que otorga una forma de ser propia a los africanos y sus descendientes -a los continentales y a los de la diáspora esclavista hacia América y Europa- y dignifica esa cualidad, que no defecto. Por extensión valora como legítimas, y tan válidas como cualquier otra, sus costumbres y manifestaciones intelectuales, creativas y artísticas; en una razón de ser bien construida y consecuente con la propia historia de los pueblos de donde procedían.
Hoy en día África cuenta con literatos premiados por el Nóbel, artistas musicales y plásticos internacionales de primera magnitud, notables intelectuales y estadistas en la mayoría de los foros del planeta, e incluso un presidente en la primera potencia mundial, eso sin contar con los deportistas que a menudo constituyen la columna vertebral de los equipos más renombrados en cualquiera de las disciplinas de las que se trate a lo largo de todo el orbe.
Llegará un día en que la negritud no sea un lastre para las razas africanas, sino una garantía de muchos de los valores y cualidades que las civilizaciones occidentales han dejado por el camino a lo largo de su archiconocida carrera hacia lo que es hoy en día la globalización. Atrás quedaron los eufemismos no tan lejanos del “moreno” y el “hombre o la mujer de color” para evitar llamar por su nombre al negro, acepción de la que ellos nunca han dejado de estar orgullosos.

Pensamiento y literatura

A veces se discute sobre la existencia o no del pensamiento africano como se hacía en el medioevo del sexo de los ángeles, y eso ocurre seguramente por lo poco que sabemos de ambos, y también porque la escritura en las regiones subsaharianas parece ser un fenómeno relativamente reciente. No hace falta remontarse muy atrás en el tiempo para encontrar las fuentes literarias de las que se nutren los autores contemporáneos que escriben ensayos, novelas o poesía, y se consideran clásicos, entre otros, a Senghor, Césaire, Nkrumah, Cabral, Fanon o Nyerere, fallecidos algunos de ellos hace tan sólo diez años.

Una de las claves de la irrupción tardía de las letras africanas en Occidente viene dada por la tradición oral, que ha jugado un papel casi fundamental en el legado de las sucesivas generaciones a lo largo de los siglos y los milenios en el continente vecino, y también porque, tras la colonización, los intelectuales tomaron la senda de la literatura para reivindicar, a veces, “la negritud”, concepto acuñado por Senghor, y para intentar satisfacer casi de forma obsesiva la necesidad de encontrar una identidad general propia como razón de ser del africano frente al mundo desarrollado.

Tampoco es casual que entre los nombres aquí invocados estén nada menos que el de tres presidentes de sus respectivos países, el propio Senghor, de Senegal, Nkrumah, de Ghana, y Nyerere, de Tanzania; y esto es así porque normalmente se podría admitir que la occidentalización del pensamiento africano vino urgida durante el siglo pasado por la impronta llevada a sus comunidades por muchos de los que estudiaron en Europa y mimetizaron la política y los sistemas democráticos desde su condición de inmigrantes en sus metrópolis.

No obstante, muchas veces la obra literaria africana se me antoja, cuando no dispersa, sí imbricada a un proceso de autoreafirmación constante que choca, de una parte, con la incomodidad de estar pisando un terreno ajeno en la forma de concepción del discurso y en la manera de querer trascender a otras civilizaciones muy lejanas y, como contrapartida, con la urgente necesidad de construir una plataforma ideológica lo bastante sólida para gritar al mundo la existencia de una historia digna e interesante que debe ser respetada por el extranjero y que representa un contrapunto visionario al mundo actual, materialista y depredador de las culturas y la naturaleza.

Lo cierto es que tengo que reconocer que ahora mismo no estoy seguro si hay más autores que escriben sobre África dentro o fuera del continente, es decir, si son más los africanos que hablan sobre su pensamiento o son los europeos, sobre todo franceses, belgas o británicos, los que tratan sobre temas africanos. Conviene añadir que afortunadamente comienzan a despuntar estudiosos en España, como Ferrán Iniesta, Albert Roca, Jokin Alberdi, Soledad Vieitez o Alfred Bosch, entre otros, de las universidades catalanas, andaluzas o vascas.