La realidad es tozuda. No
espera a nadie ni atiende a conveniencias u olvidos, como podría interesar al
rico que mira con tedio al pordiosero que suplica cada día en el pórtico de la
iglesia.
Una vez más el orden establecido en el mundo se manifiesta en ese
escenario africano tan cercano a las islas a través de un nuevo hecho que viene
a confirmar la deriva de la Humanidad en este principio de siglo, y a la que ya
el sabio Stephen Hawking ha puesto fecha de caducidad: Si en cien años -ha
dicho el reconocido científico británico- el ser humano no da con un nuevo
planeta al que trasladarse, se extinguirá por los efectos de la contaminación y
el cambio climático de la Tierra.
No es que asuste solo tal aseveración,
seguramente bien refutada con la lógica matemática que caracteriza al autor,
sino sobre todo la impertérrita ausencia de una reflexión en consecuencia de
los que manejan los hilos del progreso, es decir, los grandes grupos económicos
e industriales que devoran no ya al propio hijo, como el dios Saturno, sino también
el cuerpo que les sostiene y les proporciona respiro (eso sí, con el resto de
los humanos atados en fila hacia el borde del abismo, como en el cuadro “La
parábola de los ciegos” de Peter Brueghel el Viejo).
Y es que a pesar de los
avances tecnológicos, impensables hace tan solo dos décadas, seguimos viviendo
en mundos estancos, y lo que le ocurre al vecino, en esta pequeña bola
suspendida en un equilibrio crítico universal, no parece ir con nosotros, como
si al final no dependiéramos todos de la misma atmósfera y de los mismos océanos
y mares.
La irrupción tremebunda del Ébola ha servido para constatar de nuevo
que si una plaga, letal para unos pocos, afecta a cuatro o cinco estados de los
54 que conforman África, los voceros lo catalogan de epidemia continental y,
por tanto, un alivio, oiga, por su precisa delimitación. Como lo es también que
las ciudades de Occidente estén tan bien equipadas que el bicho en cuestión se
convierte en una simple anécdota acorralado por los controles sanitarios
mínimamente desarrollados, si regresa algún paisano infectado, como así ha
ocurrido, o porque se aplica el compuesto de turno que cura en unas pocas horas
en esta parte de la muralla.
El Ébola, con mayúscula, como te obliga a ponerlo el
corrector de textos, pues ni siquiera está normalizado en el lenguaje, es como
un vestigio prehistórico o alienígena que solo es hábil para atacar, someter y
fulminar en el ámbito de la pobreza y también, matemáticamente, para poner de
relieve una vez más lo injusto de este mismo orden mundial que se ahoga a cada
paso en su propio detritus.
El mal del vecino, del hermano, del humano, o es de
todos o acabará con todos, y no me refiero al virus, sino a la ceguera egoísta
y cortoplacista del imbécil, rico, claro.