El nombre de la ciudad autónoma de Ceuta ha copado estos
días la actualidad en nuestros medios a través de ríos de tinta, discursos diarreicos
y no pocas sobreactuadas lágrimas. Reconozco que muchas veces me ha pedido el
cuerpo cambiar de canal o pasar la página porque he sentido literalmente
nauseas. Y también remordimiento por sentirlas. Así que he patinado encima de
tanta expresión vacua, he huido de la hipocresía y he cortado el conducto. Y lo
digo secamente. Porque pienso que, con el ruido del ventilador mediático, donde
el rigor, la deontología profesional y los principios del oficio periodístico han
pasado de moda para dar credibilidad a todo tipo de intereses en el que la
verdad termina siendo la bola del trilero; esa repentina compasión por los
cuerpos de una quincena de desarrapados relegados al ostracismo es como un
terrón de serrín. En unas pocas horas los desfalcos, las tramas bancarias, los
trabalenguas independentistas, las zancadillas partidarias, las trifulcas
petroleras, los agravios turísticos y los dioses futboleros volverán a llenar
de colorido nuestra rutina cotidiana, eso, claro, si no hay nuevos
acontecimientos en las fronteras del sur, que los habrá. El mundo que hemos creado
entre todos no se arregla en 24 horas, y si muchos de los que ahora se rasgan
las vestiduras por la brutalidad policial en la frontera africana española imaginaran
que solo se trata de la espuma de una gran masa humana que se desborda para no
morir, y no de la anécdota de unos cuantos cientos de negros que esperan una
oportunidad desde sus refugios improvisados en los montes marroquíes, quizás
abogarían por exigir a nuestras autoridades invertir allí donde la pobreza se
engulle a sí misma y no en frágiles vallas de cinco metros y en policías
imposibles, convertidos en juguetes en medio de una marea desbocada por los
vasos comunicantes del equilibrio mundial. Antes eran las costas de Canarias,
con el trasiego incesante de las pateras, con las olas infames de la muerte,
las que recibían las señales. Hoy, con las maniobras ilusas de la compra de
voluntades en los países vecinos, la corriente vital ha buscado y hallado una
nueva salida a través del Estrecho, un líquido que no está formado por el rostro
de una quincena de víctimas, sino por el de todo un continente conformado por
millones de personas que se aferran a la existencia. Son las acciones de la
conciencia internacional las que deben cambiar el rumbo de un sistema que se
empeña en ignorar la injusticia y el abuso de los débiles. Son los organismos
multilaterales independientes los que deberían hacer saltar el control de un
modelo atávico de relaciones humanas para encontrar el camino de la
sostenibilidad, la igualdad y el sentido común. Porque al final no habrá
murallas que nos salven de nosotros mismos.