Mediterráneo
No puedo decir que no me
haya causado cuando menos extrañeza unas declaraciones del presidente nacional
de la CEOE, Juan Rosell, esta semana en las que recomendaba a los empresarios
españoles invertir en África. Después del primer sobresalto, posiblemente debido
al cliché ya consolidado del personaje en mi hipotálamo, he tenido que frenar
en seco y girar para observar el fenómeno más de cerca. Efectivamente es él,
junto al ministro Margallo, cuya rima me callo, en un foro sobre la economía del
Mediterráneo Occidental, y lleva, como siempre, las chapetas en sus mejillas y
la mirada a media asta debajo de ese tupé salvaje que debe llenar de envidia a
Montoro, aunque simpaticen. Afirmó el jefe de la patronal que los emprendedores
españoles se van en masa a Sudamérica, como en los tiempos de Colón, cuando
países que se encuentran a menos de 14 kilómetros crecen de tal forma que algunos
hasta pueden duplicar sus PIB de un año para otro, al tiempo que predijo que
queda un camino “impresionante” por recorrer en el continente. Claro que
enfrente estaban, además de nuestro ministro más extrovertido, que no paraba de
repetir que en el ámbito de las infraestructuras España es un país “terminado”,
que no acabado, y que ahora hay que “pagarlo” (el soniquete favorito de Moncloa
y su coro de voces blancas), los representantes oficiales de Marruecos, Argelia,
Túnez y Libia, además de los de Francia, Italia y Portugal. Por lo visto
Margallo estuvo intercalando la cuña de nuestro bagaje constructor permanentemente
a sus colegas africanos para preparar el terreno y, a renglón seguido, sugerirles
la conveniencia de proyectar la gran autopista del sur del Mediterráneo, con lo
que es de suponer que si nuestras ACS, FCC, OHL y otras deslocalizadoras ganan
las licitaciones internacionales sucesivas para tan ambiciosa ejecución, según
sus cálculos, podríamos reunir todo lo que nos hace falta para pagar las
nuestras. La verdad es que yo me imagino a ambas personalidades peninsulares
más embutidas en ropajes y corazas a la conquista del nuevo mundo que en los
hábitos de los exploradores que, como los británicos, portugueses, franceses,
italianos o belgas, trazaron las fronteras y los caminos que hoy cuadriculan el
continente negro. Así y todo, bien es verdad que ya los territorios del norte
de África no son el patio trasero de Europa sino muy probablemente la tierra
prometida en recursos naturales básicos para la sostenibilidad energética e
industrial de los Veintiocho. Eso sí, queda por ver lo que ocurrirá con la Libia
liberada por Occidente y sumida en un nuevo caos islamista, el equilibrio
hermético de Argelia, la incertidumbre civilizada de Túnez, la historia
interminable de Egipto y el eterno amigo marroquí, siempre peleado con sus
vecinos más próximos.
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