Fuga de cerebros





Uno de los retos más importantes a los que se enfrenta África en la actualidad es frenar la fuga de sus cerebros. Se calcula que unos 20 mil profesionales cualificados abandonan cada año el continente, con lo que sus países se quedan sin médicos, enfermeros, economistas, ingenieros, informáticos, profesores universitarios y los maestros que necesita para salir del subdesarrollo en el que se encuentra. Los jóvenes ya no creen ni en sus dirigentes ni en las posibilidades de sus lugares de origen y más de 300 mil titulados superiores ejercen en cualquier otra parte del planeta. Según datos del Banco Mundial, en algunos estados el índice de emigrados supera el 50 por ciento de la población, tal como ocurre con Cabo Verde, Gambia o Sierra Leona. En Sudáfrica, el 37 por ciento de sus médicos y el siete por ciento de sus enfermeros trabajan en Alemania, Australia, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña o Portugal y, según la Organización Mundial de la Salud, hay 38 países con escasez crítica de personal sanitario, sumando un déficit de 2,4 millones de médicos y enfermeros. Son, por ejemplo, menos los médicos nigerianos que prestan sus servicios en Nigeria que en EEUU, que también da trabajo a otros 700 galenos ghaneses. En Malawi, sólo el 5 por ciento de los puestos para especialistas están cubiertos. Aunque el sector sanitario es el más afectado, informes de expertos señalan que el déficit presente de pensadores e intelectuales entorpece el avance de África hacia los buenos gobiernos, una mejor democracia y un mayor respeto por los derechos humanos, y que de esta manera no será posible, ya con toda seguridad, alcanzar los Objetivos del Milenio propuestos por la ONU para reducir la pobreza a la mitad para el año 2015. En cuanto al campo de la enseñanza, este fenómeno agrava el nivel de deterioro de la formación de los jóvenes, con lo cual aquellos que no tienen dinero con que pagar los costosos estudios fuera del continente deben quedarse y recibir los conocimientos insuficientes que imparten un puñado de profesores que no cuentan, en muchos de los casos, con el material de apoyo necesario para una educación de calidad. Que algo está fallando en África es evidente, porque se trata del continente con más recursos naturales del planeta y ofrece magníficas perspectivas económicas a países como China y la India, que demandan importaciones ingentes de materias primas para mantener su crecimiento. Asia recibe ya el 27 por ciento de las exportaciones africanas, cifra que en el año 2000 no pasaba del 14 por ciento. De esas partidas, el 86 por ciento son petróleo y minerales. La paradoja está servida una vez más si se tiene en cuenta que las grandes potencias quieren invertir allí y los jóvenes africanos se ven forzados sin embargo a abandonar sus lugares de origen. A la diáspora se une el desinterés de los gobernantes locales, a quienes incluso les produce alivio quitarse de encima un problema que amenaza con crear tensiones dentro de sus estados, debido a la capacidad crítica de los intelectuales y profesionales cualificados con la gestión de unas políticas planteadas para conservar el poder de los clanes de las clases dominantes y el de sus allegados, otro de los aspectos que esta frenando el avance político, económico y social de la mayor parte de los países africanos. A medida que la clase media se desmorona y contribuye cada vez menos a la recaudación fiscal, al empleo y a la sociedad civil, el continente se expone a ver como sus habitantes se empobrecen cada vez más. La Comisión Económica para África ha advertido recientemente que los gobiernos tienen que asegurar que los especialistas permanezcan en sus países porque, de lo contrario, en un plazo de 25 años, se quedarán sin potencial capacitado para llevar a cabo las urgentes reformas que necesitan para superar la pobreza y el subdesarrollo.

Siembra tecnológica




A medida que el mundo avanza, África retrocede. Esta paradoja parece ser corroborada cada día por las cifras de pobreza creciente que manejan las organizaciones multilaterales y agentes de la cooperación al desarrollo. Sin embargo, el hecho de que esto esté sucediendo en la era de las nuevas tecnologías -un factor que irrumpe en la humanidad con fuerza y que está creando múltiples esferas relacionales sin fronteras- apunta a que todavía no estamos aplicándolas en toda su extensión para el bien común y para equilibrar los desfases que se producen de forma asimétrica debido al flujo dominante de las economías de mercado. Creo firmemente que hoy gozamos de los medios necesarios para revertir gradualmente la deriva crónica de los africanos, y que esas tecnologías de la información y la comunicación son unas herramientas oportunas para llegar a una población caracterizada por una gran masa diseminada, desabastecida, desinformada y no educada en las reglas de las colectividades evolucionadas para interactuar entre sí, en base a bienes, derechos y servicios comunes. Es más, el denso territorio africano puede ser tomado como un laboratorio propicio para las aplicaciones de las energías renovables, en función del gran caudal de horas de sol, vientos y mareas, capaces de proporcionar los medios básicos necesarios para que las comunidades más necesitadas ingresen en la senda de la existencia cibernética. También hay que tener en cuenta que las políticas de cooperación al desarrollo, tal y como las hemos conocido hasta la fecha, con la inversión de importantes cantidades de dinero que suelen quedarse en acciones blandas y marginales o en las manos de las clases dirigentes, han rebotado una y otra vez contra la muralla de la idiosincrasia africana, consolidada en inercias milenarias. Si esto es así, no sería descabellado intentar esa vía alternativa y complementaria de inversiones proporcionadas de capital, de las que podrían beneficiarse empresas de Canarias, para llevar a aldeas señales de lo que ocurre fuera de sus reducidos entornos aislados, e incluso sopesar la posibilidad de programar actividades formativas “online”, como las que despliegan hoy en día centros de estudios de todo el mundo. Todo el que ha visitado algún país del continente vecino sabe que en el lugar más recóndito puede surgir una antena parabólica, una ventana abierta a lo que ocurre en el resto del planeta. Reconozco que sueño con un continente que florece desde las bases poblacionales hacia arriba, y no al revés, porque esas sociedades son eminentemente solidarias, comunicativas y cercanas, y sólo les falta la conciencia del mundo en que vivimos, la cultura del trabajo organizado, la política y la justicia social recíproca, para que en algunos años, con información y formación, despeguen de sus costumbres contemplativas y de su dejación generalizada con las responsabilidades públicas y nacionales. En última instancia, las nuevas tecnologías pueden sortear también la resistencia de las élites dominantes a soltar el control autoritario y alienante para hacer germinar la semilla de una nueva África sobre el terreno, sembrado con inteligencia por un conjunto de avances de ida y vuelta que nos traigan la mirada y el rostro oculto de millones de humanos desheredados del concierto de las sociedades de la comunicación.

La escuelita de Thiaroye





Hay vivencias que merecen ser relatadas como hallazgos especiales. Una de ellas es la que surgió en el barrio de pescadores de Thiaroye-sur-mer, en la capital de Senegal, Dakar. Esperábamos dos colegas –Carlos y Estela- y yo a que se iniciaran las sesiones de unas jornadas sobre emigración para concienciar a la población del drama de los cayucos, en las primeras horas de una mañana luminosa y limpia de febrero. El cronómetro africano es distinto al occidental, por no decir que ni siquiera lo es, y una mínima experiencia en el continente te abre los ojos para deducir que un acto nunca empezará a la hora fijada. Decidimos husmear entonces un poco por las polvorientas calles aledañas y darle caña a las cámaras fotográficas. La diferencia entre el centro de Dakar y la periferia, que comienza muy pronto en multitud de pequeños barrios casi idénticos, es el ritmo y la gentileza de sus habitantes. En las afueras, las personas con las que te cruzas te saludan muy amablemente, como si estuvieras en cualquier lugar de los Alpes suizos, mientras que en el “plateau” tienes que ir quitándote de encima a la nube de vendedores que intentan colocarte un rolex de oro. Lo cierto es que nos íbamos adentrando poco a poco en un pequeño mundo de sosiego y paz matinales, con el alivio de no tener que estar a la defensiva con los inquisidores espontáneos, especialmente sensibles a la negociación de una foto. Cada uno por su lado, pero cerca, exploramos patios, placitas y callejones, con la complicidad de la sempiterna costumbre contemplativa de los africanos, sentados en pretiles, a la sombra, o caminando no se sabe hacia donde. De pronto, comencé a oír unos cánticos de niños que procedían del fondo de una de las calles. Los niños en el continente son una bendición; siempre sonríen y te miran con desparpajo; no se asustan ni están traumatizados por las noticias terribles de este occidente enfermo, donde ya casi eres sospechoso por acariciar la cabeza de uno de ellos. Un gran árbol remataba una construcción de dos plantas que llamaba la atención por su cuidada fachada, con unos orificios desde donde surgían los sonidos corales infantiles. También se acercaron mis compañeros. Carlos empujó suavemente la puerta y se abrió ante nosotros una estampa que a mi, personalmente, me llevó muy lejos, a mis recuerdos infantiles. Era una escuelita, una nube blanca repleta de angelitos negros de grandes ojos y sonrisas infinitas que aún no han aterrizado en este mundo que nos ha tocado vivir. Dos elegantísimas maestras cuidaban de ellos, y ni siquiera pararon de cantar cuando vieron aparecer a los tres astronautas con las cámaras en ristre disparando, ahora agachados, ahora apoyados contra las paredes, sus expresiones. Se abrieron y nos dejaron hacer. Pasamos unos momentos realmente jubilosos por vivir algo que nos llenó el alma. Realmente la inocencia todavía existe. Desde entonces, cada vez que veo las imágenes, echo de menos Thiaroye.

Objetivos del Milenio




Naciones Unidas planteó en el año 2000, junto a otras instituciones y colectivos humanitarios, ocho grandes retos para 2015, a la vuelta de la esquina, y los llamó casi ingenuamente los Objetivos del Milenio. Por este orden, erradicar la pobreza severa y el hambre, lograr la educación primaria universal, corregir las desigualdades de género, reducir la mortalidad infantil, mejorar la salud materna, combatir el sida, la malaria y otras enfermedades, y fomentar una asociación internacional para el desarrollo aumentando la cooperación, se convirtió en un compromiso en principio posible. Mientras tanto, un grupo de expertos acreditados respaldaron la iniciativa argumentando que el planeta tiene recursos suficientes para cumplir con ese precepto y que se trataba de unos fines realistas. Sin embargo, los informes no corroboran ese particular, sino que confirman que se ha avanzado más bien poco y que en muchas regiones africanas existen situaciones de emergencias sin precedentes, hasta tal punto que varios países presentan una esperanza de vida en torno a los 33 años, debido sobre todo a la desnutrición y a las insuficiencias sanitarias, una cifra que además supone un claro retroceso con porcentajes históricos. Hoy por hoy, en pleno siglo XXI, el hambre sigue afectando a un tercio de la población global, originada por bajos ingresos y el desigual acceso a los recursos, como la tierra, el agua, los créditos, los mercados y la tecnología. En el África Subsahariana el 35% de sus habitantes sufre malnutrición y, de los 11 millones de niños que mueren cada año en el mundo, un 42 por ciento lo hacen en estas regiones pobres del continente vecino, en tanto que sólo el 1 por ciento corresponde a las poblaciones más desarrolladas. En cuanto a la educación, la tasa de escolarización sigue siendo muy baja y no llega en algunos países al 26 por ciento, mientras que el sueldo de un maestro puede estar en torno a unos 38 euros al mes. También las enfermedades, como el paludismo, la malaria o la tuberculosis, siguen azotando a esta parte del planeta, afecciones que en Occidente son anecdóticas, al igual que el sida, que ha terminado convirtiéndose en una enfermedad crónica en las sociedades desarrolladas gracias a los tratamientos que parece que comienzan a llegar, por fin, al tercer mundo. El dato de que el 90 por ciento de la investigación farmacéutica se dedica a combatir las enfermedades que sufre el 10 por ciento de la población más rica es un claro exponente de la situación. A lo ya expuesto se une al informe elaborado por más de 1.300 expertos de 95 países que, bajo el nombre de Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, responde también a un encargo de la ONU, y que explica que cualquier progreso que se alcance en la consecución de los Objetivos del Milenio probablemente no será sostenible si la mayoría de las materias de las que depende el hombre continúan degradándose. Este último pronunciamiento cierra el círculo del anatema que vive el mundo, donde, de un lado, una pequeña parte de él concentra las riquezas y explota la naturaleza de una forma que pone en un peligro progresivo el equilibrio ambiental y, de otro, son precisamente los más pobres los que padecen los embates de las consecuencias de tal irresponsabilidad, porque son los más desprotegidos y viven al margen de cualquier oportunidad de influir en las decisiones que atañen directamente a sus vidas. Nos encontramos justo en las dos terceras partes del periodo que se marco Naciones Unidas para conseguir esos objetivos y no sólo se ha avanzado, sino que en muchas regiones africanas se ha registrado un claro retroceso que anuncia aún un agravamiento mayor en los próximos años. Si a todo eso añadimos el periodo de crisis financiera internacional por la que atravesamos y que, por lógica, va a afectar en mayor medida a los pueblos subdesarrollados del planeta, ya podemos adelantar que esos ocho retos no serán alcanzado ni por asomo, a no ser que ocurra un muy improbable milagro.

Fronteras




Una sentencia ashanti señala que “por mucho que llueva sobre la piel del leopardo, las manchas nunca desaparecerán”. La configuración política artificial de las regiones africanas, tras la espantada europea entre los años 50 y 60, quedó vista para sentencia en una multitud de etnias, comunidades y pueblos, a veces unidos, otras separados, entre fronteras trazadas con escuadra y cartabón, de tal forma que el continente vecino debe ser el único del mundo, a excepción de EEUU, con países de formas rectilíneas, un mosaico precipitado y enteramente repartido entre las grandes potencias en el pasado sin que nadie se planteara la legitimidad de esa ocupación. Cuando nació la Organización para la Unidad Africana (OUA), allá por el año 1963, una de sus primeras resoluciones fue proclamar la intangibilidad de las fronteras africanas, consagrando de esta forma la desunión de sus comunidades milenarias. El historiador británico Basil Davidson ha llegado a definir el estado-nación como la maldición del hombre negro, mientras que Jean François Vallart, uno de los analistas más elogiados y reconocidos de las realidades subsaharianas, escribe en “L’Etat en Afrique” que los estados actuales no deben ser comparsas decadentes de un Occidente neocolonial, inventos artificiosos e importados de patrones foráneos. La realidad es que nos parece imposible organizar a comunidades humanas de otra forma que bajo ese concepto de estado, que puede ser alienante e inaplicable para civilizaciones antiguas que llevan otro paso y poseen otros valores o medidas, en una fórmula que Max Weber definía como la de “una asociación política forzosa, organizada de forma estable y que mantiene el monopolio de la coerción física legítima para la implantación de un orden”, pero sin nombrar cualquier otro aspecto cultural o humano. Mientras que en Occidente y el resto del mundo las fronteras se han ido conformando a través de los siglos, en África esa necesidad no surgió hasta la irrupción de las colonias y de las legendarias “conquistas” de las grandes potencias europeas, porque el hilo conductor de sus habitantes venía dado con naturalidad y cercanía por sus creencias religiosas, sus etnias, costumbres y lenguas, derivadas de grandes reinados, también míticos, que se sucedieron en la antigüedad. Se podría decir que el hombre blanco irrumpió en la paz africana como un elefante en una cacharrería y que, con todo, jamás ha logrado arrancar de allí el espíritu africano, y sí una gran cantidad de recursos naturales y la utilización gratuita de millones de nativos como esclavos en empresas que dejaron muchos rendimientos ulteriores. El profesor catalán de Historia de África Albert Bosch pone el ejemplo del primer presidente senegalés, Léopold Sédar Senghor, que, debido a su “debilidad” por la metrópoli colonial del país, Francia, reprodujo tal cual el sistema político galo obviando los nacionalismos y secesionismos aún latentes, como los de Casamance, o el dominio de la etnia wolof o el de las comunidades o cofradías religiosas Mouride y Tidjane, que representan el 80 por ciento de los musulmanes senegaleses, y que son en realidad los que conforman el arco gubernamental secular del país, donde las siglas de los partidos sólo juegan un papel anecdótico y nominal. En ese escenario, resulta que los estados más estables del continente cercano son aquellos que han sido capaces de repartir migajas entre amplias capas de la población, así como de cultivar una clientela dependiente más allá de los cuatro militares, políticos y altos funcionarios de turno, porque, en realidad, no existe una identidad acorde con las estructuras políticas de un sistema que no encaja con la horma de la modernidad impuesta con calzador a esos pueblos disidentes de la globalización, y sí con la balcanización a la que se ven abocadas esas comunidades cuando pretenden mezclarse unas con otras.

¿Deudas?




La situación generalizada de crisis por la que pasa actualmente el mundo puede obedecer no sólo al ámbito meramente económico y financiero de los mercados internacionales, sino que es posible que se deba también a otros aspectos que hemos venido olvidando en las últimas décadas, como el sentido de la humanidad y los valores que debemos anteponer al puro mercantilismo de poseer y amasar riquezas por que sí. Lo cierto es que la economía mundial se ha ido desarrollando como el “black jack” de un enorme casino o el póquer de unos cuantos tahúres que tintinean con las monedas encima de la mesa y donde la sensibilidad al parecer no juega ningún papel relevante. Es más, es argumentable que el sólo sentido del materialismo denota incultura, inconsciencia y ferocidad animal, una incongruencia que nos arrastra a todos a un escenario alienante y de desconfianza permanente, donde nadie se fía de nadie y en el que debemos aceptar un papel obligatorio de ataque y defensa permanente. La esperanza es que este tremendo varapalo, que como siempre sufren más los más necesitados, sea el antesala del fin de esta revolución de los necios, como inicio de la vía de los humanismos que dejamos atrás hace mucho tiempo. Que surja el nuevo hombre de las cenizas del neoliberalismo aberrante en el que nos hemos movido en los últimos años es cuestión de una sucesión de carambolas que algunos esperamos con serena resignación. Las clases pobres de cualquier sociedad, las desheredadas, espiritualizadas y pacientes, equivalen al 80 por ciento de los países aplastados que sólo disfrutan del 20 por ciento de las riquezas del planeta, y no vamos a ninguna parte sostenible si no ofrecemos una perspectiva de mayor amplitud de pensamiento a las futuras generaciones para que pongan fin a tanto despropósito y a este maldito juego de cartas trucadas. Cuando hablamos de esos pueblos del tercer mundo, como África, suelen darse fugas inaceptables que relacionan el subdesarrollo con la incapacidad de grandes bolsas humanas para organizarse y crear sus propias estructuras de progreso. ¿Qué evolución puede alcanzar esos países empobrecidos del continente vecino cuando reembolsan a los prestamistas internacionales e institucionales, por cada dólar, 1,06 dólares, de los cuales 0,51 céntimos son a títulos de pérdidas relacionadas con los términos del intercambio? Eso sí, parece que el acuerdo es unánime en los foros del conocimiento respecto a que la responsabilidad de la inanición creciente de esos pueblos es sólo de los gobernantes locales, que han copiado el modelo que sus metrópolis colonizadoras dejaron una tras otras cuando se convencieron que la negritud es de otro planeta. Algunas figuras intelectuales africanas, como la política y escritora maliense Aminata Traoré, se preguntan, muy al contrario, por la deuda que Europa tiene con el continente vecino, y reclama que la esclavitud desempeñó un papel decisivo en la acumulación primitiva del capital necesario para la construcción de nuestra economía tal y como hoy la conocemos. Dice Traoré que la masa monetaria que supuestamente deben a los países occidentales ya ha sido reembolsada por triplicado. En cualquier caso, existe un pensamiento africano que denota una lucha ciclópea por alcanzar una orientación posible al choque entre sus costumbres y creencias ancestrales y lo que vomitan las imágenes que llegan a través de las antenas parabólicas, que comienzan a sembrar el inmenso territorio subsahariano con sus productos inalcanzables, pero continuamente rebota contra las paredes de ese círculo vicioso en el que se encuentran encerrados sin solución de continuidad.

El reto del Marabú



A tres horas de carretera de Dakar hacia el interior de Senegal, en la región oriental de Diourbel, está la ciudad santa de Touba, el feudo del Marabú Bara Mbacke, de la cofradía musulmana Mouride, con más de doce millones de fieles en todo el mundo. El poder del líder religioso, una mezcla entre rey y Papa, no para de crecer, de tal forma que algunos lo consideran la máxima autoridad del país, por encima del actual presidente Abdoulaye Wade, que pertenece a la misma orden. Mbacke ha emprendido en los últimos años la construcción de un santuario urbano de peregrinación, el más importante de África Occidental, que se extiende a toda Touba, donde está prohibido, fumar, el alcohol y la música en toda su extensión, y al que cada día llegan más y más adeptos con sus familias en respuesta a su llamada religiosa, de tal forma que la ciudad, un gran pueblo de calles polvorientas, acoge ya a más de tres millones de habitantes, que pugnan por una casa para estar cerca del guía espiritual. El Marabú posee su propio gobierno, con consejeros que hacen las veces de ministros y una corte leal que venera su autoridad de una forma ciega, de tal forma que sus disposiciones son obedecidas sin fisuras. Para sus fieles, el propio hecho de estar en su presencia es el mayor privilegio que pueden alcanzar en esta vida. Sin embargo, la corte de Touba se las ve y se las desea para organizar los servicios que demanda la tutela de tantos ciudadanos en tan poco espacio de tiempo, por lo que deben resolver sobre la marcha multitud de problemas tan básicos como el aprovisionamiento, el saneamiento, la habitabilidad, el ordenamiento y la residencia de todos ellos, una cuestión harto difícil para un gran poblado que carece de las infraestructuras mínimas necesarias para acoger tal demanda y que lo precipita al caos cotidiano. El gobierno de Mbacke ha emprendido consultas con autoridades de otros países para encontrar soluciones, porque la empresa se le escapa de las manos. Entre ellos está el Cabildo de Tenerife, que estudia la forma de tratar los residuos de tantos habitantes, que son simplemente amontonados en zonas interiores de la ciudad, tales como solares vacíos e incluso en las mismas calles, delante de las casas. Las aguas negras son transportadas diariamente por un rosario de camiones cisternas hasta un descampado en la periferia, donde son vertidas sin más en terrenos adyacentes a la carretera. El califato posee una enorme capacidad económica debido a su gran influencia política y a la contribución incesante de los fieles, con lo cual es posible que pueda llevar a cabo los ambiciosos proyectos que va forjando su gabinete y que contempla la habilitación de grandes extensiones de cultivos, una red de transportes y de carreteras dignas de la capital del país y un sistema completo que puede convertirla en la segunda ciudad del país, en detrimento de Saint Louis, como parece que ya lo es demográficamente. Ahora bien, a principios del próximo año se celebrará la gran peregrinación de la cofradía hasta la ciudad de la gran mezquita islámica para orar por Ahmadou Bamba, su fundador, y más de cuatro millones de personas se desplazarán a la ciudad para conmemorar su exilio a Gabón en 1886, por lo que albergará una población equivalente a las tres cuartas partes del país. Como precedente se podría hablar del brote de cólera que se produjo en el año 2005 y que provocó la muerte de una decena de personas debido a las deficientes condiciones de higiene en las que se encontraban. Lo que está claro es que la avalancha se producirá y todo parece indicar que el ritmo africano senegalés no podrá despejar este reto que el Marabú ha puesto en la escena del Gobierno senegalés, que asiste al fenómeno en medio de una crisis creciente de credibilidad política.

Ausencias




La mayor parte de las personas que están de una u otra manera relacionadas con África coinciden en que el continente vecino es mucho más que lo que leemos, vemos y oímos generalmente en los medios de comunicación, donde las noticias que se ofrecen tiene que ver casi siempre con la parte trágica de los países, pueblos y civilizaciones cercanas. Las guerras, las hambrunas, la pobreza, los genocidios, las incapacidades políticas, los niños soldados, la ablación y los cayucos son los temas más repetitivos desde el panorama de la difusión, por lo que la imagen de lo que ocurre es sesgada y nos aleja de la realidad que forman casi mil millones de habitantes que viven a lo largo de 30 millones de kilómetros cuadrados –tres veces Europa-, plagados de etnias, culturas y una historia densísima. Sin embargo, desde el desconocimiento no podemos asimilar más que sombras que se mueven en esa epopeya de la desgracia, seres humanos que casi no lo son para el resto de la Humanidad, sino más bien capas de barro que se retuercen en un escenario arcaico que no forma parte de este mundo en el que vivimos. De ahí, de la ignorancia, a un paso está el prejuicio y, más allá, la xenofobia, que no es sino el exponente postrero del desprecio. La otra parte de África es la del paraíso de los grandes felinos, de los elefantes, jirafas y manadas de herbívoros que nos muestran los documentales de “La 2”, pero donde el nativo nada o muy poco tiene que ver con en el guión, quizás como mucho con un plano de referencia de las imágenes, justo al fondo del gran protagonismo del hombre blanco, poderoso, rico y benefactor. Es de esperar que todos los esfuerzos políticos y de cooperación se estrellen una y otra vez en la gran muralla de la invisibilidad si no avanzamos en el conocimiento veraz del continente para que Occidente pueda asumir, de una vez por todas, su parte en el acercamiento progresivo a esa parte imponente y evidente del planeta. Hay que intentar que nuestra gente visualice la cotidianeidad de las ciudades, universidades, parlamentos, costumbres, valores, espiritualidad y fundamentos de muchos pueblos y humanos de África que permanecen al margen de los espacios especializados de los medios de comunicación. Y no es que esos planos no los manejen los informativos porque sí, sino que simplemente no existen porque no se han elaborado, y posiblemente no se han elaborado porque venden poco, aunque sea a estas alturas muy conveniente conocer el origen y la verdadera dimensión de las cosas para adoptarlas como propias. Se trata de la asignatura pendiente que no parece entrar decisivamente como punta de lanza en ningún programa de acciones del primer mundo respecto a África, esa gran desconocida, y mientras esto sea así no podremos entender por qué ha permanecido al margen de las grandes corrientes desarrollistas en ese puzzle incompleto que es hoy en día la comunidad internacional sin el continente cercano. Creo que es éste, y no otro, el núcleo del desencuentro, que pasa también por que nuestros emprendedores tampoco logran encontrar en muchos casos las estrategias precisas para conquistar los mercados emergentes, simplemente, de nuevo, porque desconocen la idiosincrasia de los posibles consumidores a quienes han de dirigir sus productos. Sin información no hay profundidad ni cercanía, y de esa forma es prácticamente imposible alcanzar ninguna meta que no sea la de ignorar la realidad que nos ha tocado vivir.