Blanco bueno, negro pobre


Tremendo revuelo que se ha armado entre los agentes de cooperación al desarrollo tras la reciente publicación del libro “Blanco bueno busca negro pobre” del antropólogo Gustau Nerín, quien pone a caldo pota los resultados de las inversiones internacionales en los últimos 50 años, calificándolas de “causa inútil” y de “fracaso”. Y no deben ir muy desencaminadas las tesis de este antiguo coordinador de la Colección Casa África, residente en la ciudad ecuatoguineana Bata, si tenemos en cuenta que los Objetivos del Milenio para erradicar la pobreza y el hambre no se van a alcanzar ni por asomo para el cercano 2015, salvo alguna sonada excepción, como es el caso de Ghana, que confirma la regla.

Dice Nerín que el continente vecino “es un inmenso cementerio plagado de proyectos abandonados: hospitales que nunca llegaron a ser inaugurados, letrinas, fuentes y pozos”; ys que allí “todo el mundo sabe que las políticas de cooperación no funcionan”, mientras que añade que en realidad “la mayoría de los ciudadanos occidentales no sabe nada de lo que pasa en África, y no lo saben -apostilla-, básicamente, porque no les importa demasiado”, algo, esto último, con lo que estoy totalmente familiarizado, máxime viviendo en Canarias, donde respiramos muchas veces el polvo de los desiertos tan próximos y donde muy pocos isleños sabrían situar en un mapa cualquier estado africano con la diligencia que lo harían con otro europeo. Además, el autor arremete contra la figura del cooperante por “vivir como un blanco en un país de negros”, una expresión que personalmente ya he oído antes en boca de personas que trabajan permanentemente en alguna región subsahariana y asisten a la ociosa existencia de algunos de nuestros expatriados.

Lo cierto es que de inmediato han surgido muchas voces para defender las acciones que llevan a cabo miles de ONGs, con argumentos tales como que estas organizaciones tan solo controlan un 10% del presupuesto destinado a tal fin y que el 90% restante queda en manos de gobiernos e instituciones, con lo que parecen justificar el supuesto impulso romo que sus iniciativas están dando al progreso de las comunidades pobres; o que la ayuda internacional se ha convertido en un instrumento más de Occidente para controlar y acceder a las materias primas africanas. Incluso el conocido misionero javeriano Chema Caballero llega a afirmar que en el caso de España los países auxiliados no son los que más lo necesitan, sino aquellos donde operan nuestras empresas internacionalizadas o en los que es necesaria una actuación policial para frenar la llegada de inmigrantes subsaharianos a la Península.

Entre todos estos dimes y diretes, resulta muy conveniente a estas alturas abrir un gran debate sobre la dirección y el modelo que deben conferirse a las políticas de cooperación al desarrollo para que sean eficaces, sobre todo teniendo en cuenta los severos recortes que están aplicando a las mismas los estados donantes, que concretamente en el nuestro arrojan porcentajes alarmantes en comunidades como Cataluña (55%), Galicia (40%) o Canarias (60%), sin ir más lejos.

En última instancia, parece ser que los empobrecidos ya se van cansado del hombre bueno blanco y están buscando la convergencia con las potencias emergentes del Sur, léase China, Brasil, India o Sudáfrica; como lo demuestra también la cumbre de ministros de Sudamérica y África que se celebró ayer en la capital de Guinea Ecuatorial, Malabo.

Enfoques


Siempre que el catastrofismo y la saturación de información negativa sobre la debacle económica europea y, por ende, la española y la canaria, me llegan al tuétano, me acuerdo del continente cercano. La memoria me lleva entonces a las experiencias africanas vividas porque constituyen la prueba fehaciente de que hay otro mundo en éste, en el que múltiples comunidades afrontan cada día sin más avales que lo que llevan puesto encima y la solidaridad y el calor del grupo con el que comparten la existencia sin perder la dignidad. Ya sé que es un recurso fácil y posiblemente conformista contraponer los extremos para hallar un consuelo ante tanta contaminación numérica, pero también es probable que se trate del instinto de conservación lo que me empuja a reflexionar sobre la esencia de las cosas.

Me resulta curioso estar navegando por este mar tenebroso con un ojo puesto en la desesperación occidental y el otro en esa gran África, como si se tratara de un paraíso perdido donde todo es posible, a pesar de que sus habitantes en su inmensa mayoría no tienen hipotecas, dos coches, un apartamento en la costa y todo tipo de tarjetas de crédito para viajar en vacaciones. A lo sumo, se conforman con arreglárselas en viviendas compartidas entre 3 y 4 familias, con patios colectivos y comidas aportadas por todos, cocinadas con leña a lo largo de las horas y repartidas al final en los rincones de los hogares, eso sí, repletos de niños que corretean y juegan despreocupadamente, confiados en la protección de un dios en el que creen firmemente.

A veces asisto a conversaciones espontáneas en los mostradores de nuestra ciudad en las que mis paisanos aparecen atónitos y acojonados por la velocidad con la que pierden sus empleos, sus posesiones y la fe en el mañana. Y casi siempre intento enfocar, ajustar ambas perspectivas, con el fin de hallar un punto medio de encaje, una senda que vislumbrar ante tanta confusión, para que, a renglón seguido, se me encienda la alarma porque reparo -asustado- en que estoy filosofando, algo que a las sociedades actuales del desarrollo, a los estados del bienestar perdidos y a nuestros tecnócratas y políticos no les gusta nada, porque no es realista ni práctico, y mucho menos rentable.

También muchas veces me pregunto si no será posible que el modelo de explotación que los europeos llevaron el pasado siglo al continente negro, transformado hoy en la dominación de los mercados a través de las fórmulas implacables neoliberales (amañadas en los Acuerdos de Bretton Woods de 1944) del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial -que aprietan y que ahogan-, no esté revolviéndose ahora contra nosotros mismos, como una bestia insaciable, para neocolonizar a nuestros propios vecinos de edificio, habida cuenta de que ya no se puede exprimir más la pobreza tercermundista para levantar nuestros efímeros imperios.

La esperanza, al menos para mí, es que yo sí conozco esa otra dimensión de la humanidad y que he asistido a escenas grandes, y nada celebradas con confeti y champán, en las que recuperé la luz que me recibió en mi nacimiento; una sensación que lamento no poder transportar a mis familiares y amigos que mueren un poco cada día en los abominables callejones sin salida de esta nuestra infeliz civilización de papel timbrado.