Amadou Ndoye

Hay personas que dejan una profunda huella en su camino por la vida. Les conocemos y posiblemente no reparamos en toda la dimensión de su humanidad hasta que un buen día, sin decir siquiera adiós, desaparecen para siempre. Es entonces cuando comienza nuestra memoria a extraer esos registros rescatados de lo cotidiano, camuflados en el ir y venir de todas las historias que, aunque se producen en el presente, terminan de forma tozuda en el pasado. Suele suceder esta cadencia de sensaciones mientras encajamos la derrota del tiempo, la finitud de la existencia y el ejemplo de la llama que se extingue y que nos recuerda puntualmente que el sendero es de una sola dirección, pase lo que pase: el calor desaparece, la cercanía se fuga, las palabras enmudecen, la vía se ciega sin remedio. Esta semana nos asaltaba la noticia de la muerte de Amadou Ndoye. Nadie se la esperaba porque parecía un gigante eterno, imperturbable en su manera de ser, única, a caballo entre sus vertientes senegalesa, por nacimiento, y canaria, por adopción, insólita querencia a nuestras costumbres, giros y guiños. Sé que fue un brillante profesor de Literatura Española en la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar, doctor por dos universidades francesas, sorprendente experto en la narrativa canaria y escritor multilingüe, aparte de cronista, crítico, traductor y articulista. Era un arquetipo del estudioso africano, similar a muchos de los que podríamos nombrar en otra ocasión, ya que el continente vecino está lleno de figuras invisibles para nuestras comunidades blancas que remontan, como los salmones, los torrentes más escarpados del saber y de la adaptación a otras culturas. Con Ndoye uno tenía la impresión de estar hablando con alguien que pertenecía a dos mundos muy lejanos, ambos dominados, ambos hasta la fecha impermeables, de los que él entraba y salía sin arrugarse. Y quizás por eso era capaz de enarbolar esa parte real de las cosas que ocurren sin que nadie sea capaz de pararlas, como el hambre, la pobreza y las desigualdades; y porque amaba hasta el tuétano su negritud, la de sus hermanos y la energía que desprende África por los cuatro costados. Todavía me parece estar oyendo su voz pausada en la penumbra mientras deslizaba verdades como puños desde su breve equipaje, el que se permitía tener para cruzar ambas civilizaciones después de repartir su salario entre sus muchos familiares y amigos. Por eso es posible que titulara su última entrevista con esa frase que es como la llave maestra de la esencia más cristalina: “El mundo es de todos o es de unos pocos”. Él practicó la primera opción y por eso aguardó su partida hacia el paraíso en su modesta casa de Dakar. Serena travesía, El Hadji.