Las violaciones de Tahrir
No voy a decir que me ha
sorprendido la nueva rebelión popular en Egipto. Tampoco que me haya extrañado
que el Ejército saliera otra vez de sus cuarteles para derrocar al presidente
constitucional, el islamista Mohamed Morsi, elegido democráticamente hace tan
solo un año. Ni siquiera cuestionaré por qué los salafistas que lo apoyaban guardan
ese silencio tan sepulcral que a mí personalmente se me antoja preocupante, o
que un clamor de alivio y alegría generalizada haya inundado las calles de la
capital, El Cairo, y de las principales ciudades del país. En ningún caso voy a
analizar la rápida sustitución de los correligionario de los Hermanos
Musulmanes en el poder por un presidente del Tribunal Constitucional con menos
de 24 horas en el cargo y un grupo de notables, ni me animo a argumentar nada
sobre un Ejecutivo que se había apoderado de la legitimidad y soberanía nacional
para imponer los códigos de la sharia. Me resisto a ser tan optimista como un
amigo que desde algún rincón cairota se mostraba exultante por los
acontecimientos y confiado en un nuevo rumbo más democrático a partir de ahora
en esa nación de vestigios arqueológicos. De ninguna manera voy a trazar
paralelismos con todo lo que continúa ocurriendo en la mayoría de los estados
donde se han suscitado esos levantamientos enmarcados en las denominadas primaveras
árabes y que han terminado en tragedias cotidianas, matanzas y guerras entre
las familias irreconciliables del Corán. Eso sí, me he sentido inmensamente
desconcertado por el bramido atávico de los abusadores de la plaza Tahrir, por
ese instinto animal grupal que ha arrasado con la dignidad e integridad de un
centenar de mujeres en unos pocos días. Me ha sobrecogido especialmente esa
nueva violación masiva y terrible de una periodista holandesa de tan solo 22
años a manos de una turba y en presencia de una multitud casi impasible, a no
ser por las cuadrillas ciudadanas organizadas para luchar contra una lacra que
ya se manifestó en las movilizaciones que acabaron con el régimen de Mubarak y
en las que también fue violentada la informadora estadounidense Lara Logan. Me
ha enervado la ineptitud de ese director de periódico, de radio o televisión
europeo que ha enviado a una recién licenciada a un infierno seguro sin
advertirle donde se metía. Me asusta lo que hay detrás de todo esto, porque
habla de una cruda realidad que se esconde bajo la pátina de unos pueblos que luchan
entre avanzar hacia la modernidad o sucumbir bajo las hordas de fanáticos que
ven en las mujeres al diablo y en la libertad, la perversión.
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