El puente caboverdiano


Si afirmo que Canarias está en suspenso, parada, espero que nadie se rasgue las vestiduras. Si digo que el planeta no se va a detener para que tomemos decisiones, es una realidad contundente que ni vale la pena argumentar. Si además aseguro que el Archipiélago está perdiendo a pasos agigantados oportunidades estratégicas históricas respecto a la configuración económica del mundo y que aparentemente el mimetismo, la bisoñez y la ramplonería se han asentado en nuestras proyecciones de futuro, estoy simplemente aproximándome al escenario en el que nos movemos.

Es un hecho de actualidad que el sur internacional evoluciona en estos momentos a una velocidad impensable apenas hace un lustro y que grandes regiones, como las sudamericanas, están emergiendo de una forma contundente e imparable en los mercados globales. Ejemplos como el de Brasil, Argentina o Chile, o en Asia, como el de China o la India, son ya tan evidentes como ineludibles, potencias nuevas que buscan nuevos caminos para afianzar sus producciones y avances y, qué curioso, en las que uno de sus objetivos prioritarios comunes mira reiteradamente hacia el continente de aquí al lado.

En ese camino de expansión en el Atlántico Sur, entre ambas orillas, están nuestras islas y, sobre todo, las de Cabo Verde, otro de los fenómenos llamativos en cuanto a desarrollo se refiere, pues se trata de un joven estado que, con tan solo 450.000 habitantes, se erige con suma rapidez en ese puente geoestratégico concurrente para unir las necesidades africanas a la pujante internacionalización iberoamericana, precisamente porque se encuentra a escasas tres horas de vuelo y a tres días de navegación de la localidad carioca de Fortaleza y a 500 kilómetros del gran puerto de Dakar, en Senegal.

Además, por si faltara algo, Estados Unidos invierte en estos momentos fuertes sumas de dinero en ampliar y dotar de infraestructuras portuarias a su capital, Praia, a través de su iniciativa “El reto del milenio” (Milennium Challenge), tan interesado como está en no quedarse fuera de la carrera por los recursos naturales y consumos que ofrece una África cada vez más liberada de neocolonialismos moralizantes e interesados, al margen de las consideraciones éticas que queramos reivindicar, condimentadas, eso sí, con que el bienestar social y las comunidades sostenibles con porvenir pasan de forma incuestionable por sus niveles de solvencia y capacidades para aprovechar las expectativas de intercambio y enriquecimiento mutuo del orbe del siglo XXI. A todo ello es preciso añadir que el archipiélago vecino cuenta ya con cuatro aeropuertos internacionales y que su industria turística es hoy el boom que huye gradualmente de Canarias desde hace años, coyunturalmente revitalizado por las revueltas del Norte africano.

Quizás deberíamos preguntarnos a estas alturas, en vista de que esta columna no da para más, por qué esas grandes corrientes mundiales nos están dejando de lado, aunque intuyo que mucho tiene que ver con nuestras ambigüedades, prodigadas también por la complejidad en la que se mueve Canarias políticamente en relación con un estado español autista respecto a África y una Unión Europea lejana, algo que Cabo Verde, como república independiente, no tiene que sufrir en su decisiones nada entretenidas hasta la fecha en endogámicas discusiones programáticas de salón.

Blanco bueno, negro pobre


Tremendo revuelo que se ha armado entre los agentes de cooperación al desarrollo tras la reciente publicación del libro “Blanco bueno busca negro pobre” del antropólogo Gustau Nerín, quien pone a caldo pota los resultados de las inversiones internacionales en los últimos 50 años, calificándolas de “causa inútil” y de “fracaso”. Y no deben ir muy desencaminadas las tesis de este antiguo coordinador de la Colección Casa África, residente en la ciudad ecuatoguineana Bata, si tenemos en cuenta que los Objetivos del Milenio para erradicar la pobreza y el hambre no se van a alcanzar ni por asomo para el cercano 2015, salvo alguna sonada excepción, como es el caso de Ghana, que confirma la regla.

Dice Nerín que el continente vecino “es un inmenso cementerio plagado de proyectos abandonados: hospitales que nunca llegaron a ser inaugurados, letrinas, fuentes y pozos”; ys que allí “todo el mundo sabe que las políticas de cooperación no funcionan”, mientras que añade que en realidad “la mayoría de los ciudadanos occidentales no sabe nada de lo que pasa en África, y no lo saben -apostilla-, básicamente, porque no les importa demasiado”, algo, esto último, con lo que estoy totalmente familiarizado, máxime viviendo en Canarias, donde respiramos muchas veces el polvo de los desiertos tan próximos y donde muy pocos isleños sabrían situar en un mapa cualquier estado africano con la diligencia que lo harían con otro europeo. Además, el autor arremete contra la figura del cooperante por “vivir como un blanco en un país de negros”, una expresión que personalmente ya he oído antes en boca de personas que trabajan permanentemente en alguna región subsahariana y asisten a la ociosa existencia de algunos de nuestros expatriados.

Lo cierto es que de inmediato han surgido muchas voces para defender las acciones que llevan a cabo miles de ONGs, con argumentos tales como que estas organizaciones tan solo controlan un 10% del presupuesto destinado a tal fin y que el 90% restante queda en manos de gobiernos e instituciones, con lo que parecen justificar el supuesto impulso romo que sus iniciativas están dando al progreso de las comunidades pobres; o que la ayuda internacional se ha convertido en un instrumento más de Occidente para controlar y acceder a las materias primas africanas. Incluso el conocido misionero javeriano Chema Caballero llega a afirmar que en el caso de España los países auxiliados no son los que más lo necesitan, sino aquellos donde operan nuestras empresas internacionalizadas o en los que es necesaria una actuación policial para frenar la llegada de inmigrantes subsaharianos a la Península.

Entre todos estos dimes y diretes, resulta muy conveniente a estas alturas abrir un gran debate sobre la dirección y el modelo que deben conferirse a las políticas de cooperación al desarrollo para que sean eficaces, sobre todo teniendo en cuenta los severos recortes que están aplicando a las mismas los estados donantes, que concretamente en el nuestro arrojan porcentajes alarmantes en comunidades como Cataluña (55%), Galicia (40%) o Canarias (60%), sin ir más lejos.

En última instancia, parece ser que los empobrecidos ya se van cansado del hombre bueno blanco y están buscando la convergencia con las potencias emergentes del Sur, léase China, Brasil, India o Sudáfrica; como lo demuestra también la cumbre de ministros de Sudamérica y África que se celebró ayer en la capital de Guinea Ecuatorial, Malabo.

Enfoques


Siempre que el catastrofismo y la saturación de información negativa sobre la debacle económica europea y, por ende, la española y la canaria, me llegan al tuétano, me acuerdo del continente cercano. La memoria me lleva entonces a las experiencias africanas vividas porque constituyen la prueba fehaciente de que hay otro mundo en éste, en el que múltiples comunidades afrontan cada día sin más avales que lo que llevan puesto encima y la solidaridad y el calor del grupo con el que comparten la existencia sin perder la dignidad. Ya sé que es un recurso fácil y posiblemente conformista contraponer los extremos para hallar un consuelo ante tanta contaminación numérica, pero también es probable que se trate del instinto de conservación lo que me empuja a reflexionar sobre la esencia de las cosas.

Me resulta curioso estar navegando por este mar tenebroso con un ojo puesto en la desesperación occidental y el otro en esa gran África, como si se tratara de un paraíso perdido donde todo es posible, a pesar de que sus habitantes en su inmensa mayoría no tienen hipotecas, dos coches, un apartamento en la costa y todo tipo de tarjetas de crédito para viajar en vacaciones. A lo sumo, se conforman con arreglárselas en viviendas compartidas entre 3 y 4 familias, con patios colectivos y comidas aportadas por todos, cocinadas con leña a lo largo de las horas y repartidas al final en los rincones de los hogares, eso sí, repletos de niños que corretean y juegan despreocupadamente, confiados en la protección de un dios en el que creen firmemente.

A veces asisto a conversaciones espontáneas en los mostradores de nuestra ciudad en las que mis paisanos aparecen atónitos y acojonados por la velocidad con la que pierden sus empleos, sus posesiones y la fe en el mañana. Y casi siempre intento enfocar, ajustar ambas perspectivas, con el fin de hallar un punto medio de encaje, una senda que vislumbrar ante tanta confusión, para que, a renglón seguido, se me encienda la alarma porque reparo -asustado- en que estoy filosofando, algo que a las sociedades actuales del desarrollo, a los estados del bienestar perdidos y a nuestros tecnócratas y políticos no les gusta nada, porque no es realista ni práctico, y mucho menos rentable.

También muchas veces me pregunto si no será posible que el modelo de explotación que los europeos llevaron el pasado siglo al continente negro, transformado hoy en la dominación de los mercados a través de las fórmulas implacables neoliberales (amañadas en los Acuerdos de Bretton Woods de 1944) del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial -que aprietan y que ahogan-, no esté revolviéndose ahora contra nosotros mismos, como una bestia insaciable, para neocolonizar a nuestros propios vecinos de edificio, habida cuenta de que ya no se puede exprimir más la pobreza tercermundista para levantar nuestros efímeros imperios.

La esperanza, al menos para mí, es que yo sí conozco esa otra dimensión de la humanidad y que he asistido a escenas grandes, y nada celebradas con confeti y champán, en las que recuperé la luz que me recibió en mi nacimiento; una sensación que lamento no poder transportar a mis familiares y amigos que mueren un poco cada día en los abominables callejones sin salida de esta nuestra infeliz civilización de papel timbrado.

Islamización


La celebrada Primavera Árabe va dando paso decididamente hacia una realidad contundente en el Norte de África, la islamización postergada. Tras el desastre de Libia, donde todavía está por ver cuáles son las consecuencias objetivas de una revolución popular que puede esconder muchas sorpresas inminentes, y del espectáculo salvaje del apaleamiento y asesinato de Gadafi, un síntoma de la ponzoña que aún se esconde tras las liberaciones más o menos interesadas de las dictaduras modernas árabes, las naciones prodemocráticas occidentales dan el respingo característico del pequeño burgués que se ha aventurado a deambular por los callejones que conforman los guetos de las comunidades desheredadas del planeta. Ya lo adelantó el presidente del Consejo Nacional Transitorio a las pocas horas de ser tomada la ciudad natal del tirano, Sirte. El nuevo estado libio estará basado en la sharia, que no es otra cosa que el cuerpo del Derecho Islámico que regula el culto, la moral y la vida de los musulmanes.

Aún aceptando la complejidad y diversidad de los países que encaran esa transformación con mayor o menor éxito, cuyos matices habrá que dejar en manos de los verdaderos expertos, sí que parece un hecho incuestionable que en la europeísta Túnez las urnas han hablado y han dado el poder al partido Enahda (Renacimiento), cuyo líder, Hamadi Jebali, se ha esforzado en tranquilizar a la comunidad internacional, confiada en una trayectoria nacional caracterizada por los avances tangibles que han primado en el devenir histórico de este estado tradicionalmente moderado y avanzado socialmente que conserva el legado del primer presidente de la república, Habib Burguiba. No ocurre lo mismo en Egipto, donde, a la espera de las próximas elecciones del 28 de noviembre, prevalece un clima extraño de tensa prudencia, del que destaca sobre todo la creciente influencia de los Hermanos Musulmanes, una formación ultraconservadora que propugna el islamismo como credo estatal y que tiene todas las papeletas para alzarse con el poder; mientras que en Siria el régimen de Bashar Al-Asad se debate en lo que parece ser las postrimerías de otras de las dictaduras más férreas y crueles de esta parte del mundo, una fortaleza semiderruida que a duras penas soporta el embate de las revueltas ciudadanas.

Si a este panorama añadimos la incómoda y peligrosa presencia del grupo salafista Al Qaeda en el Magreb y su expansión hacia el oeste africano, traducido en los sucesivos secuestros de occidentales en los territorios desérticos del Sahel de Mauritania, Argelia y Mali, con el exponente casi previsible del reciente rapto de los dos cooperantes españoles nada menos que en los campos de refugiados saharauis de Tinduf, aquí al lado mismo, el círculo sintomático se cierra en torno a un cauce integrista que inunda el sur de Europa.

La paradoja surge cuando reparamos en que Occidente ha esperado y apoyado la democratización de unas comunidades que profesan, todavía hoy, una religión suprematista colocada por encima de los derechos civiles, y que apunta -ojalá me equivoque- a una regresión en la esperanza de avances que entendemos como principales en cuanto al respeto de la universalidad del individuo. Ante ese escenario, solo cabe esperar que el modelo iraní o el afgano no sean las plantillas en las que se inspiren los próximos gobernantes, ni tampoco el ejemplo irresoluto de la posguerra de Irak.

Eufemismos


La frenética partida de caza por los recursos naturales africanos continúa en el presente como un remedo de los acontecimientos aciagos que la guerra fría extendió en la segunda mitad del siglo pasado por el continente, solo que cada vez se esgrimen más toda clase de eufemismos por parte de las potencias ocupantes para justificar la rapiña con la supuesta liberación de países y comunidades que, a juzgar por la historia, ya resultan poco convincentes. Como ejemplo cabe recordar simplemente las barbaries del antiguo Zaire, Ruanda, Burundi, Angola o Somalia, en un entramado de intereses en los que EEUU, la extinta Unión Soviética, Francia o Bélgica tuvieron mucho que ver.

La administración estadounidense anunció de pronto la semana pasada el despliegue de un centenar de militares de sus fuerzas especiales en el norte de Uganda, que ha calificado como un “pequeño equipo de asesores equipados para el combate”, con el fin de contribuir a liquidar al líder del Ejército de Resistencia del Señor, Joseph Kony, un peligroso iluminado que ha pretendido hacerse con el país centroafricano para imponer un régimen basado en los diez mandamientos bíblicos, en un estado empobrecido y gobernado turbiamente desde hace 25 años por Yoweri Museveni y en el que más del 80% de la población es cristiana.

En este punto, sería el primero en aplaudir –si así me lo creyera- que esa intención fuese la verdadera, porque ese siniestro profeta, con orden de busca y captura por el Tribunal Internacional de La Haya, ha ejercido en sus dos décadas de correrías toda clase de atrocidades, utilizado niños soldados y provocado la diáspora de millares de desplazados, incluidos decenas de miles de asesinatos sumarísimos y colectivos; y no únicamente en Uganda, sino también en la República Centroafricana, la República Democrática del Congo y Sudán del Sur; éste último, un nuevo país recién independizado del Norte que cuenta con unas importantes reservas petrolíferas que pueden convertirle, junto a Djibuti, en otro de los satélites de los intereses hegemónicos norteamericanos en la zona, si no lo es ya de facto.

Los mapas no mienten. El norte de Uganda limita con Sudán del Sur, y sería estratégicamente muy oportuno para Washington despejar el terreno de estorbos con el fin de sacar ese crudo a través de oleoductos hacia la costa atlántica por Camerún, tal y como ha denunciado el diario Kommersant ruso. Además, el gobierno de EEUU está muy preocupado por la creciente presencia china en la región que, con otro estilo muy diferente al del colonialismo tradicional occidental, en base a la condonación de deudas, la aportación de grandes obras e infraestructuras, la implementación de prestamos estatales preferentes a largo plazo y el respeto y la mezcla con las poblaciones autóctonas sin dominación ni imposiciones morales de doble filo; parece estarse llevando el gato al agua.

Sin embargo, desgraciadamente, la trayectoria de las sucesivas administraciones estadounidenses nos han acostumbrado a tantas intrigas, maniobras truculentas, desprecios, tragedias y chapuzas ignorantes en el continente cercano que es muy difícil creerse ahora la parábola del buen samaritano, aunque en la cúspide del poder de la Casa Blanca, en el despacho oval, hoy se siente un afroamericano desbordado por los acontecimientos y la deriva de un gigante acostumbrado a entrar con la bota por delante en el resto del mundo.

Inercias


Resulta imposible comenzar este comentario sin rendir un recuerdo a la memoria de la premio Nobel keniata Wangari Muta Maathai, que murió el pasado lunes a los 71 años víctima de un cáncer de huesos. Con ella se cumple la excepción a la regla de las personalidades desconocidas del continente vecino, pues, junto a Nelson Mandela y algunos pocos más, como el igualmente galardonado en Literatura por la academia sueca, Wole Soyinka, despunta en medio de un limbo invisible y ambiguo, nutrido de figuras insólitas, héroes, intelectuales, artistas y revolucionarios humanistas, anónimos para el resto del mundo habitado.

También ha llegado el momento de desdecirme de un artículo que escribí una vez en este mismo periódico en el que dudaba de la posibilidad de materialización del conocido como Cinturón Verde, un proyecto multinacional que pretende levantar una franja vegetal a las orillas del desierto, desde el Atlántico hasta el Índico, para frenar su avance, que propaga la sequía y, por tanto, el ahogo de los cultivos, y que desemboca en la hambruna y la pobreza, esa lacra tan extendida en esas regiones limítrofes del Sahel y de las que ahora mismo es sórdido exponente el Cuerno de África. Y lo hago precisamente porque Maathai fue, con su tesón y liderazgo, una de sus principales impulsoras, quien llegó a promover la plantación de millones de árboles, dejando tras de si un potente movimiento que, de seguir su ejemplo, ahora sí estoy seguro, será capaz de terminar levantando tan colosal empresa.

Estos días he tenido el privilegio y, por qué no decirlo, el gustazo de zambullirme en esa recoleta mezcla de sensaciones siempre cercanas que provienen de África y sus gentes, con motivo de la celebración del Salón Internacional del Libro Africano, que reunió a una generosa representación de autores de esas letras cargadas de oralidad, tradición, autenticidad y lírica, y que conforman el universo de la creación literaria continental. Allí se respiró la negritud y sus múltiples ecos, modernos signos y expresiones esculpidos desde la antigüedad más arcaica y que desembarcan en este mundo actual -el de este lado-, regido por las urgencias, la economía y el control del futuro; al que se intentan adaptar estos exploradores de la escritura sin perder, ni poderlo hacerlo la mayoría de las veces, la pátina ancestral que da sentido a su historia y a su razón de ser desde la noche de los tiempos.

Y me quedé pensando, con las huellas ya casi borradas en la arena del SILA, que si bien es cierto que África es esa gran desconocida, asimismo lo son todas esas personas que, estando implicadas en los gremios de la cultura, de la política y las universidades de Canarias, no se dignaron ni perdieron su tiempo en aproximarse a un expositor de sentimientos y creencias muy distintas a las nuestras, aunque procedan de un territorio que se yergue a menos de cien kilómetros de nuestras costas. No tuvieron la más mínima curiosidad por lograr entender lo que ocurre tan cerca ni a quienes muchas veces han recalado en nuestras playas y riscos montados en chalupitas de inflar con el resuello desfallecido.

Concluyo en que son las inercias y no las personalidades las que nos llevan a levantar los muros del planeta, esos que no se ven pero que desvían el curso de las aguas y secan los lagos que han alimentado a la humanidad desde los tiempos más remotos, desde su nacimiento en algún lugar incierto del continente de ahí al lado.

El camaleón libio


No sé por qué exactamente, pero el caso de Libia me recuerda mucho al de Irak, salvando las distancias y otros tantos factores que no coinciden de forma sustancial, como es que una gran parte de la resistencia activa y armada procede desde dentro de lo que hasta hoy ha sido el feudo del coronel Gadafi. De resto, parece que la persecución del líder díscolo, a veces enemigo de Occidente y otras aliado y amigo, tiene muchos más puntos en común con el acorralamiento de Sadam Hussein de lo que sería deseable para la resolución positiva de esta guerra que muchos se prometían un paseo militar. En cualquier caso, nada que ver con las caídas blandas de los mandatarios tunecinos, Ben Alí, y egipcio, Hosni Mubarak, en el transcurso de lo que se ha dado en llamar la Primavera Árabe.

No ha sido así, ni parece que lo será, puesto que ancho es el desierto y puede que el alzado y variopinto Consejo Nacional de Transición inicie en Trípoli la reconstrucción del país sin que aparezca aquél que, tras un golpe de estado, destronó al único rey –Idris I- que gobernó brevemente un estado que nunca lo fue, dado que Libia jamás tuvo una carta magna, si bien puede presumir de haber sido la primera nación emancipada de África. Además, todavía está por ver quiénes forman parte de esas milicias rebeldes que se han unido para derrocar al jefe de la Jamahiriya, su clan y su tribu, la Qadhadhifa, una de las 30 familias principales beduinas que compartieron la autoridad en los territorios arenosos hasta principios del siglo XX.

Lo cierto es que sabemos muy poco de la composición real de las fuerzas que han marchado sobre la capital, salvo que están comandadas por antiguos ministros del antiguo régimen, respaldados por otra de las tribus poderosas, la Warfalla, en un tradicional pulso hegemónico que se pierde en la noche de los tiempos; con lo que sería necesario escarbar un poco para, con toda probabilidad, encontrar elementos y facciones islamistas fundamentalistas procedentes del Este que probablemente estarán al acecho para sacar provecho del caos que se avecina, si es que el conflicto toma un rumbo similar al de la no muy lejana Irak, donde, después de la entrada triunfal en Bagdad del ejército estadounidense en 2003, raro es el día en el que no hay un atentado suicida y la muerte de decenas de personas, en una guerra de guerrillas compleja y engarzada en antiguas disputas entre sunitas y chiitas.

Mientras tanto, la figura de Gadafi oscila entre su perfil de fundador de la Unión Africana, animador del panafricanismo y eficaz intermediario de conflictos enconados del continente negro, y el de financiador y promotor del terrorismo antioccidental, perdonado una y mil veces por las potencias mundiales, debido a su rara habilidad para permanecer en la cúspide de una balanza de intereses geoestratégicos y económicos que han empujado al primer mundo a tragar con su ya célebres excentricidades. Su capacidad para imitar las propiedades del camaleón con el fin de sacar partido a la ambigüedad que caracteriza la correlación de fuerzas todavía en juego de esta región plagada de contradicciones está pendiente de un jaque mate aún por ejecutar. Seguramente que tarde o temprano aparecerá con una larga barba en cualquier zulo y que será ahorcado por sus crímenes, como lo fue Sadam, pero queda en el aire si asistiremos a la pacificación definitiva de este reino tribal de los desiertos.

Ken Saro Wiwa


La geografía africana está seguramente salpicada de muchos héroes anónimos que murieron por defender la dignidad propia y la de sus comunidades sin que ese sacrificio último haya sido consignado en ninguna crónica olvidada de cualquier periódico de provincias. A ello ha contribuido la sordidez en la que se han movido los regímenes impuestos en la mayoría de los países artificiales desde su colonización, la nula valoración de la vida del nativo, cuyo germen procede de la esclavitud, y la corrupción instalada hasta nuestros días, como señas de identidad de los poderes tanto políticos como económicos que definieron esta centuria de sombras del continente cercano.

Solo por poner un ejemplo, el pueblo ogoni de Nigeria lleva medio siglo luchando contra la contaminación salvaje que petroleras europeas, como la holandesa Shell, pero también la francesa Total o la italiana Agip, han causado en sus territorios del Delta del Níger, algo que Naciones Unidas volvió a denunciar hace escasamente una semana, y que supone la toxicidad de sus aguas unas mil veces por encima de los niveles permitidos, de tal forma que, según constata una investigación del organismo multilateral, unos 2.100 millones de litros de crudo anegan sus orillas, un desastre ecológico de proporciones gigantescas, equivalente al naufragio de un “Exxon Valdés” cada año, y que al parecer a muy pocos medios de comunicación occidentales ha interesado reflejar hasta la fecha.

Pronto se cumplirán 16 años de la ejecución de uno de estos mártires que se cruzaron ante la maquinaria que continúa esquilmando impunemente los recursos naturales africanos, después de que el ejército nigeriano acabara con la vida de miles de ellos. El escritor y profesor universitario Ken Saro Wiwa (1941) fue ahorcado junto a otros 7 presos de conciencia por el gobierno del general Abacha en 1995 por oponerse a la devastación, actitud catalogada oficialmente como de sediciosa, pese a las peticiones de clemencias de la ONU, la OUA o la Comisión Africana de Derechos Humanos, entre otras organizaciones transnacionales.

Al margen de los amagos por parte de estas petroleras de desviar la atención y acallar lo evidente, como la publicación urbi et orbe de supuestos códigos de respeto a los derechos básicos de las personas, lo cierto es que son corporaciones que funcionan como pequeños gobiernos incrustados en los palacios de las dictaduras africanas y que no trasladan a esos imperios conquistados los mismos cánones de conducta sociales, económicos y ambientales que rigen en los países desarrollados de donde proceden. Sin ir más lejos, la Shell admitió haber instado a los mandatarios locales a la intervención de los militares contra aquellos que protestaban e incluso promovido la dotación de armamento para defender a plomo sus instalaciones extractivas.

Saro Wiwa pagó con su propia vida la defensa de sus derechos y los de su milenaria comunidad como ciudadanos del mundo, algo que no ha servido, por lo visto, para que esas multinacionales, arropadas y defendidas por nuestros estados democráticos y avanzados, cesen en empantanar el tercer mundo de basura con tal de amasar unas fortunas con las que jugar en los parqués de nuestras bolsas de valores. Qué menos que la UE emprenda acciones legales contra estas empresas y una muy necesaria y costosa campaña de rehabilitación ecológica para resarcir parte de los estragos, puesto que las almas de los ogonis muertos son ya irrecuperables.

Somalia


Quizás es hoy, cuando miles de personas están muriendo de hambre o en un proceso extremo de emergencia alimentaria, cuando toque poner negro sobre blanco la situación de una nación emblemática entre los pueblos más empobrecidos del mundo, como es Somalia. La noticia ha saltado por fin, aunque ralentizada y dormida, a todas las portadas y cabeceras de los informativos internacionales, si bien el escenario no es en absoluto nuevo y era previsible desde hace meses, posiblemente, años, y también decenios; porque el Cuerno de África vuelve a ser otra vez el epicentro de la hambruna más impresentable en este planeta aparentemente suicida, egoísta y cruel, iluminado por los leds y las pantallas táctiles de las tecnología del futuro y organizado y gobernado por los tecnócratas de un nuevo orden más coherente y justo que nunca llega, ni llegará mientras continúe imperando la sinrazón.

Hasta hace apenas unos meses de lo que se discutía en España era del “caso Alakrana” y del acoso de los “piratas” somalíes en aguas del Índico a los pesqueros de nuestro país, que se habían desplazado a miles de kilómetros de nuestro litoral para esquilmar las aguas frente a un estado que no tiene gobierno y, por tanto, no puede imponer la defensa de sus recursos naturales, sean continentales o marítimos. Entonces lo arreglamos armando hasta los dientes a nuestros pescadores, lanzando una colosal operación europea denominada “Atalanta” y castigando ejemplarmente a dos desgraciados apresados y juzgados en Madrid a nada menos que 439 años de cárcel. La secuencia de lo que ocurre en uno de los enclaves geoestratégicos más celosamente pateado por las grandes potencias, debido a su ubicación limítrofe con el Canal de Suez, pasillo de aprovisionamiento para Europa de las materias primas que proceden de África y de los yacimientos petroleros árabes y que, por tanto, debe estar expedito de “parásitos” y obstáculos tercermundistas, no tiene discusión en las esferas de las salas de mapas de las cúpulas militares de los países desarrollados.

Sin embargo, eso no es todo lo que podemos arruinar a un pueblo desprotegido e inane por la maquinaria voraz del progreso de los monopolios multinacionales, sino que, a raíz del tsunami de 2003 en Indonesia, las costas de Somalia se vieron invadidas por una enorme marea de residuos tóxicos que, amparados por la indolencia de los controles internacionales, habían sido depositados con nocturnidad y alevosía en sus aguas jurisdiccionales, provocando la contaminación de sus playas y muchas enfermedades acalladas por la indiferencia de los canales de información del primer mundo. Parece a estas alturas una broma de mal gusto que nuestras ONGs sigan pronunciando aquella máxima trasnochada e ingenua de “enseñar a pescar más que proporcionar el pescado”, cuando este ejemplo de arrebatar una de las pocas fuentes de nutrición a una comunidad de 10 millones de personas cierra el anatema infame de exigir encima la resignación del desvastado.

Ahora vienen las buenas obras de caridad para aliviar la mayor crisis humanitaria acontecida en los últimos 60 años en esta región, donde las cifras de muertos y desplazados hacia Kenia, Etiopía y Uganda se cuentan con guarismos de seis cifras, una tragedia que tenderá a repetirse indefectiblemente mientras sigamos jugando a ignorar los grandes desequilibrios que, hoy por hoy, caracterizan a la civilización dominante de este nuestro querido, vital y único planeta azul.

Madiba


Si hay una figura del continente negro que ha sido elevada a la órbita de las personalidades legendarias del mundo es, sin duda, la del ex presidente sudafricano Nelson Mandela, quien acaba de celebrar sus increíbles 93 años. De hecho, esta efemérides fue declarada Día Internacional por la ONU en 2009 para conmemorar el enorme peso de su vida ejemplar y la dura y larga lucha que por la integración racial realizó a lo largo de su existencia, una historia contada en libros y películas desde su nacimiento en 1918 en un pequeño poblado xhosa y que refleja la actitud estoica de un líder sin fisuras, a pesar de los muchos reveses que tuvo que soportar a la cabeza de su Congreso Nacional Africano para frenar el ya célebre, por aciago, apartheid.

Madiba, como también se le conoce en honor a sus méritos concedidos nada menos que por los ancianos de su clan étnico, resistió con una fortaleza poco común los embates de la nomenclatura afrikáner segregacionista de origen europeo que le condenó a pasar más de 27 años en la cárcel, la mayoría de ellos en la tristemente evocada prisión de Robben Island, confinado al escalón más bajo de las contemplaciones del entonces régimen de Ciudad del Cabo y al aislamiento más severo, lo que no impidió que su semblanza heroica traspasara las murallas de su calvario y contagiara a una creciente militancia que esperaba su vuelta con la promesa de la liberación de los pueblos nativos del yugo xenófobo blanco.

A pesar de que el ahora anciano abogado y político es conocido sobre todo por su sólido compromiso con los métodos no violentos de la resistencia, a inspiración de Gandhi, también es cierto que en una época instigó una guerra de guerrillas armadas y fue considerado un terrorista no sólo por las autoridades locales, sino por esas mismas Naciones Unidas que hoy veneran su nombre, si bien reaccionó a tiempo para unificar y reformular una revolución nacionalista enfocada a la integración parlamentaria, que le llevó a disfrutar de la plena libertad y derechos como ciudadano en febrero de 1990 y a acceder a la presidencia del país tras las primeras elecciones democráticas en 1994, un año después de la concesión del Premio Nóbel de la Paz por la academia sueca, como el primer jefe de estado negro sudafricano.

Casi por arte de magia, quienes todavía recordamos las informaciones incesantes de las matanzas en los arrabales de la capital, Johannesburgo, y en el populoso barrio de Soweto perpetradas por las cargas brutales de la policía en los informativos de los años 80, asistimos entonces atónitos a un cambio inesperado y sin precedentes en una nación abocada a un callejón sin salida y a la proclamación de uno de los hijos de las tribus más recónditas sudafricanas, que entraba por la puerta grande de un Parlamento hasta entonces vetado a cal y canto a los negros, seguido por una corte conformada por mucho de los políticos blancos que habían firmado hasta entonces una de las crónicas más infames registradas en el continente cercano.

El resto de la trayectoria de Mandela es reciente, celebrada y conocida por todos; un hombre grande y sonriente que, a pesar de los pesares y después de algunas traiciones e insidias, incluidas algunas personales, como las deslealtades de su ex esposa Winnie, otro icono de la resistencia, y de su boda a los 80 años con la viuda del ex presidente de Mozambique Samora Machel, fallecido en un accidente de avión en 1986, apura los últimos pensamientos de su vida en Qunu, la ciudad en la que pasó su juventud, al lado de su familia y de sus numerosos y libres bisnietos.

El valor de la información


La percepción de las situaciones que ocurren hoy en día en el mundo pasa inevitablemente por el tamiz de la difusión que sirven los medios de comunicación, de tal forma que casi podríamos sentenciar que lo que no sale en las televisiones, periódicos, radios y otros estamentos informativos, prácticamente no existe. También se podría concluir en que el signo o el matiz de los hechos contados que imprimen los elaboradores de las noticias actúa como un cuño casi inamovible en los textos o imágenes que viajan desde el origen de los acontecimientos a cualquier parte del planeta, a través de los conductos directos de los corresponsales o por medio de esa red multiplicadora que es Internet. Si a eso añadimos que lo que prima de la actualidad es lo que interesa a los consumidores que están en disposición de pagar, tenemos como contrapartida que la oferta periodística tampoco está del todo exenta de esa tendencia globalizadora y monolítica que propaga el modelo occidental.

Me ha resultado muy elocuente conocer las conclusiones de un reciente estudio realizado sobre el rotativo norteamericano “New York Times” que indicaba que el 73% de las informaciones sobre África publicadas en sus páginas eran negativas, lo que nos lleva, automáticamente, a deducir que los muchos lectores de ese emblemático periódico opinarían, si se les pregunta, que el continente negro apenas concentra aspectos positivos, salvo quizás las riquezas naturales zoológicas, vegetales y territoriales que posiblemente ven en los documentales del “National Geographic”.

También es habitual que, cuando se habla de las acciones que llevan a cabo organizaciones humanitarias o de cooperación en esta parte del tercer mundo, sean resaltados por encima de cualquier otra consideración la bondad o el espíritu generoso y sacrificado de aquellos occidentales que las desarrollan, mientras se consolida por omisión el estereotipo de dependencia del africano, a menudo representado por un incapaz o mero pedigüeño de la ayuda del blanco.

Otro ejemplo de esta circunstancia de parcialidad de la realidad la tenemos en la contraposición de sendos conflictos graves donde se registraron genocidios, como los que ocurrieron casi al mismo tiempo en los Balcanes y en Ruanda. Así, mientras que la guerra europea interétnica ocupó durante mucho tiempo las primeras planas de los periódicos y las cabeceras de los telediarios, la africana, que fue despachada generalmente como “lucha tribal”, tan sólo mereció el 2,11% de las noticias registradas en los principales medios de comunicación, de manera que probablemente aún hoy en día la inmensa mayoría de la población de la UE no entiende qué fue lo que ocurrió en realidad entre los hutu y los tutsi entre los años 1990 y 94, en un pequeño estado que, por cierto, es actualmente un modelo de orden y democracia en todo el continente, tan sólo 15 años después de una barbarie en la que estuvieron muy directamente implicados países tan “civilizados” como Francia o Bélgica.

En última instancia, esta breve pincelada podría servir para constatar una vez más que, si queremos avanzar en el conocimiento de lo que ocurre muy cerca del Archipiélago, es necesario normalizar la información que servimos a nuestros ciudadanos para demostrarles que África es, sin ir más lejos, y aparte de otras muchas cosas, el continente por excelencia de las relaciones sociales, un bien cada vez más escaso en otras partes del planeta.

El callejón del comercio


Si hay un aspecto que se torna delicado cada vez que se habla del continente vecino ése es, sin duda alguna, el comercio, circunstancia por la cual quizás nuestras eventuales prospecciones mercantiles nacen teñidas de antemano del tabú maldito de la explotación del nativo, posiblemente originado por las colonizaciones que las potencia europeas ejercieron en los pasados siglos XIX y XX en una África todavía virgen de fronteras estatales, tal y como las conocemos hoy en día. Los abusos de poder y de la fuerza de trabajo, llevadas entonces hasta la esclavitud, como también ocurrió con la conquista del Nuevo Mundo por parte de España, han dejado una huella indeleble en nuestras conciencias para siempre.

Lo cierto es que da la impresión que en pleno siglo XXI nuestros empresarios deben andar con pies de plomo a la hora de emprender sus campañas, con un escudo en una mano y el esfuerzo y sacrificio personal en la otra, para no enfrentarse a la mala prensa generada por una pléyade de activistas y organizaciones no siempre bien identificadas, al socaire de una militancia rancia y mimética en pos de unos derechos humanos que nadie sabe cómo defender pragmáticamente.

Reconozco que llevo mucho tiempo rumiando esta paradoja en la que estamos empantanados, después de haber formado parte de algunas misiones comerciales realizadas por las Cámaras de Comercio canarias y conocido el trabajo de campo que llevan a cabo tanto sus responsables como aquellos de nuestros emprendedores que reúnen el suficiente valor para aventurarse a abrir nuevos caminos a nuestra economía; un modelo que, a nadie se le escapa a estas alturas, pasa por importantes dificultades y pide a gritos nuevos horizontes productivos.

Quizás sería útil recordar a esa conciencia reaccionaria, no siempre bien intencionada y despejada de prejuicios, que seguramente los primeros comerciantes conocidos y colonizadores de los que tenemos noticias procedían allá por el siglo XI a. C. precisamente de un pueblo de historia africana que creció en los límites de nuestro continente más cercano, como fueron los fenicios, establecidos en lo que actualmente conocemos como Oriente Próximo, quienes llevaron por todo el Mediterráneo no sólo sus productos, sino también su cultura, la que ha dado pie en una nada desdeñable medida a lo que hoy es la civilización que nos otorga nuestra identidad europea.

Parece ser que la imagen que se posa al final de los empeños empresariales canarios es la de una horda de negreros que ven en los países vecinos la tierra prometida, aquella de los ríos de leche y miel bíblicos que manaban espontáneamente de la naturaleza, y no la de unos exploradores que tienen que adaptarse a las condiciones de unas comunidades empobrecidas y a unas idiosincrasias no siempre cómodas ni estructuradas para las rentabilidades inmediatas.

Mientras tanto, sí que hay otros agentes que penetran en África y aprovechan el crecimiento sostenido de la mayoría de sus países para hacer negocios, porque son muchos millones de consumidores que emergen en base a las grandes riquezas de sus territorios, y llevar sus respectivos avances allí, donde hacen falta, de tal forma que posiblemente pronto los africanos hablen más chino, hindú o carioca que español, tras unas alianzas crecientes que nos alejan cada vez más de nuestras oportunidades geoestratégicas.

Náufragos


Las revueltas del Norte de África están provocando experiencias recordadas y no muy lejanas en Canarias, como las que sufren estos días miles de emigrantes en el Mediterráneo que, para huir de las situaciones insostenibles en sus respectivos países, se adentran en el mar en sus barquichuelas a la búsqueda de un mundo mejor. Mientras tanto, las autoridades europeas se empeñan en cifrar el número de víctimas como si estuvieran contando los pollos de una granja, sin apenas una mínima reflexión humanitaria aparente o ni siquiera ponerle rostro a la tragedia.

Me llama mucho la atención que, a lo sumo, la actualidad haya estado centrada en la ejecución de Bin Laden, a manos de un comando estadounidense en Pakistán, a través de un rosario de contradicciones, desmentidos y argumentos más o menos vacuos en torno a la catadura moral del acontecimiento, y a la campaña de acoso y derribo de otro sátrapa del planeta, como es el libio Gadafi, que se esconde en los agujeros que dejan las bombas de la OTAN en Trípoli; cuando no en la crisis económica que sacude el gran casino internacional y que repercute de inmediato en esos oráculos del capital denominados Bolsas de Valores.

Las discusiones de los plató de televisión y de las radios nacionales han sido enfocadas hacia los problemas de Europa para tratar de atajar la debacle financiera que atraviesan sus países periféricos, las dudas que gravitan sobre la moneda única para que pueda seguir siendo el refugio de la Unión y, como no, los discursos aburridos, desacreditados y repetitivos de nuestros políticos en la presente campaña electoral.

Además de todo eso, y obviando lo del terremoto fatal de Lorca, se habla de que Alemania, Francia e Italia, espoleados por Dinamarca, revocarán parte del Tratado de Schengen para blindar las fronteras exteriores y apuntalar las murallas de una Comunidad que, de seguir así, terminará cerrada a cal y canto y mirándose al ombligo, es decir, a Bruselas, para no ver ni ser testigo de lo que las aguas arrastran a sus orillas y que representa la nata descompuesta de las castas de desheredados que se han alimentado hasta la fecha de las migas que han caído del banquete que hemos devorado.

Pero si algo me ha sobrecogido ha sido la polémica en torno a la denuncia de un clérigo árabe que desde Italia aseguraba que uno de los supervivientes de una barca con 72 emigrantes indocumentados en el Mediterráneo, de los que fallecieron 61, había dicho que fueron avistados por barcos de guerra y helicópteros que omitieron el deber marítimo de auxiliarles. El debate se centró inmediatamente en un choque de declaraciones entre los portavoces de los países cuyas armadas integran la OTAN y en las declaraciones de una alta representante desmintiendo esa posibilidad, aunque también supuso para los profesionales de la información evaluar la deontología del periódico británico que destapó el suceso en los términos que lo hizo.

Eso sí, no he oído a nadie que haya cuestionado todavía en todos esas diatribas públicas las razones que hacen que por el mismo mar -que no océano- circulen soberbios trasatlánticos de recreo, imponentes portaaviones y buques militares al mismo tiempo que ínfimas naves artesanales cargadas hasta los topes de harapientos náufragos que huyen de la pobreza y del horror causado por unas reglas del juego en las, que por lo visto, nuestras sociedades del bienestar no quieren ni pensar.

Axiomas olvidados


A veces se discute sobre la existencia o no del pensamiento africano como se hacía en el medioevo del sexo de los ángeles, y eso ocurre seguramente por lo poco que sabemos de ambos, y también porque la escritura en las regiones subsaharianas parece ser un fenómeno relativamente reciente. No hace falta remontarse muy atrás cronológicamente para encontrar las fuentes literarias de las que se nutren los autores contemporáneos que escriben ensayos, novelas o poesía, y se consideran clásicos, entre otros, a Senghor, Césaire, Nkrumah, Cabral, Fanon o Nyerere, fallecidos algunos de ellos hace tan sólo una decena de años.

Una de las claves de la irrupción tardía de las letras africanas en Occidente viene dada por la tradición oral, que ha jugado un papel casi fundamental en el legado de las sucesivas generaciones a lo largo de los siglos en el continente vecino, y también porque, tras la colonización, los intelectuales tomaron la senda de la literatura para reivindicar, a veces, “la negritud”, concepto acuñado por Senghor, y para intentar satisfacer casi de forma obsesiva la necesidad de encontrar una identidad general propia como razón de ser del africano frente al mundo desarrollado.

Tampoco es casual que entre los nombres aquí invocados estén nada menos que el de tres presidentes de sus respectivos países, el propio Senghor, de Senegal, Nkrumah, de Ghana, y Nyerere, de Tanzania; y esto es así porque normalmente se podría admitir que la occidentalización del pensamiento africano vino servida durante el siglo pasado por la impronta llevada a sus comunidades por muchos de los que estudiaron en Europa y mimetizaron la política y los sistemas progresistas desde su condición de inmigrantes en sus metrópolis.

No obstante, muchas veces la obra literaria africana se me antoja, cuando no dispersa, sí imbricada a un proceso de autoreafirmación constante que choca, de una parte, con la incomodidad de estar pisando un terreno ajeno en la concepción del discurso para no desgajarse de otras civilizaciones imperiosas aunque lejanas y, como contrapartida, con la urgente necesidad de construir una plataforma ideológica lo bastante sólida para gritar al mundo la concurrencia de una historia complementaria que debe ser respetada por el extranjero, y que representa un contrapunto visionario al mundo actual, materialista y depredador de las culturas y la naturaleza.

Lo cierto es que tengo que reconocer que ahora mismo no estoy seguro si hay más autores que escriben sobre África dentro o fuera del continente, es decir, si son más los africanos que hablan sobre su pensamiento o son los europeos los que tratan de desentrañarlo. Conviene añadir que afortunadamente comienzan a despuntar estudiosos en España, como Ferrán Iniesta, Albert Roca, Jokin Alberdi, Soledad Vieitez o Alfred Bosch, entre otros.

En última instancia, sí que está claro que el pensamiento africano es autónomo y representa otra forma de entender la vida al margen de las globalizaciones y las servidumbres de las sociedades del “bienestar” que nos empujan a todos a alienarnos de nuestros sueños, en un mundo cada vez menos contemplativo e inmediato. De ahí que tampoco estaría mal bajarnos del cadalso en el que estamos instalados para abrirnos a los axiomas que proceden de la antigüedad que hemos perdido y que siguen impregnando, como en un túnel del tiempo, el presente del continente vecino.

La crisis marfileña


El desenlace de la guerra civil de facto que ha vivido Costa de Marfil durante estos últimos cinco meses, tras las elecciones presidenciales del pasado día 28 de noviembre, no puede ser más que un jarro de agua fría para quienes esperábamos que la cordura se impondría al final en las estructuras institucionales del que fue uno de los países ejemplares de la democratización africana, de la mano del padre de la patria Félix Houphouët-Boigny. Sin embargo, el devenir de los acontecimientos ha desembocado más en la imagen de un trágico vodevil dislocado que en la de un contencioso postelectoral que debería haberse despejado por los cauces del diálogo y la negociación entre los principales actores de esta página aciaga de la historia marfileña. Laurent Gbagbo, presidente saliente, reconocido vencedor de los comicios por el Tribunal Constitucional local, y Alassane Ouattara, candidato electo respaldado por la ONU, EEUU y, como no, Francia, la ex metrópoli omnipresente de ésta y otras ex colonias del continente; no han querido comprenderse.

Si hiciéramos un ejercicio de extrapolación de la circunstancias vividas allí a Europa sería impensable tanto desatino, porque la participación ciudadana y el arraigo del aparato de un estado desarrollado en las doctrinas de la libertad, igualdad, fraternidad, derivadas de la Revolución francesa, se hubieran alzado en un pueblo que aspira a la paz y el progreso y no a los personalismos de dos púgiles encarnizados en pos del poder. La visión de la humillación de todo un ex jefe de Estado, de su mujer y sus allegados por las fuerzas “rebeldes” es todo lo contrario a un panegírico de la evolución de la civilización, en la que precisamente ha tenido mucho que ver la nación gala y su obsesión por mantener viva la llama de la hegemonía de su imperio africano, catalogada en la gruesa y nutrida metodología de intrigas de la françafrique.

Muchas dudas quedan en el aire, como la actuación de La Licorne francesa en su asalto final al Palacio Presidencial, con el beneplácito de las Naciones Unidas; las actuaciones de ataque de los cascos azules contra las posiciones del ejército constitucional; las más que sospechosas maniobras y coacciones en las votaciones del norte del país; las matanzas ejercidas por las milicias armadas a medio millar de personas de la etnia gueré, afín a Gbagbo, en las localidades de Duékoué, Guiglo, Bangolo y Buutuo y, sobre todo, el acceso de un nuevo presidente -Ouattara- a la más alta jefatura con las manos manchadas de sangre.

A la espera de lo que pase ahora, sí que se puede argüir que África ha perdido una nueva oportunidad de demostrar al mundo que está preparada para ingresar en las reglas del juego democrático, que la comunidad internacional tiene una doble vara de medir las situaciones en los países en desarrollo, que los intereses económicos siguen primando y medrando en el continente negro y que París continúa impertérrita con su papel neocolonialista en sus antiguas posesiones de esta parte del planeta.

Me temo que el hacha de guerra no está enterrada y que el pueblo marfileño dista mucho de encontrar la paz deseada, ya que las desavenencias interétnicas, grupales y religiosas que han provocado esta batalla, animadas por la ambigüedad nacional surgida de unas fronteras ficticias y los intereses de las potencias extranjeras, siguen vivas en la mente de los ciudadanos, afectados una vez más por los agravios artificiales de una descolonización cerrada en falso.

Deudas envenenadas


La situación generalizada de crisis por la que pasa actualmente el mundo desarrollado puede que obedezca no sólo al ámbito meramente numérico, económico y financiero de los mercados internacionales, sino que es posible que se deba también a otros aspectos que hemos venido olvidando secularmente, como el sentido de la humanidad y los valores que debemos anteponer al puro mercantilismo de poseer y amasar riquezas por que sí. Es más, es argumentable que el sólo sentido del materialismo denota incultura, insensibilidad y ferocidad, una incongruencia que nos arrastra a todos a un escenario alienante y de desconfianza permanente, donde nadie se fía de nadie y en el que debemos aceptar un papel obligatorio de defensa permanente.

La esperanza es que este tremendo varapalo, que como siempre sufren más los más necesitados, sea el antesala del fin de esta revolución de los necios a la que asistimos, como inicio de la vía de los humanismos que dejamos atrás hace mucho tiempo. Que surja el nuevo hombre de las cenizas del neoliberalismo aberrante en el que nos hemos movido en los últimos decenios es cuestión de una sucesión de carambolas que algunos esperamos con serena resignación.

Las clases pobres de cualquier sociedad, las desheredadas, espiritualizadas (lo único que les queda) y pacientes, equivalen a unos 2.800 millones de personas, casi la mitad de la población mundial, que viven con menos de 2 euro al día, y no vamos a ninguna parte sostenible si no ofrecemos una perspectiva de mayor amplitud de pensamiento a las futuras generaciones para que pongan fin a tanto despropósito.

Cuando hablamos de esos pueblos del tercer mundo, como África, suelen darse fugas inaceptables que relacionan el subdesarrollo con la incapacidad de grandes bolsas humanas para organizarse y crear sus propias estructuras de progreso. ¿Qué evolución puede alcanzar esos países empobrecidos del continente vecino cuando reintegran automáticamente a los prestamistas internacionales, como el FMI o el BM, 50 céntimos por cada euro a título de pérdidas relacionadas con los términos del intercambio? Eso sí, parece que el acuerdo es unánime en los foros del conocimiento respecto a que la responsabilidad de la inanición de esos pueblos es sólo de los gobernantes locales, que han copiado el modelo que sus metrópolis colonizadoras dejaron una tras otras cuando se convencieron de que la negritud es de otro planeta.

Algunas figuras intelectuales africanas, como la política y escritora maliense Aminata Traoré, se preguntan, muy al contrario, por la deuda envenenada que Europa tiene con el continente vecino, y reclama que la esclavitud desempeñó un papel decisivo en la acumulación del capital necesario para la construcción de nuestra economía tal y como hoy la conocemos. Dice Traoré que la masa monetaria que supuestamente deben a los países occidentales ya ha sido reembolsada por triplicado.

En cualquier caso, existe un pensamiento africano que denota una lucha ciclópea por alcanzar una orientación posible al choque entre sus costumbres y creencias ancestrales y lo que vomitan las imágenes que llegan a través de las antenas parabólicas e Internet, que comienzan a sembrar el inmenso territorio subsahariano con sus productos inalcanzables que rebotan contra las paredes de ese círculo vicioso en el que se encuentran encerrados sin solución de continuidad.

Colonización verde


Las masivas compras de terrenos que al parecer realizan algunos países ricos y grandes empresas multinacionales en el continente vecino están suscitando un importante debate. En el foco se encuentran no sólo China o Corea del Sur, sino también otras entidades procedentes de Europa, sobre todo del Reino Unido, Alemania o Suecia. Y es que la creciente demanda agrícola de las naciones desarrolladas, al mismo tiempo que la aplicación paulatina de los biocombustibles para suplir las cada vez más escasas reservas de petróleo, precisan vastas extensiones de territorio donde cultivar las remesas necesarias para el consumo interno, aunque factores como el temor al incremento de los precios de los productos alimenticios y de las materias primas, junto a la escasez de agua potable, juegan un papel importante a la hora de buscar nuevos escenarios geográficos disponibles a lo largo del planeta.

En torno a medio centenar de ONGs africanas ya han exigido una moratoria al respecto, aduciendo que esta tendencia traerá más inseguridad alimentaria, en vista de que el ritmo de privatizaciones de propiedades comunales es imparable, y que encima las plantaciones agroenergéticas amenazan con desplazar las cosechas tradicionales para el consumo humano. Como precedentes de esto último podemos citar las reconversiones del sector primario que han experimentado los Estados Unidos, Brasil y algunos países asiáticos, proceso que Europa tendrá que recorrer también si quiere luchar contra el colapso energético.
Sin embargo, sí que llaman la atención las proporciones que se manejan en todas esas alternativas a los combustibles fósiles, porque dicen los expertos que para llenar el tanque de un automóvil hace falta la misma cantidad de grano que para alimentar a un niño durante un año y, según un informe de Oxfam Francia, son necesarios 232 kilos de maíz para producir sólo 50 litros de gasolina, lo que exige necesariamente la utilización de grandes extensiones de campos fértiles.

Por eso el inmenso territorio africano es una vez más la reserva del mundo, de tal manera que muchas organizaciones comienzan a hablar de la “colonización verde”, mientras que la ONU ha denunciado que entre unos cuantos estados desarrollados y ciertas corporaciones internacionales ya han comprado tierras del tamaño de la mitad del área cultivable de toda Europa. Tan sólo China y algunos países del Golfo Pérsico han adquirido más de 45 millones de hectáreas, casi la superficie de España, para producir alimentos que no pueden obtener dentro de sus fronteras. Por su parte, las autoridades locales no dudan en desalojar de las mejores tierras a los campesinos nativos, que las utilizan para su subsistencia, con el fin de entregárselas a los inversores extranjeros.

De nuevo África se coloca en el centro de la polémica internacional como escenario de controversia entre ética y desarrollo, porque si de una parte el continente necesita cuantiosos ingresos para entrar en la senda del progreso económico, en base a la creación de procesos que generen estructuras, industrias y tejido empresarial, de otra surge la vertiente de la explotación de sus recursos por parte de los países ricos sin apenas contrapartidas económicas para la población autóctona, a pesar de las promesas de restitución que suelen quedarse en el alero de las grandes compañías o a precio de saldo en el bolsillo de los gobernantes.