Madiba


Si hay una figura del continente negro que ha sido elevada a la órbita de las personalidades legendarias del mundo es, sin duda, la del ex presidente sudafricano Nelson Mandela, quien acaba de celebrar sus increíbles 93 años. De hecho, esta efemérides fue declarada Día Internacional por la ONU en 2009 para conmemorar el enorme peso de su vida ejemplar y la dura y larga lucha que por la integración racial realizó a lo largo de su existencia, una historia contada en libros y películas desde su nacimiento en 1918 en un pequeño poblado xhosa y que refleja la actitud estoica de un líder sin fisuras, a pesar de los muchos reveses que tuvo que soportar a la cabeza de su Congreso Nacional Africano para frenar el ya célebre, por aciago, apartheid.

Madiba, como también se le conoce en honor a sus méritos concedidos nada menos que por los ancianos de su clan étnico, resistió con una fortaleza poco común los embates de la nomenclatura afrikáner segregacionista de origen europeo que le condenó a pasar más de 27 años en la cárcel, la mayoría de ellos en la tristemente evocada prisión de Robben Island, confinado al escalón más bajo de las contemplaciones del entonces régimen de Ciudad del Cabo y al aislamiento más severo, lo que no impidió que su semblanza heroica traspasara las murallas de su calvario y contagiara a una creciente militancia que esperaba su vuelta con la promesa de la liberación de los pueblos nativos del yugo xenófobo blanco.

A pesar de que el ahora anciano abogado y político es conocido sobre todo por su sólido compromiso con los métodos no violentos de la resistencia, a inspiración de Gandhi, también es cierto que en una época instigó una guerra de guerrillas armadas y fue considerado un terrorista no sólo por las autoridades locales, sino por esas mismas Naciones Unidas que hoy veneran su nombre, si bien reaccionó a tiempo para unificar y reformular una revolución nacionalista enfocada a la integración parlamentaria, que le llevó a disfrutar de la plena libertad y derechos como ciudadano en febrero de 1990 y a acceder a la presidencia del país tras las primeras elecciones democráticas en 1994, un año después de la concesión del Premio Nóbel de la Paz por la academia sueca, como el primer jefe de estado negro sudafricano.

Casi por arte de magia, quienes todavía recordamos las informaciones incesantes de las matanzas en los arrabales de la capital, Johannesburgo, y en el populoso barrio de Soweto perpetradas por las cargas brutales de la policía en los informativos de los años 80, asistimos entonces atónitos a un cambio inesperado y sin precedentes en una nación abocada a un callejón sin salida y a la proclamación de uno de los hijos de las tribus más recónditas sudafricanas, que entraba por la puerta grande de un Parlamento hasta entonces vetado a cal y canto a los negros, seguido por una corte conformada por mucho de los políticos blancos que habían firmado hasta entonces una de las crónicas más infames registradas en el continente cercano.

El resto de la trayectoria de Mandela es reciente, celebrada y conocida por todos; un hombre grande y sonriente que, a pesar de los pesares y después de algunas traiciones e insidias, incluidas algunas personales, como las deslealtades de su ex esposa Winnie, otro icono de la resistencia, y de su boda a los 80 años con la viuda del ex presidente de Mozambique Samora Machel, fallecido en un accidente de avión en 1986, apura los últimos pensamientos de su vida en Qunu, la ciudad en la que pasó su juventud, al lado de su familia y de sus numerosos y libres bisnietos.

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