Llevábamos mucho tiempo despidiéndonos de él. De su persona.
De su existencia. No de su herencia, que perdurará en la eternidad, como la de
aquellas otras grandes figuras que han jalonado la historia de la Humanidad con
letras mayúsculas, y porque su huella es un legado sólido, construido desde la
sencillez, la modestia y la esperanza con que dota la vida a aquellos que saben
esperar, comprender y perdonar. No es nada fácil que hombres y mujeres de su
talla emerjan desde sus rincones de origen para mostrar el camino a todos los
que andamos perdidos con tantas interferencias en los valores esenciales, y
menos desde un continente ignorado, cuando no invadido o maltratado, a la
sombra de las culturas dominantes de los dos últimos siglos. Su trayectoria no
fue ejemplar siempre, pero sí que alcanzó la redención a través de su propio
calvario, y todavía le dio tiempo para erigirse en un valladar de la sabiduría
y en un icono de la integridad. Esta vez sí es cierto. Se ha cumplido la ley de
la naturaleza, aquella que recorre como en ninguna otra parte los caminos
africanos, los que llevaban a su aldea de pequeño, a su terruño, el de la etnia
xhosa, que tuvo la fortuna de compartirlo. Se han ido sus arterias, sus células
y sus achaques de nonagenario, los mismos que acarreaban un pequeño vehículo
que le transportó al centro de un estadio de fútbol del Mundial de 2010, cuando
casi lo vimos por última vez, el día que recibió el calor tan merecido de todo
un pueblo agradecido por haber levantado no su bandera, no la de Sudáfrica,
sino la de la concordia de los humanos, al margen de razas y creencias. También
un día no muy lejano voló desde los barrotes de una cárcel que conquistó poco a
poco, minuto a minuto, convirtiéndola en una especie de monasterio de su
serenidad, una leyenda que ya nunca olvidaremos, ni nuestros hijos, ni los
hijos de nuestros hijos. Mandela fue África, o su espíritu, durante los últimos
años de su vida, un continente que hoy brilla con luz propia gracias al arco
iris que construyó para todos desde un rincón de su pequeño habitáculo, segundo
a segundo, en Robben Island, junto a sus carceleros, con ellos, ya ganados a su
causa. Ahora está volando más lejos, a ese firmamento plagado de estrellas
desde donde seguirá bailando con su gente, abrazado a Graça, su última esposa,
y sonriendo desde su irrepetible atalaya, su noble cabeza de rey negro.
Sabíamos que estaba cantado y que, después de varios intentos, lo iba a
conseguir. Se liberó al fin y nos dejó un poco huérfanos para siempre de una
frase última, de un pensamiento de alivio o de una de sus verdades
monumentales. Ahora ya tenemos todo el tiempo del mundo para venerarlo más, si
es posible, desde su recuerdo imborrable. Hasta siempre, Madiba.