Adiós 2013


Concluye el año en el que murió Mandela, con los ecos de su funeral de estado todavía en el aire. También termina un año en el que África continúa desperezándose con sobresaltos bélicos y humanitarios que acallan sus avances sociales y económicos. Apenas una crisis parece desaparecer tras las mil colinas que marcaron el genocidio de Ruanda para que surjan otras batallas, casi siempre por intereses materiales, que llevan al desastre a miles de inocentes. Finaliza un año en el que hemos estado pendientes del avance islamista radical en gran parte del norte del continente, pero igualmente a través del Sahel hasta la costa occidental africana, aquí mismo, frente a Canarias, y que provoca estragos de sangre en países más lejanos de estos pasillos salafistas, como Nigeria. Se va un año en el que hemos asistido al resurgimiento de la lucha armada en Sudán del Sur y en la República Centroafricana y al estancamiento de Mali, atenazada entre su indigencia política y su dependencia internacional para al menos enfriar el incendio fundamentalista que llegó desde la descabezada Libia, sumida en un rebotallo de tribus y facciones que luchan por el poder. Se extingue un año en el que países como Costa de Marfil retoman su camino de paz y progreso, después de una confrontación cruenta entre dos partes de un poder político reventado por las armas, y otros que, como Marruecos, no dan su brazo a torcer en conflictos que despiertan casi unánimes críticas internacionales, como es la cuestión del Sahara Occidental, que deja en un segundo plano las reformas de calado de un estado que representa una de las grandes murallas de contención de Europa, y sobre todo de España, para el extremismo religioso y la inmigración ilegal pero vital. Decimos adiós a un año en el que se ha confirmado la inestabilidad de bastiones tan importantes como Kenia, que soporta la presencia de la yihad y los embates transfronterizos del galimatías somalí, o Egipto, milagrosamente aferrado al borde de ese abismo fanático que amenaza con ahogar los atisbos de representación civil que todavía emergen de la debacle ideológica de la nueva centuria. Nos vamos de este año con un continente cada día más asiático, algunos dicen que fortalecido, mientras otros alertan de una nueva colonización oriental, marcada por colosales inversiones financieras en infraestructuras, eso sí, con dinero procedente de la liquidación de recursos naturales, como el petróleo o minerales preciosos y raros, y la venta de enormes extensiones de tierras fértiles a otras naciones o multinacionales que cultivan alimentos o combustible vegetal. Cerramos un 2013 africano diverso, pero también convulso, y damos la bienvenida a un 2014 con el recuerdo imborrable de la esperanza que nos inculcó el propio Madiba.

Hasta siempre


Llevábamos mucho tiempo despidiéndonos de él. De su persona. De su existencia. No de su herencia, que perdurará en la eternidad, como la de aquellas otras grandes figuras que han jalonado la historia de la Humanidad con letras mayúsculas, y porque su huella es un legado sólido, construido desde la sencillez, la modestia y la esperanza con que dota la vida a aquellos que saben esperar, comprender y perdonar. No es nada fácil que hombres y mujeres de su talla emerjan desde sus rincones de origen para mostrar el camino a todos los que andamos perdidos con tantas interferencias en los valores esenciales, y menos desde un continente ignorado, cuando no invadido o maltratado, a la sombra de las culturas dominantes de los dos últimos siglos. Su trayectoria no fue ejemplar siempre, pero sí que alcanzó la redención a través de su propio calvario, y todavía le dio tiempo para erigirse en un valladar de la sabiduría y en un icono de la integridad. Esta vez sí es cierto. Se ha cumplido la ley de la naturaleza, aquella que recorre como en ninguna otra parte los caminos africanos, los que llevaban a su aldea de pequeño, a su terruño, el de la etnia xhosa, que tuvo la fortuna de compartirlo. Se han ido sus arterias, sus células y sus achaques de nonagenario, los mismos que acarreaban un pequeño vehículo que le transportó al centro de un estadio de fútbol del Mundial de 2010, cuando casi lo vimos por última vez, el día que recibió el calor tan merecido de todo un pueblo agradecido por haber levantado no su bandera, no la de Sudáfrica, sino la de la concordia de los humanos, al margen de razas y creencias. También un día no muy lejano voló desde los barrotes de una cárcel que conquistó poco a poco, minuto a minuto, convirtiéndola en una especie de monasterio de su serenidad, una leyenda que ya nunca olvidaremos, ni nuestros hijos, ni los hijos de nuestros hijos. Mandela fue África, o su espíritu, durante los últimos años de su vida, un continente que hoy brilla con luz propia gracias al arco iris que construyó para todos desde un rincón de su pequeño habitáculo, segundo a segundo, en Robben Island, junto a sus carceleros, con ellos, ya ganados a su causa. Ahora está volando más lejos, a ese firmamento plagado de estrellas desde donde seguirá bailando con su gente, abrazado a Graça, su última esposa, y sonriendo desde su irrepetible atalaya, su noble cabeza de rey negro. Sabíamos que estaba cantado y que, después de varios intentos, lo iba a conseguir. Se liberó al fin y nos dejó un poco huérfanos para siempre de una frase última, de un pensamiento de alivio o de una de sus verdades monumentales. Ahora ya tenemos todo el tiempo del mundo para venerarlo más, si es posible, desde su recuerdo imborrable. Hasta siempre, Madiba.

Autosuficiencia

Ya me he referido en otras ocasiones a las corrientes casi contrapuestas que pueden llegar a mantener los que miran hacia África. Es posible que esta polarización obedezca a las informaciones de todo pelaje que pululan por esas redes del señor, pero lo cierto es que si de una parte hay quienes opinan que los países subsaharianos no avanzan, otros creen, como si de una cuestión de fe se tratara, que despegan de forma espectacular. A mí, personalmente, que me interesa distanciarme lo más objetivamente de ambos extremos, me preocupa más que los africanos lleguen a tiempo para que construyamos entre todos un nuevo modelo global mas solidario, equilibrado y sostenible. África está ahí mismo, a tiro de piedra, con unas realidades contundentes y unos planos ineludibles para el mundo actual, y tendremos que estar atentos, por nuestra cercanía, a esas culturas milenarias que comienzan a mezclarse ante nuestras narices con la modernidad trepidante que llevan aparejadas las nuevas tecnologías. Si sumamos factores intentando evitar los estereotipos, podemos apreciar ante todo que estamos frente a un espacio geográfico muy grande y con una diversidad profusa que congrega a la séptima parte de la población del planeta. Cientos de millones de personas que provienen de las culturas más antiguas acceden cada vez más a la comunicación telemática que les enseñará muy rápidamente hasta dónde se puede llegar, además en un momento en que las reglas del juego están dando un vuelco sin precedentes y justo en medio de los dos polos que más expectativas reúnen en cuanto a crecimiento, como son Asia y Sudamérica. En ese pasillo de cooperación Sur-Sur, que produce un progresivo contrapeso al monopolio de Occidente, se encuentran, justo en medio, unas decenas de países que poseen el 12% de las reservas de petróleo internacionales y nada menos que el 60% de las tierras cultivables de todo el planeta, además del 90% del cromo y platino y el 40% del oro, sin contar con otros indicadores igual de afortunados. Eso sí, gran parte del continente se halla todavía en un estadio muy atrasado y ni ha pasado por la revolución industrial que acometieron ya sus socios asiáticos, aunque, con ese precedente, puede que sus países remeden el salto que dio China en dos décadas para instalarse en la vanguardia tecnológica y financiera del mundo y, que por cierto, invierte en África a manos llenas. Como muestra, Pekín acaba de anunciar que destinará un billón de dólares al continente negro hasta 2025 y que no descarta la construcción de una red ferroviaria panafricana. Y quizás sea esa la clave, la unión, precisamente la que esgrimen cada vez más africanos para construir la integración, la pieza que esperan como el maná para alcanzar la autosuficiencia.