A mediados del siglo pasado la senda milenaria del
continente vecino entroncó directamente con la efervescencia de la entonces capital
cultural de Europa, París. En esa época, en la que se hilvanaron las tendencias
derivadas de las vanguardias artísticas históricas, una sucesión nutrida de
“ismos” que desembocaron en el humanismo de Sartre y en sus reflexiones a medio
camino entre la existencia y la esencia, la Ciudad de la Luz se había
convertido en un crisol forjado por las disidencias no solo de aquellas
celebridades europeas que huían de los regímenes totalitarios de sus países,
como el propio Picasso, sino también de activos étnicos procedentes de las
colonias de ultramar. Con ellos, un grupo de africanos creció al amparo de la
huella dejada por la liberación del pensamiento y de los exponentes de la
creación plástica y literaria: después del dadaísmo de Tzara o del surrealismo
de Breton, el terreno estaba sembrado para encajar cualquier propuesta divisionista.
Allí se encontraron Césaire y Senghor para lanzar la reivindicación de la
negritud como término de la dignidad de la raza mayoritaria de África a través del
periódico “L'étudiant noir”. Allí se coció una buena parte de las aspiraciones intelectuales
de varias generaciones que todavía pujan hoy por sacudirse las rémoras
persistentes de la colonización occidental y, de paso, el reguero de
autoritarismos que dejaron las metrópolis en manos de uniformados, escasamente
instruidos, en su fuga precipitada hacia otras empresas más prometedoras. Allí
lucharon un número indeterminado de jóvenes negros para organizar la razón de
ser de sus herencias nacionales frente a las retahílas eurocéntricas que les
dejaba invariablemente a los pies de los caballos. En medio de todo este
revuelo, una figura casi pasó desapercibida, un ejemplo más para rebatir el
sambenito terrible con el que los occidentales cargan de inanidad a las comunidades
africanas. La Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar debe su nombre al
historiador, físico nuclear y antropólogo que fue el primero en poner en tela
de juicio la “blanquitud” del antiguo Egipto de los faraones. A partir de sus
pruebas de laboratorio y de las técnicas del radiocarbono, este científico
literato demostró todo lo contrario, que la gran civilización del Norte de
África fue negroide, desmontando así otra de las grandes apropiaciones etnocéntricas
occidentales oportunamente maquillada por Hollywood. Posteriormente Diop tuvo
una trayectoria intelectual dilatada en múltiples foros internacionales, pero
también una persistente aspiración política que le llevó a enfrentarse
precisamente con el presidente más emblemático de su país, el poeta, ensayista y
miembro de la Academia Francesa, Léopold Sédar Senghor.