Una información daba
cuenta esta semana del hallazgo de un yacimiento de petróleo en aguas de
Senegal, que la compañía concesionaria británica Cairn Energy calificaba de
“importante”. Al margen de si esa prospección merece tal calificativo y terminará
dando sus frutos, sí que resulta recurrente para trazar ciertos paralelismos o,
cuando menos, recrear una posibilidad en un país que carece de recursos
naturales y que depende del auxilio, cuando no de las limosnas, de los fondos
de cooperación internacionales para luchar contra la pobreza.
Por fin surge en
el camino una hipótesis que invita a soñar con otro futuro para esta nación
cercana, y hasta veo al presidente Sall reclamado por las primeras potencias
mundiales, celebrado en las alfombras rojas de los palacios más emblemáticos y
acudiendo a las citas exclusivas de la diplomacia inoperante del mal llamado
primer mundo. Vislumbro La Cornise de Dakar resplandeciente y sus playas
aledañas inmaculadas y repletas de sombrillas y quioscos, o la Plaza de la
Independencia bordeada de grandes limusinas y deportivos de última generación, y
el Grand Yoff henchido de nuevas construcciones unifamiliares con jardín y garajes
con puertas automáticas. Imagino a los tullidos, que hoy caminan con tacos en
las manos, sobre modernas sillas de ruedas autopropulsadas, o los múltiples
mercados populares pletóricos de alimentos europeos o japoneses. Transito por
una ciudad en el que los vendedores callejeros están sentados en sus motos de
gran cilindrada y operan con sus tablet sin ofrecer a los extranjeros cualquier
quincalla, algo realmente insólito.
Supongo los
grandes hoteles de cinco estrellas, de rostro blanco, con familias enteras de
ejecutivos negros que disfrutan de las sábanas almidonadas y los menús
peripatéticos de la comida internacional. Me abalanzo sobre las escuelas y los
institutos para comprobar que hasta allí llega el efecto de los petrodólares, o
que en los barrios alejados de Le Plateau ya están instalando el saneamiento y
los contenedores de basura. Me aventuro por la autopista china hasta Thiaroye-sur-Mer
para comprobar si han vuelto los hijos de los pescadores que buscaron una vida
mejor en una patera y jamás regresaron.
Sigo hasta Thiès con la esperanza de
ver como florecen las construcciones de carretera y restaurantes de lujo que
ofrecen thieboudienne o maafe en salsa de cacahuete acompañados de bissap o
bui. Llego a la ciudad sagrada de Touba para asistir a la puesta de largo de su
Gran Mezquita y a la inauguración del crematorio de desperdicios y de la
conducción de aguas negras a través de modernos sistemas gestionados por el
Cabildo de Tenerife. Subo hasta Saint Louis, convertida en la gran atracción turística
del país, con sus edificios de la etapa colonial francesa muy iluminados,
monumentales, y unas instalaciones públicas acordes al estuario del río
Senegal, surcado por embarcaciones fuera borda y yates de magnates procedentes
de todo el mundo.
Desde allí intento con unos prismáticos avistar la plataforma
petrolífera que, a cien kilómetros mar adentro, ha transformado tanto la existencia
de los senegaleses y me pregunto si al final ha valido la pena y si todos esos
avances, conocidos como bienestar social en otras partes del planeta, casan con
el espíritu acogedor, noble y sereno de este pueblo. Y justo en ese punto me despierto.