La otra vida


A veces uno pretende desembarazarse de los datos para expresar los argumentos desde el corazón, algo que no es fácil ni habitual, pero toca rendirse cuando esto sucede. Y uno lo hace para explicar que lo que defiende va más allá de las cifras, los tópicos o las referencias más o menos formales que suelen acompañar a estos comentarios.
A nadie se le escapa que estamos viviendo momentos de zozobra con Aminatou, y su cruzada heroica contra la barbarie marroquí, o con los catalanes secuestrados por Al Qaeda en Mauritania; sendos hechos que pueden arrastrar a cuestionar el lado bueno africano. Aún así, insisto en defender este continente ancestral de la otra orilla, cuyas gentes y costumbres me han brindado otra forma de contemplar mi propia existencia. Suelo comentar que, cuando desembarco en alguno de sus territorios, siento como si descargara de mi espalda una enorme mochila cargada de piedras, para sumergirme de pronto en algo así como la libertad, la dignidad e incluso la esperanza perdida. También me recorre de los pies a la cabeza una sensación de volver a mi casa, de la que partieron mis antepasados hace miles de años, como si el polvo fuera el mismo que pisaron tantos hombres y mujeres a través de la historia de la Humanidad. Y esto es así porque allí generalmente se vive con los pies en la tierra y las preocupaciones son perentorias, remitidas casi por completo a cómo alimentarse y dar de comer a los tuyos cada día, o cómo cumplir con los preceptos de respeto a la familia, a los mayores y al trabajo cotidiano, si lo hubiere, para intercalarlo todo con una alegría y vitalidad que desconciertan a aquellos que, como yo mismo, venimos del mal llamado primer mundo.
Es verdad que nosotros manejamos el progreso y, con ello, al resto del planeta, pero también lo es que frecuentemente estamos proyectados en mecanismos, ambiciones y necesidades sofisticadas que nos hacen perder el hilo de nuestra propia existencia, es decir, perdemos de vista de dónde venimos y hacia dónde vamos y, por extensión, qué es lo que es bueno para nosotros y nuestros seres queridos.
Nunca he sentido morriña de ningún país europeo o provincia española visitada y sin embargo eso me ocurre con todo lo que he conocido de África, donde jamás he tenido ningún contratiempo reseñable ni sensación alguna de inseguridad personal. El tiempo se para, la mente se relaja, la gente sonríe y el color y los ritmos esenciales llenan tu cabeza. Todo ello con una generosidad y profusión de gestos sencillos que contrastan con el galimatías que hemos dejado atrás, en esta sociedad compleja en la que vivimos como rehenes de los réditos ajenos, de la frustración y del miedo a quedarnos solos entre la inmensa conurbación de murallas, donde sí que hay pobreza y miserias.
La solidaridad es una de las bendiciones que caracterizan –repito, generalmente- a las sociedades africanas, donde una inmensa clase media y baja se reparte lo poco que tienen con una generosidad inaudita. Cierto que todo se negocia, que es una costumbre el regateo, pero más como una vía de comunicación y de trato que como el fin último del lucro. Después todos terminan en el hogar con las contribuciones que jerárquicamente corresponde a cada cual y en donde todo el mundo tiene cabida.
Por eso echo de menos África y me desconsuela que se pierda entre la maraña de intereses que dominan hoy el mundo desarrollado, con el pavoroso cambio climático de fondo.

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