La maldición del Sahel


Las organizaciones humanitarias vienen advirtiendo desde hace meses de la hambruna que se produciría este año en la franja del Sahel. La sequía y una terrible plaga de langosta acabaron con las expectativas de la cosecha de la que viven la mayoría de los habitantes de los países que van desde el sur de Mauritania hasta Eritrea, pasando por Malí, Burkina Faso, Níger o Chad, una situación que se agrava con las fuertes lluvias de la estación húmeda que ahora se precipitarán sobre la región y que provocan enfermedades como la malaria, el cólera, la hepatitis o las diarreas.

La alarma no es nueva porque se trata de una de las zonas más áridas del planeta, conformada por un grupo de estados que figuran entre los más pobres del mundo, donde ya de por sí la existencia es muy dura a lo largo de todo el año, pues, entre otras cosas, deben vender sus diezmados cultivos en épocas en que la caída de los precios dejan paupérrimos beneficios, debido a la gran oferta existente en el periodo de recogida, mientras que el escaso ganado que no ha muerto por la ausencia de pastos y agua sirve como contrapartida para adquirir de nuevo lo que se vendió antes pero a precios más caros. Además, las circunstancias son cada vez más graves debido al cambio climático, que hace que las estaciones sean extremas y acaben con las pocas esperanzas de supervivencia de los humanos que tuvieron la mala fortuna de nacer en aquellas latitudes.

Otro de los factores aciagos del presente del Sahel es la crisis financiera internacional, pues los donantes retiran una buena parte de las partidas que en otros tiempos solían otorgar para luchar contra la hambruna crónica de estas comunidades. Las organizaciones de cooperación se desgañitan para recabar las ayudas, pero reciben porcentajes muy por debajo de lo necesario para combatir los efectos del drama. Así, la Cruz Roja ha hecho un llamamiento de emergencia para prevenir que la inanición se generalice en la región, donde unos diez millones de personas están amenazadas por la escasez de alimentos, de tal forma que muchas familias pueden sentirse dichosas por poder realizar una comida diaria a base de millo y agua. El resto está sujeto a la caridad y a la disposición de las agencias humanitarias a llevar cargamentos de provisiones que están costando recabar en los países desarrollados y que seguramente llegarán demasiado tarde.

A todo ello hay que añadir las calamidades que dejan las lluvias torrenciales, que derrumban infraestructuras, anegan las carreteras y destruyen los hogares de miles de familias, aparte de las muertes que causan los accidentes que provocan las incesantes precipitaciones y las epidemias que se ceban con las poblaciones debido a la malnutrición severa de muchas de ellas. Mención especial entre estos estados hay que dedicarle a Níger, el más pobre del mundo y el epicentro de la devastación natural por falta de recursos, donde la patética escasez de existencias presagia una hambruna catastrófica estos meses. Allí, cerca de cuatro millones de personas, el 28% de la población, están afectadas directamente por la inseguridad alimentaria.

Lo que está claro es que año tras año el Sahel es noticia por la extrema pobreza que padecen sus habitantes, una maldición que se produce ante nuestras propias narices, en medio de una indolencia generalizada difícil de comprender en este nuevo siglo que comienza.

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