Islamización


La celebrada Primavera Árabe va dando paso decididamente hacia una realidad contundente en el Norte de África, la islamización postergada. Tras el desastre de Libia, donde todavía está por ver cuáles son las consecuencias objetivas de una revolución popular que puede esconder muchas sorpresas inminentes, y del espectáculo salvaje del apaleamiento y asesinato de Gadafi, un síntoma de la ponzoña que aún se esconde tras las liberaciones más o menos interesadas de las dictaduras modernas árabes, las naciones prodemocráticas occidentales dan el respingo característico del pequeño burgués que se ha aventurado a deambular por los callejones que conforman los guetos de las comunidades desheredadas del planeta. Ya lo adelantó el presidente del Consejo Nacional Transitorio a las pocas horas de ser tomada la ciudad natal del tirano, Sirte. El nuevo estado libio estará basado en la sharia, que no es otra cosa que el cuerpo del Derecho Islámico que regula el culto, la moral y la vida de los musulmanes.

Aún aceptando la complejidad y diversidad de los países que encaran esa transformación con mayor o menor éxito, cuyos matices habrá que dejar en manos de los verdaderos expertos, sí que parece un hecho incuestionable que en la europeísta Túnez las urnas han hablado y han dado el poder al partido Enahda (Renacimiento), cuyo líder, Hamadi Jebali, se ha esforzado en tranquilizar a la comunidad internacional, confiada en una trayectoria nacional caracterizada por los avances tangibles que han primado en el devenir histórico de este estado tradicionalmente moderado y avanzado socialmente que conserva el legado del primer presidente de la república, Habib Burguiba. No ocurre lo mismo en Egipto, donde, a la espera de las próximas elecciones del 28 de noviembre, prevalece un clima extraño de tensa prudencia, del que destaca sobre todo la creciente influencia de los Hermanos Musulmanes, una formación ultraconservadora que propugna el islamismo como credo estatal y que tiene todas las papeletas para alzarse con el poder; mientras que en Siria el régimen de Bashar Al-Asad se debate en lo que parece ser las postrimerías de otras de las dictaduras más férreas y crueles de esta parte del mundo, una fortaleza semiderruida que a duras penas soporta el embate de las revueltas ciudadanas.

Si a este panorama añadimos la incómoda y peligrosa presencia del grupo salafista Al Qaeda en el Magreb y su expansión hacia el oeste africano, traducido en los sucesivos secuestros de occidentales en los territorios desérticos del Sahel de Mauritania, Argelia y Mali, con el exponente casi previsible del reciente rapto de los dos cooperantes españoles nada menos que en los campos de refugiados saharauis de Tinduf, aquí al lado mismo, el círculo sintomático se cierra en torno a un cauce integrista que inunda el sur de Europa.

La paradoja surge cuando reparamos en que Occidente ha esperado y apoyado la democratización de unas comunidades que profesan, todavía hoy, una religión suprematista colocada por encima de los derechos civiles, y que apunta -ojalá me equivoque- a una regresión en la esperanza de avances que entendemos como principales en cuanto al respeto de la universalidad del individuo. Ante ese escenario, solo cabe esperar que el modelo iraní o el afgano no sean las plantillas en las que se inspiren los próximos gobernantes, ni tampoco el ejemplo irresoluto de la posguerra de Irak.

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