Cabalgadas y rescates

Muchos canarios se llevarían una sorpresa si supieran que en tiempos pretéritos nuestro archipiélago se nutrió de África y participó en la lacra de la esclavitud con pingues beneficios. Para hablar de ello, debo apoyarme en el artículo “No tan de espaldas. Las relaciones de Canarias con el Noroeste de África en la Edad Moderna” de Luis Alberto Anaya, profesor de Historia Moderna de la ULPGC, que figura dentro de el libro “Migraciones e integración cultural”, editado recientemente por Casa África.
Según Anaya, allá por el siglo XVI se producían las denominadas “cabalgadas”, que eran expediciones que llevaban a cabo nuestras gentes en las vecinas costas africanas para arrebatar berberiscos y canjearlos, a través de los “rescates”, por esclavos negros, ganado y diversos productos, como alfombras, ámbar y oro, con una gran rentabilidad para los organizadores de estas cacerías. También hubo comercio convencional con la llamada Berbería, a cuyos habitantes vendíamos armas, hierro, clavos, ropas, cuerdas, miel, aceite, vino, vinagre, trigo, cebada, lentejas y garbanzos, entre otras materias.Lo cierto es que en virtud de estos trueques comenzaron a conformarse en Canarias comunidades musulmanas que convivieron con nuestros paisanos y que conservaron, a pesar de las presiones de la Inquisición, su religión, lengua y costumbres, si bien se unieron a la población de aquella época, sobre todo en las islas orientales, donde en Lanzarote llegaron a suponer hasta la mitad de sus habitantes, aunque también consigna el estudio que en Telde representaron un 5%; en Agaete un 15,5%; en Adeje, un 7,2%, o en Los Llanos, un 9%. Incluso las autoridades locales llegaron a premiar su presencia con la entrega de tierras y la exensión de impuestos durante 25 años, dado que habían dificultades para la repoblación y era necesario contar con más personas para el trabajo y la defensa de las Islas.
Sin embargo, parece ser que el proceso de integración de los moriscos canarios no fue fácil ni homogéneo y eran acusados a menudo de no vivir como cristianos, de no comer cerdo ni beber vino y sí consumir carne en los días de ayuno. Además, las autoridades eclesiásticas intentaron una y otra vez ponerles condiciones, como no convivir sólo entre ellos, sino con las comunidades autóctonas, aunque muchos no se salvaron de ser acusados de hechicería. También eran condenados a la horca si intentaban escapar, porque se pensaba que informarían de las fortificaciones y ubicación de los puertos de las Islas.
No obstante, sostiene Anaya que al final la integración se realizó plenamente y que hoy nadie tiene conciencia en Canarias de descender de aquellos extranjeros, es decir, que se mezclaron con la población local y que, con el transcurso de los siglos, apenas quedan reminiscencias de su presencia.En pleno siglo XXI, después de 400 años, ya no realizamos cabalgadas ni rescates, pero puede que nos extrañemos todavía porque Canarias pretenda acoger a los inmigrantes africanos y porque algunos de nosotros aboguemos por incrementar los lazos con los países vecinos, muchos más cercanos que los de la Europa a la que pertenecemos.

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