Kony 2012


Hay momentos en que concurren hechos insólitos de similar naturaleza que pueden inducir a polarizar la visión objetiva que tenemos de las cosas. Inesperadamente es así, de tal forma que la coincidencia, junto a la velocidad de la comunicación de los sistemas de los que disfrutamos actualmente, no siempre con tiempo suficiente para reflexionar ni contrapuntos para relativizar alcances, derivan hacia una asunción global de lo parcial como universo total abducido por los principios de Murphy.

Digo esto porque hemos asistido estos días a un fenómeno cada vez más llamativo que emana del poder esquizoide de Internet en torno al caso de un personaje que ha sido catapultado desde el anonimato más oscuro hasta la obsesión de la reiteración de la domótica cerebral, es decir, con el concurso de todos, hemos elevado exponencialmente a una figura atípica que existe en África a “trending topic” de las redes sociales, como si de un Justin Bieber o una Shakira cualquiera se tratara. De una parte, el líder del denominado Ejército de Liberación del Señor de Uganda, Joseph Kony, un fanático iluminado que ha pretendido hacerse con el país centroafricano para imponer un régimen basado en los diez mandamientos bíblicos, ha sido proyectado a través de un recurso llamado “meme”, que tiene algo de viral, a una repetición audiovisual insistente que, bajo el epígrafe de “Kony “2012”, alcanza ya los cien millones de clickeos en la red; una operación que cuenta como rendija de enganche la utilización de niños como soldados y niñas como esclavas sexuales para sus campañas guerrilleras. A ello hay que añadir que el Tribunal Penal Internacional (TPI) de La Haya también condenó el pasado miércoles a otro reclutador de jóvenes soldados de la República Democrática del Congo, Thomas Lubanga, como criminal de guerra, detenido, eso sí, y procesado por una Corte que, pese a su nombre, no está reconocida por potencias tan relevantes en la escena planetaria como son los Estados Unidos de América, Rusia o China.

Ambos acontecimientos han desenfocado de pronto las otras muchas y diversas realidades del África Subsahariana de signo positivo y monopolizado la imagen todo un continente, con una superficie equivalente a tres veces Europa, 54 estados y más de mil millones de habitantes, a dos rostros y dos historiales mezclados con muchas imágenes superpuestas de niños y niñas a un ritmo trepidante en los ordenadores de otros tantos millones de internautas que asisten desde sus sillones a todo ese galimatías de planos secuenciales manipulados por las nuevas tecnologías. África es hoy, por tanto, y como consecuencia, tierra de niños soldados y de criminales como Kony y Lubanga. No hay tiempo para más.

Con el recuerdo de la última guerra de los Balcanes entre 1991 y 2001, con sus correspondientes matanzas étnicas y desastres humanitarios de todo tipo y los también procesamiento por parte del TPI de personalidades occidentales tales como Milosevic, Karadzic o Mladic, quiero romper una lanza por la estabilidad y evolución de una parte muy importante de la Humanidad que, en modo alguno, responde a ese cliché en blanco y negro que algunos quieren dejar sobre la mesa como santo y seña de unas civilizaciones que ni tan siquiera nos hemos esforzado por comprender desde nuestros cómodos parapetos y tras los mandos de un control remoto tan mimético como el hormiguero que habitamos.

Democracia


De las elecciones recientes en Senegal podríamos sacar muchas lecturas, pero yo destacaría, ante todo, la madurez de un pueblo que aspira a consolidar una de las democracias más antiguas de África. Atrás quedan ahora las revueltas callejeras y las ocho víctimas mortales de una campaña marcada por la pretensión del todavía presidente, el conservador del Partido Democrático Senegalés (PDS) Abdoulaye Wade, de repetir un tercer mandato ante una Constitución que él mismo modificó para que ningún jefe de Estado abarque más de dos legislaturas.

Las urnas dictaron sentencia el pasado domingo, de tal forma que El Viejo, que es como llaman a Wade (85 años) sus compatriotas, ha visto menguar sus expectativas de llegar al umbral de la victoria con el 50% de los votos y se ha tenido que conformar con un 34,82% que le obliga a pugnar en una segunda vuelta con su inmediato seguidor y ex primer ministro durante varios ejercicios, Macky Sall, quien alcanzó un 26,57% de sufragios, seguido de Moustapha Niasse (13,20%), del Bennoo Siggil Senegaal (Salvar el Honor de Senegal); del socialista Ousman Tanor Diong (11,7%), y de otro de sus ex hombres fuertes, Idrissa Seck (7,5%).

Se abre así una apasionante carrera en pos de reunir los avales suficientes para que esta figura histórica de la política del país cercano salga de su más alta magistratura, si no por la puerta grande, al menos de la forma más digna posible, aunque muchos observadores esperan todavía alguna maniobra postrera de una personalidad que ha manejado la astucia como uno de los pilares de desgaste y reducción de cualquier otra alternativa a su casi regia y larga permanencia en el poder.

Por lo pronto, su ex discípulo Sall ya se muestra como inminente sucesor con una solidez y contundencia sorprendentes a las pocas horas de conocerse los resultados definitivos, lo que atraerá, sin duda, al resto de votantes minoritarios de los otros dos candidatos siguientes. El ahora principal oponente prevenía de inmediato a los ciudadanos para que estuvieran vigilantes en estas dos semanas probables que restan para la nueva consulta y evitar amaños en los colegios electorales, mientras anunciaba medidas de gran calado si gana, como la reducción de los gastos del ejecutivo y de los miembros del gabinete ministerial, el establecimiento de cada legislatura en cinco años, frente a los siete vigentes, y el abaratamiento de los productos básicos, entre otras propuestas.

Las posibilidades de Wade pasan por movilizar en tan poco tiempo a un electorado cada vez más reacio a permitir los clichés de su última etapa, que han dejado la huella indeleble de un estamento gubernamental enriquecido, corrupto y alejado de las necesidades de un pueblo empobrecido, mientras desfilaban ante sus ojos dispendios colosales y megalomanías, como la de la enorme estatua del Renacimiento Africano. Además, sus intervenciones en la campaña, minimizando las protestas y a las víctimas de los enfrentamientos como una “ligera brisa” que remitiría fácilmente, le han dejado finalmente en la estacada y muy deteriorada su imagen de esfinge intocable.

Confío plenamente en que los senegaleses culminarán este pulso y harán gala de esa conciencia cívica desplegada a lo largo de estos días, a pesar de los pesares, para retomar de nuevo su historia, tras más de medio siglo de independencia, distinguida como la de una de las naciones más estables y avanzadas del continente vecino.

El puente caboverdiano


Si afirmo que Canarias está en suspenso, parada, espero que nadie se rasgue las vestiduras. Si digo que el planeta no se va a detener para que tomemos decisiones, es una realidad contundente que ni vale la pena argumentar. Si además aseguro que el Archipiélago está perdiendo a pasos agigantados oportunidades estratégicas históricas respecto a la configuración económica del mundo y que aparentemente el mimetismo, la bisoñez y la ramplonería se han asentado en nuestras proyecciones de futuro, estoy simplemente aproximándome al escenario en el que nos movemos.

Es un hecho de actualidad que el sur internacional evoluciona en estos momentos a una velocidad impensable apenas hace un lustro y que grandes regiones, como las sudamericanas, están emergiendo de una forma contundente e imparable en los mercados globales. Ejemplos como el de Brasil, Argentina o Chile, o en Asia, como el de China o la India, son ya tan evidentes como ineludibles, potencias nuevas que buscan nuevos caminos para afianzar sus producciones y avances y, qué curioso, en las que uno de sus objetivos prioritarios comunes mira reiteradamente hacia el continente de aquí al lado.

En ese camino de expansión en el Atlántico Sur, entre ambas orillas, están nuestras islas y, sobre todo, las de Cabo Verde, otro de los fenómenos llamativos en cuanto a desarrollo se refiere, pues se trata de un joven estado que, con tan solo 450.000 habitantes, se erige con suma rapidez en ese puente geoestratégico concurrente para unir las necesidades africanas a la pujante internacionalización iberoamericana, precisamente porque se encuentra a escasas tres horas de vuelo y a tres días de navegación de la localidad carioca de Fortaleza y a 500 kilómetros del gran puerto de Dakar, en Senegal.

Además, por si faltara algo, Estados Unidos invierte en estos momentos fuertes sumas de dinero en ampliar y dotar de infraestructuras portuarias a su capital, Praia, a través de su iniciativa “El reto del milenio” (Milennium Challenge), tan interesado como está en no quedarse fuera de la carrera por los recursos naturales y consumos que ofrece una África cada vez más liberada de neocolonialismos moralizantes e interesados, al margen de las consideraciones éticas que queramos reivindicar, condimentadas, eso sí, con que el bienestar social y las comunidades sostenibles con porvenir pasan de forma incuestionable por sus niveles de solvencia y capacidades para aprovechar las expectativas de intercambio y enriquecimiento mutuo del orbe del siglo XXI. A todo ello es preciso añadir que el archipiélago vecino cuenta ya con cuatro aeropuertos internacionales y que su industria turística es hoy el boom que huye gradualmente de Canarias desde hace años, coyunturalmente revitalizado por las revueltas del Norte africano.

Quizás deberíamos preguntarnos a estas alturas, en vista de que esta columna no da para más, por qué esas grandes corrientes mundiales nos están dejando de lado, aunque intuyo que mucho tiene que ver con nuestras ambigüedades, prodigadas también por la complejidad en la que se mueve Canarias políticamente en relación con un estado español autista respecto a África y una Unión Europea lejana, algo que Cabo Verde, como república independiente, no tiene que sufrir en su decisiones nada entretenidas hasta la fecha en endogámicas discusiones programáticas de salón.

Blanco bueno, negro pobre


Tremendo revuelo que se ha armado entre los agentes de cooperación al desarrollo tras la reciente publicación del libro “Blanco bueno busca negro pobre” del antropólogo Gustau Nerín, quien pone a caldo pota los resultados de las inversiones internacionales en los últimos 50 años, calificándolas de “causa inútil” y de “fracaso”. Y no deben ir muy desencaminadas las tesis de este antiguo coordinador de la Colección Casa África, residente en la ciudad ecuatoguineana Bata, si tenemos en cuenta que los Objetivos del Milenio para erradicar la pobreza y el hambre no se van a alcanzar ni por asomo para el cercano 2015, salvo alguna sonada excepción, como es el caso de Ghana, que confirma la regla.

Dice Nerín que el continente vecino “es un inmenso cementerio plagado de proyectos abandonados: hospitales que nunca llegaron a ser inaugurados, letrinas, fuentes y pozos”; ys que allí “todo el mundo sabe que las políticas de cooperación no funcionan”, mientras que añade que en realidad “la mayoría de los ciudadanos occidentales no sabe nada de lo que pasa en África, y no lo saben -apostilla-, básicamente, porque no les importa demasiado”, algo, esto último, con lo que estoy totalmente familiarizado, máxime viviendo en Canarias, donde respiramos muchas veces el polvo de los desiertos tan próximos y donde muy pocos isleños sabrían situar en un mapa cualquier estado africano con la diligencia que lo harían con otro europeo. Además, el autor arremete contra la figura del cooperante por “vivir como un blanco en un país de negros”, una expresión que personalmente ya he oído antes en boca de personas que trabajan permanentemente en alguna región subsahariana y asisten a la ociosa existencia de algunos de nuestros expatriados.

Lo cierto es que de inmediato han surgido muchas voces para defender las acciones que llevan a cabo miles de ONGs, con argumentos tales como que estas organizaciones tan solo controlan un 10% del presupuesto destinado a tal fin y que el 90% restante queda en manos de gobiernos e instituciones, con lo que parecen justificar el supuesto impulso romo que sus iniciativas están dando al progreso de las comunidades pobres; o que la ayuda internacional se ha convertido en un instrumento más de Occidente para controlar y acceder a las materias primas africanas. Incluso el conocido misionero javeriano Chema Caballero llega a afirmar que en el caso de España los países auxiliados no son los que más lo necesitan, sino aquellos donde operan nuestras empresas internacionalizadas o en los que es necesaria una actuación policial para frenar la llegada de inmigrantes subsaharianos a la Península.

Entre todos estos dimes y diretes, resulta muy conveniente a estas alturas abrir un gran debate sobre la dirección y el modelo que deben conferirse a las políticas de cooperación al desarrollo para que sean eficaces, sobre todo teniendo en cuenta los severos recortes que están aplicando a las mismas los estados donantes, que concretamente en el nuestro arrojan porcentajes alarmantes en comunidades como Cataluña (55%), Galicia (40%) o Canarias (60%), sin ir más lejos.

En última instancia, parece ser que los empobrecidos ya se van cansado del hombre bueno blanco y están buscando la convergencia con las potencias emergentes del Sur, léase China, Brasil, India o Sudáfrica; como lo demuestra también la cumbre de ministros de Sudamérica y África que se celebró ayer en la capital de Guinea Ecuatorial, Malabo.

Enfoques


Siempre que el catastrofismo y la saturación de información negativa sobre la debacle económica europea y, por ende, la española y la canaria, me llegan al tuétano, me acuerdo del continente cercano. La memoria me lleva entonces a las experiencias africanas vividas porque constituyen la prueba fehaciente de que hay otro mundo en éste, en el que múltiples comunidades afrontan cada día sin más avales que lo que llevan puesto encima y la solidaridad y el calor del grupo con el que comparten la existencia sin perder la dignidad. Ya sé que es un recurso fácil y posiblemente conformista contraponer los extremos para hallar un consuelo ante tanta contaminación numérica, pero también es probable que se trate del instinto de conservación lo que me empuja a reflexionar sobre la esencia de las cosas.

Me resulta curioso estar navegando por este mar tenebroso con un ojo puesto en la desesperación occidental y el otro en esa gran África, como si se tratara de un paraíso perdido donde todo es posible, a pesar de que sus habitantes en su inmensa mayoría no tienen hipotecas, dos coches, un apartamento en la costa y todo tipo de tarjetas de crédito para viajar en vacaciones. A lo sumo, se conforman con arreglárselas en viviendas compartidas entre 3 y 4 familias, con patios colectivos y comidas aportadas por todos, cocinadas con leña a lo largo de las horas y repartidas al final en los rincones de los hogares, eso sí, repletos de niños que corretean y juegan despreocupadamente, confiados en la protección de un dios en el que creen firmemente.

A veces asisto a conversaciones espontáneas en los mostradores de nuestra ciudad en las que mis paisanos aparecen atónitos y acojonados por la velocidad con la que pierden sus empleos, sus posesiones y la fe en el mañana. Y casi siempre intento enfocar, ajustar ambas perspectivas, con el fin de hallar un punto medio de encaje, una senda que vislumbrar ante tanta confusión, para que, a renglón seguido, se me encienda la alarma porque reparo -asustado- en que estoy filosofando, algo que a las sociedades actuales del desarrollo, a los estados del bienestar perdidos y a nuestros tecnócratas y políticos no les gusta nada, porque no es realista ni práctico, y mucho menos rentable.

También muchas veces me pregunto si no será posible que el modelo de explotación que los europeos llevaron el pasado siglo al continente negro, transformado hoy en la dominación de los mercados a través de las fórmulas implacables neoliberales (amañadas en los Acuerdos de Bretton Woods de 1944) del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial -que aprietan y que ahogan-, no esté revolviéndose ahora contra nosotros mismos, como una bestia insaciable, para neocolonizar a nuestros propios vecinos de edificio, habida cuenta de que ya no se puede exprimir más la pobreza tercermundista para levantar nuestros efímeros imperios.

La esperanza, al menos para mí, es que yo sí conozco esa otra dimensión de la humanidad y que he asistido a escenas grandes, y nada celebradas con confeti y champán, en las que recuperé la luz que me recibió en mi nacimiento; una sensación que lamento no poder transportar a mis familiares y amigos que mueren un poco cada día en los abominables callejones sin salida de esta nuestra infeliz civilización de papel timbrado.