La yihad


Comentar esta semana algo sobre el continente vecino sin referirse a Malí resulta imposible. La actualidad se impone. Francia ha cogido el toro por los cuernos y ha iniciado ella sola el despliegue militar que necesita este estado cercano para frenar el avance de los islamistas radicales, que se aproximaban inexorablemente a su capital, Bamako, después de haber sembrado el terror en lo que hace menos de un año eran sus territorios del norte. Allí estas hordas de iluminados y fanáticos acabaron con los importantes mausoleos y monumentos históricos que guardaba la mítica ciudad de Tombuctú y castigaron a su población con ejecuciones, mutilaciones y lapidaciones por beber alcohol, fumar, convivir en pareja, bailar y hasta oír música, si bien es la mujer la que se lleva la peor parte, porque no puede mostrarse en público y es tratada por estos guerreros fundamentalistas como el puro y duro pecado de la tierra por su naturaleza tentadora. Este país, referencia de la cultura del occidente africano y de la estabilidad étnica y política durante una eternidad, ha servido de escenario para recordar al mundo lo que es la guerra santa -la yihad- musulmana llevada a sus consecuencias más atávicas. Esta nación de las estirpes peul, dogón o tuareg, sufre ahora el reboso de unas doctrinas que llevan siglos albergando ramas lejanas y conflictos originados en torno al año 622 de nuestra era con las interminables disputas de los herederos de Mahoma. Mientras Europa habla de crisis económica, de primas de riesgo y de la banca, un flujo silencioso y compacto cruza medio planeta desde Pakistán hasta Malí, pasando por Afganistán, Irán, Irak, Somalia, Kenia, Sudán o Libia y recorre toda la franja del Sahel, a sus anchas y pertrechado con gran parte del sofisticado arsenal amontonado por Gadafi, a través de Chad y Níger, hasta llegar a la Ciudad de los 333 Santos, una marea que también amenaza ya a Mauritania, el Sahara Occidental, Marruecos y Nigeria y que ha vuelto Argelia con un baño de sangre. Un ejército no uniformado perteneciente a la mayor religión del mundo se asienta en todas las capitales de Occidente con las imágenes de las Torres Gemelas de Nueva York derrumbándose en su ideario. Mientras el Parlamento Europeo vota medidas económicas y deja sola en el marasmo de Mali a la metrópolis de África, París, con su odiada françafrique, la yihad tensa el arco de la venganza por las bajas que va a sufrir y quién sabe si asimismo por pertenecer a la parte de la Humanidad que se reparte la miseria. A ellos no les importa ejecutar a los pecadores ni morir porque creen que lo harán como mártires y que serán recibidos en el paraíso por el profeta. Nosotros, mientras tanto, mientras podamos, seguiremos contando el dinero.

Cheikh Anta Diop


A mediados del siglo pasado la senda milenaria del continente vecino entroncó directamente con la efervescencia de la entonces capital cultural de Europa, París. En esa época, en la que se hilvanaron las tendencias derivadas de las vanguardias artísticas históricas, una sucesión nutrida de “ismos” que desembocaron en el humanismo de Sartre y en sus reflexiones a medio camino entre la existencia y la esencia, la Ciudad de la Luz se había convertido en un crisol forjado por las disidencias no solo de aquellas celebridades europeas que huían de los regímenes totalitarios de sus países, como el propio Picasso, sino también de activos étnicos procedentes de las colonias de ultramar. Con ellos, un grupo de africanos creció al amparo de la huella dejada por la liberación del pensamiento y de los exponentes de la creación plástica y literaria: después del dadaísmo de Tzara o del surrealismo de Breton, el terreno estaba sembrado para encajar cualquier propuesta divisionista. Allí se encontraron Césaire y Senghor para lanzar la reivindicación de la negritud como término de la dignidad de la raza mayoritaria de África a través del periódico “L'étudiant noir”. Allí se coció una buena parte de las aspiraciones intelectuales de varias generaciones que todavía pujan hoy por sacudirse las rémoras persistentes de la colonización occidental y, de paso, el reguero de autoritarismos que dejaron las metrópolis en manos de uniformados, escasamente instruidos, en su fuga precipitada hacia otras empresas más prometedoras. Allí lucharon un número indeterminado de jóvenes negros para organizar la razón de ser de sus herencias nacionales frente a las retahílas eurocéntricas que les dejaba invariablemente a los pies de los caballos. En medio de todo este revuelo, una figura casi pasó desapercibida, un ejemplo más para rebatir el sambenito terrible con el que los occidentales cargan de inanidad a las comunidades africanas. La Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar debe su nombre al historiador, físico nuclear y antropólogo que fue el primero en poner en tela de juicio la “blanquitud” del antiguo Egipto de los faraones. A partir de sus pruebas de laboratorio y de las técnicas del radiocarbono, este científico literato demostró todo lo contrario, que la gran civilización del Norte de África fue negroide, desmontando así otra de las grandes apropiaciones etnocéntricas occidentales oportunamente maquillada por Hollywood. Posteriormente Diop tuvo una trayectoria intelectual dilatada en múltiples foros internacionales, pero también una persistente aspiración política que le llevó a enfrentarse precisamente con el presidente más emblemático de su país, el poeta, ensayista y miembro de la Academia Francesa, Léopold Sédar Senghor. 

Clichés


La organización humanitaria británica Oxfam denunció esta semana en un estudio que los medios de comunicación priman de forma exagerada las informaciones negativas y desesperanzadoras sobre el continente vecino. El documento asegura que las tres cuartas partes de los ciudadanos consultados confiesan que se han vuelto insensibles a las imágenes sobre malnutrición y pobreza, así que la institución atribuye a esa circunstancia el fuerte retroceso registrado en la donación de fondos de cooperación privados para países en desarrollo. Aunque pueda parecer interesada o llamativa esta afirmación, los que buceamos en noticias africanas sabemos a qué se refiere y sí que podemos respaldarla sin reservas, puesto que es constatable su grado de certeza tan solo echar un vistazo a la actualidad diaria y extraer las escasas referencias a un territorio que alberga la séptima parte de la población mundial. Lo que emerge de cada noticia o breve está relacionado casi siempre con las hambrunas, las guerras o las catástrofes, como si estos aspectos terribles, pero marginales, fueran los únicos que pueden atraer la atención del lector/espectador. No solemos enterarnos, por ejemplo, de que África es el continente en el que más crece el consumo de móviles, y que, de una población de mil millones de habitantes, hay setecientas mil millones de tarjetas sim activas; o que una compañía congoleña arrasa con la fabricación de smartphones y tabletas de bajo coste, con la expectativa de convertirse en lo que apple es para EEUU o samsung para Asia. Tampoco hemos sabido que un muchacho de 16 años de Sierra Leona asombra a los ingenieros norteamericanos construyendo dispositivos electrónicos, emisoras de radios, generadores y baterías partiendo de los desechos que recoge en los basureros de su pueblo; ni que existe un fenómeno denominado “crowdsourcing” que consiste en el uso de la tecnología por parte de muchos jóvenes para solucionar los problemas de sus comunidades y crear redes de cooperación instantánea, o de las incidencias crecientes de la denominada iniciativa “cheetah”, empresarios flexibles e innovadores que no esperan más por sus líderes y gobernantes para mejorar sus vidas. Hay muchas Áfricas ahí al lado, pero nos empeñamos en ignorarlas y en fijar un cliché obsesivo de primitivismo y desahucio generalizado, como si se tratara de una gran grisalla de estados parias, que se evapora afortunadamente con toda rapidez gracias a los avances telemáticos, su profusión y a la enorme curiosidad y modernidad procedente de las fuerzas menos envejecidas del planeta. Por eso no es de extrañar que la frase que recorre el continente cercano entre las nuevas generaciones sea cada vez más que “el problema es el gobierno”. 

Tambores en Azawad


Las derivaciones de la invasión del norte de Mali por fuerzas islamistas radicales parece que no terminan de ser enfocadas ni por parte de los organismos panafricanos ni por las agencias multilaterales internacionales. Cierto que la escena ha estado condicionada también por los continuos trueques de poder en su capital, Bamako, bajo la férrea vigilancia del capitán golpista Sanogo, y una calma tensa a la espera de una intervención militar que no llega, aún tras el pronunciamiento del pasado jueves del Consejo de Seguridad de la ONU, que la autoriza pero con reservas, porque entiende que una acción directa puede provocar el éxodo de cientos de miles de refugiados. El dictamen emerge además desvitalizado por las dudas sobre la inminencia de su aplicación lanzadas poco después por el presidente francés, François Holland, mientras que la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) no puede, ni debe, actuar unilateralmente, porque no cuenta con el potencial bélico suficiente para emprender una campaña incierta contra unas milicias difíciles de identificar, ubicar y combatir en ese desierto, el del Sahel, que atraviesa todo el continente. Tampoco las potencias occidentales se han mostrado muy decididas a apoyar los ataques sin calcular bien sus consecuencias reales, salvo la propia Francia o Alemania, que defienden la operación para “evitar una nueva Somalia”, frente a la tónica general de reticencia, como la de los Estados Unidos, o de tibieza, como la de la propia España, que solo pretende cooperar para instruir a los militares locales. Sí que se revela a estas alturas evidente que el Azawad puede convertirse en una encerrona para cualquier movimiento de liberación, porque es la desembocadura de todo el reguero fundamentalista que ha ido eclosionando desde el este y en el que confluyen elementos de diversas cataduras, desde salafistas a mercenarios bien entrenados, empleados en regímenes altamente militaristas, como el de Libia, y que ahora manejan una gran parte del arsenal de Gadafi. En cualquier caso, no se trata ya de ciudades, carreteras, edificios y fortines, sino de territorio abierto en el que las entradas y las salidas no están determinadas, al igual que el objetivo a batir, el ejército enemigo, una agrupación de hordas que van y vienen alimentadas por un caudal conformado por miles de fanáticos de la Yihad. La cuestión es si la espera corre a favor del equilibrio de esa región, tan cercana a Europa y a Canarias, o si este silencio al que asistimos precede al ruido de los tambores de guerra santa contra los cantos a la democracia o las falsas esperanzas de evolución, como la Primavera Árabe.

Milagros aéreos


He cogido al “vuelo” una noticia de esta semana que habla de los grandes avances en navegación aérea de varios países del continente vecino porque no podía ser de otra manera: los africanos van adquiriendo mayores cotas de bienestar social y de seguridad en todos los sentidos a medida que caminan en bloque hacia el desarrollo de forma generalizada. Al mismo tiempo constato que el debate de un tercer mundo perenne caduca a cada instante que pasa, dada la rápida evolución de los procesos y las proyecciones tecnológicas en todas las direcciones. Junto a ello habría que consignar también que el occidental suele padecer cierta miopía recurrente en cuanto a la percepción de África se refiere, pues para muchos es solo un país, el de la negritud, cuando en realidad se trata de un conjunto de 54 estados, con mil millones de habitantes, de etnias muy distintas, que pueblan una superficie global equivalente a tres veces y media la de Europa. Así es que cuando un avión se accidenta ocasionalmente, como así ocurre, lo hace como excepción a las miles de operaciones diarias que tienen lugar en todo ese enorme territorio, eso sí, con multitud de aparatos viejos, entre ellos muchos rusos, que navegan sin apenas mantenimiento y con una vida muy larga de servicio en sus motores, sobre todo en las regiones más pobres. La primera vez que pisé suelo africano fue el del aeropuerto de Accra, destino de un periplo de más de 12 horas de avión, un ATR fletado por las Cámaras de Comercio canarias desde Gando hasta Ghana, con una escala en Dakar para repostar. Ese fue mi bautizo aéreo en el continente cercano, donde las rutas interiores son comparadas con el salto del saltamontes y en las que las puntualidades simplemente no existen, por lo que las terminales a menudo se convierten en abigarrados dormitorios comunes para los viajeros que esperan sus conexiones durante horas e incluso días. Después tuvimos que trasladarnos a la vecina Costa de Marfil, hacia donde partimos en un aparato de las líneas ghanesas, un reactor en el que ya se asume la aventura tan solo con caminar por su pasillo lleno de migas y otras pequeñas huellas de la indolencia africana. Doy fe que respiras muy aliviado cuando esa misma nave aterriza tras un trayecto sorprendente en que el asiento se precipita hacía el fondo de la cabina durante el despegue y te has pasado todo el tiempo, si no rezando, entretenido contando la cantidad de agujeros sin tornillos de sus paneles, casi sueltos, o empapado por la gota del aire acondicionado que no para de caer sobre tu cabeza. Comprendes que en realidad volar es más seguro de lo que parece y que África es un milagro diario que acontece sin que nadie parezca darse cuenta de ello.