El valor de la información


La percepción de las situaciones que ocurren hoy en día en el mundo pasa inevitablemente por el tamiz de la difusión que sirven los medios de comunicación, de tal forma que casi podríamos sentenciar que lo que no sale en las televisiones, periódicos, radios y otros estamentos informativos, prácticamente no existe. También se podría concluir en que el signo o el matiz de los hechos contados que imprimen los elaboradores de las noticias actúa como un cuño casi inamovible en los textos o imágenes que viajan desde el origen de los acontecimientos a cualquier parte del planeta, a través de los conductos directos de los corresponsales o por medio de esa red multiplicadora que es Internet. Si a eso añadimos que lo que prima de la actualidad es lo que interesa a los consumidores que están en disposición de pagar, tenemos como contrapartida que la oferta periodística tampoco está del todo exenta de esa tendencia globalizadora y monolítica que propaga el modelo occidental.

Me ha resultado muy elocuente conocer las conclusiones de un reciente estudio realizado sobre el rotativo norteamericano “New York Times” que indicaba que el 73% de las informaciones sobre África publicadas en sus páginas eran negativas, lo que nos lleva, automáticamente, a deducir que los muchos lectores de ese emblemático periódico opinarían, si se les pregunta, que el continente negro apenas concentra aspectos positivos, salvo quizás las riquezas naturales zoológicas, vegetales y territoriales que posiblemente ven en los documentales del “National Geographic”.

También es habitual que, cuando se habla de las acciones que llevan a cabo organizaciones humanitarias o de cooperación en esta parte del tercer mundo, sean resaltados por encima de cualquier otra consideración la bondad o el espíritu generoso y sacrificado de aquellos occidentales que las desarrollan, mientras se consolida por omisión el estereotipo de dependencia del africano, a menudo representado por un incapaz o mero pedigüeño de la ayuda del blanco.

Otro ejemplo de esta circunstancia de parcialidad de la realidad la tenemos en la contraposición de sendos conflictos graves donde se registraron genocidios, como los que ocurrieron casi al mismo tiempo en los Balcanes y en Ruanda. Así, mientras que la guerra europea interétnica ocupó durante mucho tiempo las primeras planas de los periódicos y las cabeceras de los telediarios, la africana, que fue despachada generalmente como “lucha tribal”, tan sólo mereció el 2,11% de las noticias registradas en los principales medios de comunicación, de manera que probablemente aún hoy en día la inmensa mayoría de la población de la UE no entiende qué fue lo que ocurrió en realidad entre los hutu y los tutsi entre los años 1990 y 94, en un pequeño estado que, por cierto, es actualmente un modelo de orden y democracia en todo el continente, tan sólo 15 años después de una barbarie en la que estuvieron muy directamente implicados países tan “civilizados” como Francia o Bélgica.

En última instancia, esta breve pincelada podría servir para constatar una vez más que, si queremos avanzar en el conocimiento de lo que ocurre muy cerca del Archipiélago, es necesario normalizar la información que servimos a nuestros ciudadanos para demostrarles que África es, sin ir más lejos, y aparte de otras muchas cosas, el continente por excelencia de las relaciones sociales, un bien cada vez más escaso en otras partes del planeta.

El callejón del comercio


Si hay un aspecto que se torna delicado cada vez que se habla del continente vecino ése es, sin duda alguna, el comercio, circunstancia por la cual quizás nuestras eventuales prospecciones mercantiles nacen teñidas de antemano del tabú maldito de la explotación del nativo, posiblemente originado por las colonizaciones que las potencia europeas ejercieron en los pasados siglos XIX y XX en una África todavía virgen de fronteras estatales, tal y como las conocemos hoy en día. Los abusos de poder y de la fuerza de trabajo, llevadas entonces hasta la esclavitud, como también ocurrió con la conquista del Nuevo Mundo por parte de España, han dejado una huella indeleble en nuestras conciencias para siempre.

Lo cierto es que da la impresión que en pleno siglo XXI nuestros empresarios deben andar con pies de plomo a la hora de emprender sus campañas, con un escudo en una mano y el esfuerzo y sacrificio personal en la otra, para no enfrentarse a la mala prensa generada por una pléyade de activistas y organizaciones no siempre bien identificadas, al socaire de una militancia rancia y mimética en pos de unos derechos humanos que nadie sabe cómo defender pragmáticamente.

Reconozco que llevo mucho tiempo rumiando esta paradoja en la que estamos empantanados, después de haber formado parte de algunas misiones comerciales realizadas por las Cámaras de Comercio canarias y conocido el trabajo de campo que llevan a cabo tanto sus responsables como aquellos de nuestros emprendedores que reúnen el suficiente valor para aventurarse a abrir nuevos caminos a nuestra economía; un modelo que, a nadie se le escapa a estas alturas, pasa por importantes dificultades y pide a gritos nuevos horizontes productivos.

Quizás sería útil recordar a esa conciencia reaccionaria, no siempre bien intencionada y despejada de prejuicios, que seguramente los primeros comerciantes conocidos y colonizadores de los que tenemos noticias procedían allá por el siglo XI a. C. precisamente de un pueblo de historia africana que creció en los límites de nuestro continente más cercano, como fueron los fenicios, establecidos en lo que actualmente conocemos como Oriente Próximo, quienes llevaron por todo el Mediterráneo no sólo sus productos, sino también su cultura, la que ha dado pie en una nada desdeñable medida a lo que hoy es la civilización que nos otorga nuestra identidad europea.

Parece ser que la imagen que se posa al final de los empeños empresariales canarios es la de una horda de negreros que ven en los países vecinos la tierra prometida, aquella de los ríos de leche y miel bíblicos que manaban espontáneamente de la naturaleza, y no la de unos exploradores que tienen que adaptarse a las condiciones de unas comunidades empobrecidas y a unas idiosincrasias no siempre cómodas ni estructuradas para las rentabilidades inmediatas.

Mientras tanto, sí que hay otros agentes que penetran en África y aprovechan el crecimiento sostenido de la mayoría de sus países para hacer negocios, porque son muchos millones de consumidores que emergen en base a las grandes riquezas de sus territorios, y llevar sus respectivos avances allí, donde hacen falta, de tal forma que posiblemente pronto los africanos hablen más chino, hindú o carioca que español, tras unas alianzas crecientes que nos alejan cada vez más de nuestras oportunidades geoestratégicas.

Náufragos


Las revueltas del Norte de África están provocando experiencias recordadas y no muy lejanas en Canarias, como las que sufren estos días miles de emigrantes en el Mediterráneo que, para huir de las situaciones insostenibles en sus respectivos países, se adentran en el mar en sus barquichuelas a la búsqueda de un mundo mejor. Mientras tanto, las autoridades europeas se empeñan en cifrar el número de víctimas como si estuvieran contando los pollos de una granja, sin apenas una mínima reflexión humanitaria aparente o ni siquiera ponerle rostro a la tragedia.

Me llama mucho la atención que, a lo sumo, la actualidad haya estado centrada en la ejecución de Bin Laden, a manos de un comando estadounidense en Pakistán, a través de un rosario de contradicciones, desmentidos y argumentos más o menos vacuos en torno a la catadura moral del acontecimiento, y a la campaña de acoso y derribo de otro sátrapa del planeta, como es el libio Gadafi, que se esconde en los agujeros que dejan las bombas de la OTAN en Trípoli; cuando no en la crisis económica que sacude el gran casino internacional y que repercute de inmediato en esos oráculos del capital denominados Bolsas de Valores.

Las discusiones de los plató de televisión y de las radios nacionales han sido enfocadas hacia los problemas de Europa para tratar de atajar la debacle financiera que atraviesan sus países periféricos, las dudas que gravitan sobre la moneda única para que pueda seguir siendo el refugio de la Unión y, como no, los discursos aburridos, desacreditados y repetitivos de nuestros políticos en la presente campaña electoral.

Además de todo eso, y obviando lo del terremoto fatal de Lorca, se habla de que Alemania, Francia e Italia, espoleados por Dinamarca, revocarán parte del Tratado de Schengen para blindar las fronteras exteriores y apuntalar las murallas de una Comunidad que, de seguir así, terminará cerrada a cal y canto y mirándose al ombligo, es decir, a Bruselas, para no ver ni ser testigo de lo que las aguas arrastran a sus orillas y que representa la nata descompuesta de las castas de desheredados que se han alimentado hasta la fecha de las migas que han caído del banquete que hemos devorado.

Pero si algo me ha sobrecogido ha sido la polémica en torno a la denuncia de un clérigo árabe que desde Italia aseguraba que uno de los supervivientes de una barca con 72 emigrantes indocumentados en el Mediterráneo, de los que fallecieron 61, había dicho que fueron avistados por barcos de guerra y helicópteros que omitieron el deber marítimo de auxiliarles. El debate se centró inmediatamente en un choque de declaraciones entre los portavoces de los países cuyas armadas integran la OTAN y en las declaraciones de una alta representante desmintiendo esa posibilidad, aunque también supuso para los profesionales de la información evaluar la deontología del periódico británico que destapó el suceso en los términos que lo hizo.

Eso sí, no he oído a nadie que haya cuestionado todavía en todos esas diatribas públicas las razones que hacen que por el mismo mar -que no océano- circulen soberbios trasatlánticos de recreo, imponentes portaaviones y buques militares al mismo tiempo que ínfimas naves artesanales cargadas hasta los topes de harapientos náufragos que huyen de la pobreza y del horror causado por unas reglas del juego en las, que por lo visto, nuestras sociedades del bienestar no quieren ni pensar.

Axiomas olvidados


A veces se discute sobre la existencia o no del pensamiento africano como se hacía en el medioevo del sexo de los ángeles, y eso ocurre seguramente por lo poco que sabemos de ambos, y también porque la escritura en las regiones subsaharianas parece ser un fenómeno relativamente reciente. No hace falta remontarse muy atrás cronológicamente para encontrar las fuentes literarias de las que se nutren los autores contemporáneos que escriben ensayos, novelas o poesía, y se consideran clásicos, entre otros, a Senghor, Césaire, Nkrumah, Cabral, Fanon o Nyerere, fallecidos algunos de ellos hace tan sólo una decena de años.

Una de las claves de la irrupción tardía de las letras africanas en Occidente viene dada por la tradición oral, que ha jugado un papel casi fundamental en el legado de las sucesivas generaciones a lo largo de los siglos en el continente vecino, y también porque, tras la colonización, los intelectuales tomaron la senda de la literatura para reivindicar, a veces, “la negritud”, concepto acuñado por Senghor, y para intentar satisfacer casi de forma obsesiva la necesidad de encontrar una identidad general propia como razón de ser del africano frente al mundo desarrollado.

Tampoco es casual que entre los nombres aquí invocados estén nada menos que el de tres presidentes de sus respectivos países, el propio Senghor, de Senegal, Nkrumah, de Ghana, y Nyerere, de Tanzania; y esto es así porque normalmente se podría admitir que la occidentalización del pensamiento africano vino servida durante el siglo pasado por la impronta llevada a sus comunidades por muchos de los que estudiaron en Europa y mimetizaron la política y los sistemas progresistas desde su condición de inmigrantes en sus metrópolis.

No obstante, muchas veces la obra literaria africana se me antoja, cuando no dispersa, sí imbricada a un proceso de autoreafirmación constante que choca, de una parte, con la incomodidad de estar pisando un terreno ajeno en la concepción del discurso para no desgajarse de otras civilizaciones imperiosas aunque lejanas y, como contrapartida, con la urgente necesidad de construir una plataforma ideológica lo bastante sólida para gritar al mundo la concurrencia de una historia complementaria que debe ser respetada por el extranjero, y que representa un contrapunto visionario al mundo actual, materialista y depredador de las culturas y la naturaleza.

Lo cierto es que tengo que reconocer que ahora mismo no estoy seguro si hay más autores que escriben sobre África dentro o fuera del continente, es decir, si son más los africanos que hablan sobre su pensamiento o son los europeos los que tratan de desentrañarlo. Conviene añadir que afortunadamente comienzan a despuntar estudiosos en España, como Ferrán Iniesta, Albert Roca, Jokin Alberdi, Soledad Vieitez o Alfred Bosch, entre otros.

En última instancia, sí que está claro que el pensamiento africano es autónomo y representa otra forma de entender la vida al margen de las globalizaciones y las servidumbres de las sociedades del “bienestar” que nos empujan a todos a alienarnos de nuestros sueños, en un mundo cada vez menos contemplativo e inmediato. De ahí que tampoco estaría mal bajarnos del cadalso en el que estamos instalados para abrirnos a los axiomas que proceden de la antigüedad que hemos perdido y que siguen impregnando, como en un túnel del tiempo, el presente del continente vecino.

La crisis marfileña


El desenlace de la guerra civil de facto que ha vivido Costa de Marfil durante estos últimos cinco meses, tras las elecciones presidenciales del pasado día 28 de noviembre, no puede ser más que un jarro de agua fría para quienes esperábamos que la cordura se impondría al final en las estructuras institucionales del que fue uno de los países ejemplares de la democratización africana, de la mano del padre de la patria Félix Houphouët-Boigny. Sin embargo, el devenir de los acontecimientos ha desembocado más en la imagen de un trágico vodevil dislocado que en la de un contencioso postelectoral que debería haberse despejado por los cauces del diálogo y la negociación entre los principales actores de esta página aciaga de la historia marfileña. Laurent Gbagbo, presidente saliente, reconocido vencedor de los comicios por el Tribunal Constitucional local, y Alassane Ouattara, candidato electo respaldado por la ONU, EEUU y, como no, Francia, la ex metrópoli omnipresente de ésta y otras ex colonias del continente; no han querido comprenderse.

Si hiciéramos un ejercicio de extrapolación de la circunstancias vividas allí a Europa sería impensable tanto desatino, porque la participación ciudadana y el arraigo del aparato de un estado desarrollado en las doctrinas de la libertad, igualdad, fraternidad, derivadas de la Revolución francesa, se hubieran alzado en un pueblo que aspira a la paz y el progreso y no a los personalismos de dos púgiles encarnizados en pos del poder. La visión de la humillación de todo un ex jefe de Estado, de su mujer y sus allegados por las fuerzas “rebeldes” es todo lo contrario a un panegírico de la evolución de la civilización, en la que precisamente ha tenido mucho que ver la nación gala y su obsesión por mantener viva la llama de la hegemonía de su imperio africano, catalogada en la gruesa y nutrida metodología de intrigas de la françafrique.

Muchas dudas quedan en el aire, como la actuación de La Licorne francesa en su asalto final al Palacio Presidencial, con el beneplácito de las Naciones Unidas; las actuaciones de ataque de los cascos azules contra las posiciones del ejército constitucional; las más que sospechosas maniobras y coacciones en las votaciones del norte del país; las matanzas ejercidas por las milicias armadas a medio millar de personas de la etnia gueré, afín a Gbagbo, en las localidades de Duékoué, Guiglo, Bangolo y Buutuo y, sobre todo, el acceso de un nuevo presidente -Ouattara- a la más alta jefatura con las manos manchadas de sangre.

A la espera de lo que pase ahora, sí que se puede argüir que África ha perdido una nueva oportunidad de demostrar al mundo que está preparada para ingresar en las reglas del juego democrático, que la comunidad internacional tiene una doble vara de medir las situaciones en los países en desarrollo, que los intereses económicos siguen primando y medrando en el continente negro y que París continúa impertérrita con su papel neocolonialista en sus antiguas posesiones de esta parte del planeta.

Me temo que el hacha de guerra no está enterrada y que el pueblo marfileño dista mucho de encontrar la paz deseada, ya que las desavenencias interétnicas, grupales y religiosas que han provocado esta batalla, animadas por la ambigüedad nacional surgida de unas fronteras ficticias y los intereses de las potencias extranjeras, siguen vivas en la mente de los ciudadanos, afectados una vez más por los agravios artificiales de una descolonización cerrada en falso.