El continente vecino se
revela cada día más como El Dorado de los recursos naturales de un mundo ultra
tecnificado y conectado que devora energía, minerales y alimentos. Así es, y
aparentemente poco se puede hacer para detener una transformación progresiva
que a todos nos afecta.
Para Canarias, tan cerca de muchos de los países que
empiezan a figurar en la agenda de las grandes compañías petroleras y mineras,
es un dilema optar por una fórmula que la blinde de los efectos de esa gran
marea industrial de proporciones planetarias que, si de una parte, puede generar
grandes oportunidades económicas, de otra, acarrea riesgos evidentes, dada su
situación de colisión con posibles derrames y otros efectos contaminantes.
Gradualmente, muchos estados de África Occidental se unen a la trayectoria de
los principales países productores de crudo, como Nigeria, Angola, Guinea
Ecuatorial, Ghana o Gabón. Aquí mismo, Marruecos es un ejemplo de esta fiebre
del oro negro, que corre paralela a la del ébola, e invierte una colosal
fortuna no solo en hacer prospecciones en múltiples pozos de su territorio de
esta orilla continental, sino en toda su superficie hasta su frontera con
Argelia, principal exportador africano de gas y casi único proveedor de España,
o hacia el Sahel, donde Níger es otro portento minero y Malí ha sufrido una
guerra que muchos apuntan a causas prospectivas.
Mauritania, por su parte, está
transformando su economía nacional en base a sus imponentes riquezas telúricas,
mientras que Senegal acaba de anunciar el hallazgo de un yacimiento importante también
de petróleo, que dará su primer barril para el año 2019, y Cabo Verde pugna en
un contencioso territorial marítimo con la vecina Guinea Bissau para determinar
una soberanía que puede proporcionar sustanciosos ingresos de confirmarse la
existencia de bolsas de hidrocarburos en las aguas que comparten.
Este es el
panorama a grosso modo de lo que está ocurriendo muy cerca de las Islas. Ahora
bien, queda por ver si nuestra ubicación, no ya geográfica sino mental, está debidamente
orientada para estar a la altura de las circunstancias y si estaremos en
disposición de defendernos de la mejor manera en este escenario que supera en
mucho nuestra capacidad de maniobra. Por ello, no sería descabellado pedir,
para empezar, que fluyera más información sobre unas realidades tan inmediatas,
eso sí, de fuentes fidedignas y, si es posible, libre de pasiones y lirismos
que no conducen sino a la melancolía, para iniciar estrategias inteligentes que
nos coloquen en la mejor posición en cualquiera de los supuestos futuribles.
El
avestruz es, por cierto, un ave africana, y es un cuento que meta la cabeza bajo
el ala para huir del miedo.
Una información daba
cuenta esta semana del hallazgo de un yacimiento de petróleo en aguas de
Senegal, que la compañía concesionaria británica Cairn Energy calificaba de
“importante”. Al margen de si esa prospección merece tal calificativo y terminará
dando sus frutos, sí que resulta recurrente para trazar ciertos paralelismos o,
cuando menos, recrear una posibilidad en un país que carece de recursos
naturales y que depende del auxilio, cuando no de las limosnas, de los fondos
de cooperación internacionales para luchar contra la pobreza.
Por fin surge en
el camino una hipótesis que invita a soñar con otro futuro para esta nación
cercana, y hasta veo al presidente Sall reclamado por las primeras potencias
mundiales, celebrado en las alfombras rojas de los palacios más emblemáticos y
acudiendo a las citas exclusivas de la diplomacia inoperante del mal llamado
primer mundo. Vislumbro La Cornise de Dakar resplandeciente y sus playas
aledañas inmaculadas y repletas de sombrillas y quioscos, o la Plaza de la
Independencia bordeada de grandes limusinas y deportivos de última generación, y
el Grand Yoff henchido de nuevas construcciones unifamiliares con jardín y garajes
con puertas automáticas. Imagino a los tullidos, que hoy caminan con tacos en
las manos, sobre modernas sillas de ruedas autopropulsadas, o los múltiples
mercados populares pletóricos de alimentos europeos o japoneses. Transito por
una ciudad en el que los vendedores callejeros están sentados en sus motos de
gran cilindrada y operan con sus tablet sin ofrecer a los extranjeros cualquier
quincalla, algo realmente insólito.
Supongo los
grandes hoteles de cinco estrellas, de rostro blanco, con familias enteras de
ejecutivos negros que disfrutan de las sábanas almidonadas y los menús
peripatéticos de la comida internacional. Me abalanzo sobre las escuelas y los
institutos para comprobar que hasta allí llega el efecto de los petrodólares, o
que en los barrios alejados de Le Plateau ya están instalando el saneamiento y
los contenedores de basura. Me aventuro por la autopista china hasta Thiaroye-sur-Mer
para comprobar si han vuelto los hijos de los pescadores que buscaron una vida
mejor en una patera y jamás regresaron.
Sigo hasta Thiès con la esperanza de
ver como florecen las construcciones de carretera y restaurantes de lujo que
ofrecen thieboudienne o maafe en salsa de cacahuete acompañados de bissap o
bui. Llego a la ciudad sagrada de Touba para asistir a la puesta de largo de su
Gran Mezquita y a la inauguración del crematorio de desperdicios y de la
conducción de aguas negras a través de modernos sistemas gestionados por el
Cabildo de Tenerife. Subo hasta Saint Louis, convertida en la gran atracción turística
del país, con sus edificios de la etapa colonial francesa muy iluminados,
monumentales, y unas instalaciones públicas acordes al estuario del río
Senegal, surcado por embarcaciones fuera borda y yates de magnates procedentes
de todo el mundo.
Desde allí intento con unos prismáticos avistar la plataforma
petrolífera que, a cien kilómetros mar adentro, ha transformado tanto la existencia
de los senegaleses y me pregunto si al final ha valido la pena y si todos esos
avances, conocidos como bienestar social en otras partes del planeta, casan con
el espíritu acogedor, noble y sereno de este pueblo. Y justo en ese punto me despierto.