Hay acontecimientos que
afloran a modo de oxímoron, es decir, extremos que se unen para conformar un
significante, y lo cierto es que no se me ocurre otro término mejor para explicar
cuál es mi sensación de lo que está pasando con el islamismo y su
interpretación por parte de algunos elementos de este país.
A pesar de que el
yihadismo viene irrumpiendo con fuerza en diversos estados africanos y
orientales desde hace años, sobre todo cuando la bota bélica occidental rompe
las murallas de contención tradicionales para darle paso, sí que ha trascendido
con especial fuerza el secuestro de más de 200 niñas en Nigeria por parte de la
guerrilla de Boko Haram, un nombre que muy pocos conocían hasta lo ocurrido
hace unas semanas.
La escena ha abierto en carnes a la comunidad virtual
internacional desde los parlamentos y consejos nacionales hasta las alcobas de
los presidentes en forma de saeta de fuego, como ha sucedido con la señora Obama
o con la esposa del propio jefe del estado nigeriano, Goodluck Jonathan, unas primeras
damas que han espoleado una reacción que, al grito de “#Bring Back Our Girl”, ha
copado la actualidad mundial y desencadenado multitud de testimonios solidarios.
Así que las figuras públicas femeninas han somatizado lo que sentirían por sus
propias hijas y nietas y han movilizado en tiempo record lo que muchas veces cuesta
años de chirridos de la maquinaria justiciera universal, poco dada a empresas
altruistas.
Nada tengo contra este particular, todo lo contrario, pero sí que me
pide el cuerpo reflexionar en alto sobre esa contagiosa campaña del estilo “salvar
a Wally” cuando eso está ocurriendo a diario en muchas regiones invisibles y lo
que se cuece por debajo es bastante más complejo que el mundo de yupy, la bella
y la bestia o el bueno, el feo y el malo, y tiene mucho que ver con el modelo global
que construimos y que genera miseria e incultura por doquier.
Oía estos días en
una emisora nacional de empuje un debate entre prominentes invitados que
barruntaban sobre el islamismo radical y metían en el mismo saco a los más de
mil millones de fieles que congrega esta confesión. Es más, aseguraban que el objetivo
de la religión musulmana es exterminar a los cristianos de una manera obsesiva.
Parece ser pues que el extremismo de Oriente despierta al de Occidente y nos
transportan juntos a los tiempos aquellas fanáticas cruzadas en las que la
vieja Europa sancochó a moros y árabes de todo pelaje. Cualquiera que haya
estado en África podrá aclararles a estos santos inquisidores que la mayor
parte de los seguidores del Corán del continente negro son educados, compasivos,
pacíficos y amantes de tolerancia, la paz y la naturaleza, tanto como para
darnos lecciones de convivencia mientras oran mirando hacia La Meca.
Racismo de plátanos
La semana nos ha dejado
una anécdota cuando menos curiosa. Un plátano, un campo de fútbol de la
Península y un balón han recorrido los medios de comunicación y redes sociales de
medio mundo para ir a parar a otra cancha, esta vez, de baloncesto, en Estados
Unidos. La burda coincidencia entre ambos episodios ha sido el racismo o, lo
que es lo mismo, el rechazo del otro por ser diferente. Y si es difícil encajar
que en un país con la historia de España surjan todavía estos brotes xenófobos,
todavía debe serlo más que ocurra en aquél que precisamente tiene un presidente
negro y que atesora una larga lucha contra esta lacra plagada de sucesos de
sobra conocidos por todos.
Ha sido un alivio que la unidad de acción y la complicidad no se hayan hecho esperar, posiblemente avivada por las nuevas tecnologías, y que en muchos lugares alguien se haya comido simbólicamente un plátano, ojalá que canario, para alinearse con el jugador del Barcelona que inició espontáneamente esta cadena reivindicativa, eso sí, espoleado por un aficionado al que apenas le hemos visto la cara y que quizá no tiene el nivel intelectual o la cultura necesaria para sopesar su atrevimiento. Al otro lado del Atlántico, el patrón de un equipo de baloncesto advertía con la boca torcida a su pareja que no trajera negros a su pabellón. Horas después, se quedaba sin su club, recibía una multa millonaria y el desprecio de sus propios jugadores, que depositaron sus camisetas sobre el parqué y desataron otra ola de solidaridad en un deporte sostenido precisamente por una amplia mayoría de figuras de esa raza.
Hasta aquí solo cabe celebrar esta reacción multitudinaria, aunque también puede uno preguntarse si en realidad ahí se acaba todo y si a partir de ahora vamos a ser todos mejores personas por el hecho de haber repudiado a ambos personajillos. La respuesta en mi opinión es que no y que se trata a lo sumo de uno de esos bucles que remontan a una velocidad endiablada el espacio mediático, que producen consecuencias amargas inmediatas a sus protagonistas y que, con la misma rapidez, será olvidado al cabo de las horas.
Pienso que la verdadera xenofobia sigue escalando posiciones en el mundo en forma de fronteras, vallas y élites cada vez menos numerosas pero más blindadas que crean los compartimentos estancos que producen el odio y el desequilibrio no solo ya racial, sino humanitario, cuando no climático, que nos pone a todos a los pies de los caballos. Creo que la verdadera intolerancia se hace cada día más fuerte en un planeta en el que la razón ha sido secuestrada sistemáticamente y relegada a una simple anécdota, como la del plátano de Alves.
Ha sido un alivio que la unidad de acción y la complicidad no se hayan hecho esperar, posiblemente avivada por las nuevas tecnologías, y que en muchos lugares alguien se haya comido simbólicamente un plátano, ojalá que canario, para alinearse con el jugador del Barcelona que inició espontáneamente esta cadena reivindicativa, eso sí, espoleado por un aficionado al que apenas le hemos visto la cara y que quizá no tiene el nivel intelectual o la cultura necesaria para sopesar su atrevimiento. Al otro lado del Atlántico, el patrón de un equipo de baloncesto advertía con la boca torcida a su pareja que no trajera negros a su pabellón. Horas después, se quedaba sin su club, recibía una multa millonaria y el desprecio de sus propios jugadores, que depositaron sus camisetas sobre el parqué y desataron otra ola de solidaridad en un deporte sostenido precisamente por una amplia mayoría de figuras de esa raza.
Hasta aquí solo cabe celebrar esta reacción multitudinaria, aunque también puede uno preguntarse si en realidad ahí se acaba todo y si a partir de ahora vamos a ser todos mejores personas por el hecho de haber repudiado a ambos personajillos. La respuesta en mi opinión es que no y que se trata a lo sumo de uno de esos bucles que remontan a una velocidad endiablada el espacio mediático, que producen consecuencias amargas inmediatas a sus protagonistas y que, con la misma rapidez, será olvidado al cabo de las horas.
Pienso que la verdadera xenofobia sigue escalando posiciones en el mundo en forma de fronteras, vallas y élites cada vez menos numerosas pero más blindadas que crean los compartimentos estancos que producen el odio y el desequilibrio no solo ya racial, sino humanitario, cuando no climático, que nos pone a todos a los pies de los caballos. Creo que la verdadera intolerancia se hace cada día más fuerte en un planeta en el que la razón ha sido secuestrada sistemáticamente y relegada a una simple anécdota, como la del plátano de Alves.
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