Dos hechos de muy distinto signo marcan la actualidad del
continente cercano. Dos vías, una de entrada y otra de salida, se cruzan hoy
allí. Ambos hitos ya han pasado a la Historia, al margen de lo que ocurra en
estas horas presentes, pero también ambos se enfrentan al olvido. El primer
presidente negro de los Estados Unidos de América se reencuentra con sus
orígenes en su postrera gira oficial por África. La puerta de entrada ha sido
Senegal y sin duda la imagen de este acontecimiento es la de Barak Obama y su
esposa, Michelle, en esa otra puerta “sin retorno” de la isla de Gorée, por
donde salían los prisioneros capturados en las muchas aldeas de la región hacia
el nuevo mundo. Miles de ellos no llegaron con vida a ese lugar de donde
procede el visitante, que no puede reprimir un gesto contrariado bajo el vano
rojizo de la Casa de los Esclavos, una de las 37 cárceles de ese minúsculo
territorio frente a las costas de Dakar. Ese rostro crispado es comprensible
porque las paredes de las que acaba de salir gritan años de pena, de
separaciones descarnadas, de infames grilletes y de una tristeza tal que te
atraviesa a traición y te fulmina. Es difícil reponerse aún cuando sales de
nuevo al sol y al trasiego turístico de este enclave declarado Patrimonio de la
Humanidad o, como es el caso del poderoso norteamericano, para cumplir con el
programa de actos y ceremonias de una gira apuntalada por el despliegue soberbio
de agentes de seguridad, vehículos blindados, aeronaves, aviones de combate y hasta
un portaaviones, entre otros efectivos que forman parte de una campaña que cuesta
al tesoro estadounidense la nada despreciable cifra de 100 millones de dólares.
La otra cara de la moneda la pone una leyenda que abandona este mundo dejando
una huella humana intensa y un legado del que disfrutarán todavía muchas
generaciones. Nelson Mandela, Madiba para su clan xoxha, ha conseguido que los
suyos lo dejen marchar. Por fin, y con el planeta llorando su partida y su
Sudáfrica a sus pies, se libera de todos los yugos de la vida y de ese calvario
de tubos y respiradores para volar bien alto. Mucho más que el denominado “Air Force
One” que también aterriza en Johannesburgo con Obama, su familia y el tropel
ordenado que los protege en la tierra de sus ancestros. Ambos están bajo el
cielo africano, uno que regresa y el otro que se va para siempre. Uno, cuya
misión es reforzar el papel de su patria de adopción en el que hasta hace pocos
años era el continente pobre y hoy, la nueva África, y otro, el que nos deja,
para formar parte de la galería de grandes personalidades de todos los tiempos
y servir de inspiración a la larga lucha de justicia social que queda por
delante. El presidente de EEUU cierra su periplo en Tanzania. Ojalá vuelva a
Washington mirando hacia atrás y con las ideas más claras. Grande Madiba.
Antagonismos
En no pocas ocasiones son los estereotipos los que marcan la
realidad africana que se proyecta en el exterior del continente, sobre todo en
Occidente. Tal es así que en muchos estudios en torno a esta parte -negra- de
la Humanidad ya se han acuñado términos tan recurrentes como el “afropesimismo”
y, su antónimo, el “afrooptimismo”, solo que en este caso sus acepciones no son
tan contrarias como pudiera parecer en principio. El primero se utiliza para
englobar la visión trágica, incluso apocalíptica, del presente y futuro de sus
gentes, inmersas continuamente en guerras, hambrunas, epidemias, catástrofes y
en una indolencia, o falta de interés por el mañana, irreverente hacia la
sociedad del progreso, la capaz raza blanca. De otra, el segundo es a menudo
esgrimido desde dentro para deconstruir la tesis precedente con razonamientos
que tienen que ver con el colonialismo, el saqueo de los recursos naturales,
las trampas del neoliberalismo imperante en el mundo y otras muchas causas de
un dominio externo que ha dejado como germen en las comunidades locales a los
dictadores, las fugas de capital ejercidas por las élites y una deuda externa inabarcable.
De la misma forma se aplican los clichés de la cooperación al desarrollo a
través de los antagónicos “exogenismo” y “endogenismo”, que equivalen, por ese
orden, a la acción de colaborar en la necesaria evolución del “primitivismo"
hacia cotas aceptables de orden social y económico y, por el contrario, a la imposición
de las recetas de Bretton Woods en forma de democracia y economía de mercado
como única forma universal de civilización. En medio de este escenario de
desencuentros, los años han ido pasando desde que las metrópolis europeas
abandonaron por los años 50 y 60 sus posesiones africanas y el continente
continúa, no obstante, registrando tasas importantes de pobreza, enfermedades
fácilmente superables que causan ingentes cantidades de muertos y una
resistencia difusa a la organización política y económica que tira por los
suelos los sueños panafricanistas de próceres como Kwame Nkrumah, el primer líder
de las independencias y presidente de la primera nación subsahariana en
alcanzar la soberanía, Ghana. Los países africanos avanzan, de eso no cabe la
menor duda, pero lo hacen a la sombra del poder extranjero, un bucle que ha sido
endogámico hasta hoy porque ya ha llegado la globalización y la rebelión de los
invisibles, y a pesar de que muchas veces han estado atravesados también por los
intereses de esas lanzas que pueden llegar a ser las multinacionales, una doble
moral que anega de petróleo grandes extensiones de territorio, que mata si es
necesario y que se exhibe en los parqués de las sociedades progresistas a
renglón seguido ostentando la bandera de las grandes obras benéficas.
Otro planeta
El continente más cercano a
Canarias es el más complejo. Es así de simple. Y por eso surgen tantas teorías
e interpretaciones que pretenden echar algo de tiento en esa madeja inmensa que
amanece cada día frente a nosotros, aquí al lado mismo, sin que sepamos a
ciencia cierta si avanzamos o retrocedemos. África es una nacionalidad y muchas
al mismo tiempo. Son estados por imposición extranjera que aspiran a encajarse
en una realidad desbordada, un crisol étnico y cultural difuso que se extiende a
través de miles de kilómetros como sus propios ríos, o se acumula en regiones
concretas, como sus lagos, o se precipita a los abismos, como sus cascadas
prodigiosas; casi como remedo de las vastas extensiones que la hacen tan única,
tan diversa, tan misteriosa, tan hermosa, tan trágica. La actualidad de África
pasa por el tamiz de la comunicación y las noticias que nos gustan en
Occidente, empeñados, como estamos, en traducir algo que constituye no pocas
veces la esencia de la existencia. El choque de los imperiosos intereses internacionales
recala en su orografía generosa y en un subsuelo repleto de tesoros naturales,
porque esas son las reglas del juego, las del poder obsesivo que sobresale por
encima del respeto a la conservación y al equilibrio de lo eterno y que, como
un fuego de artificio, espectacular pero efímero, nos aliena de nuestra propia
vida acelerándonos, cuando no estrujándonos, en una gran cadena de transmisión
contra la boca de una maquinaria que no nos merecemos. Surgen entonces a intervalos
tesis y epítetos contrapuestos, como los afropesimismos y los afrooptimismos o
los endogenismos y los exogenismos, entre otras muchas emociones, para intentar
profundizar en lo que se deshace a cada paso porque no se mantiene en la deriva
de este mundo que se devora a si mismo. Intentamos explicar por qué, a pesar de
todo lo invertido y de los empeños bienintencionados, que los hay, el
continente no parece cambiar salvo en pequeños matices esperanzadores, siempre
esperanzadores. Y porque quizás también se nos quedó tirada en alguna cuneta la
reflexión sobre nuestro propio destino y el de nuestro planeta.
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