Las derivaciones de la invasión del norte de Mali por
fuerzas islamistas radicales parece que no terminan de ser enfocadas ni por
parte de los organismos panafricanos ni por las agencias multilaterales internacionales.
Cierto que la escena ha estado condicionada también por los continuos trueques
de poder en su capital, Bamako, bajo la férrea vigilancia del capitán golpista Sanogo,
y una calma tensa a la espera de una intervención militar que no llega, aún tras
el pronunciamiento del pasado jueves del Consejo de Seguridad de la ONU, que la
autoriza pero con reservas, porque entiende que una acción directa puede
provocar el éxodo de cientos de miles de refugiados. El dictamen emerge además
desvitalizado por las dudas sobre la inminencia de su aplicación lanzadas poco
después por el presidente francés, François Holland, mientras que la Comunidad
Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) no puede, ni debe, actuar
unilateralmente, porque no cuenta con el potencial bélico suficiente para
emprender una campaña incierta contra unas milicias difíciles de identificar,
ubicar y combatir en ese desierto, el del Sahel, que atraviesa todo el
continente. Tampoco las potencias occidentales se han mostrado muy decididas a apoyar
los ataques sin calcular bien sus consecuencias reales, salvo la propia Francia
o Alemania, que defienden la operación para “evitar una nueva Somalia”, frente
a la tónica general de reticencia, como la de los Estados Unidos, o de tibieza,
como la de la propia España, que solo pretende cooperar para instruir a los
militares locales. Sí que se revela a estas alturas evidente que el Azawad
puede convertirse en una encerrona para cualquier movimiento de liberación,
porque es la desembocadura de todo el reguero fundamentalista que ha ido eclosionando
desde el este y en el que confluyen elementos de diversas cataduras, desde
salafistas a mercenarios bien entrenados, empleados en regímenes altamente
militaristas, como el de Libia, y que ahora manejan una gran parte del arsenal
de Gadafi. En cualquier caso, no se trata ya de ciudades, carreteras, edificios
y fortines, sino de territorio abierto en el que las entradas y las salidas no
están determinadas, al igual que el objetivo a batir, el ejército enemigo, una
agrupación de hordas que van y vienen alimentadas por un caudal conformado por miles
de fanáticos de la Yihad. La cuestión es si la espera corre a favor del
equilibrio de esa región, tan cercana a Europa y a Canarias, o si este silencio
al que asistimos precede al ruido de los tambores de guerra santa contra los
cantos a la democracia o las falsas esperanzas de evolución, como la Primavera Árabe.
Milagros aéreos
He cogido al “vuelo” una noticia de esta semana que habla de
los grandes avances en navegación aérea de varios países del continente vecino
porque no podía ser de otra manera: los africanos van adquiriendo mayores cotas
de bienestar social y de seguridad en todos los sentidos a medida que caminan
en bloque hacia el desarrollo de forma generalizada. Al mismo tiempo constato
que el debate de un tercer mundo perenne caduca a cada instante que pasa, dada
la rápida evolución de los procesos y las proyecciones tecnológicas en todas
las direcciones. Junto a ello habría que consignar también que el occidental suele
padecer cierta miopía recurrente en cuanto a la percepción de África se refiere,
pues para muchos es solo un país, el de la negritud, cuando en realidad se
trata de un conjunto de 54 estados, con mil millones de habitantes, de etnias
muy distintas, que pueblan una superficie global equivalente a tres veces y
media la de Europa. Así es que cuando un avión se accidenta ocasionalmente,
como así ocurre, lo hace como excepción a las miles de operaciones diarias que
tienen lugar en todo ese enorme territorio, eso sí, con multitud de aparatos
viejos, entre ellos muchos rusos, que navegan sin apenas mantenimiento y con
una vida muy larga de servicio en sus motores, sobre todo en las regiones más
pobres. La primera vez que pisé suelo africano fue el del aeropuerto de Accra, destino
de un periplo de más de 12 horas de avión, un ATR fletado por las Cámaras de
Comercio canarias desde Gando hasta Ghana, con una escala en Dakar para
repostar. Ese fue mi bautizo aéreo en el continente cercano, donde las rutas
interiores son comparadas con el salto del saltamontes y en las que las
puntualidades simplemente no existen, por lo que las terminales a menudo se
convierten en abigarrados dormitorios comunes para los viajeros que esperan sus
conexiones durante horas e incluso días. Después tuvimos que trasladarnos a la
vecina Costa de Marfil, hacia donde partimos en un aparato de las líneas
ghanesas, un reactor en el que ya se asume la aventura tan solo con caminar por
su pasillo lleno de migas y otras pequeñas huellas de la indolencia africana. Doy
fe que respiras muy aliviado cuando esa misma nave aterriza tras un trayecto
sorprendente en que el asiento se precipita hacía el fondo de la cabina durante
el despegue y te has pasado todo el tiempo, si no rezando, entretenido contando
la cantidad de agujeros sin tornillos de sus paneles, casi sueltos, o empapado
por la gota del aire acondicionado que no para de caer sobre tu cabeza.
Comprendes que en realidad volar es más seguro de lo que parece y que África es
un milagro diario que acontece sin que nadie parezca darse cuenta de ello.
Periodistas
He insistido siempre en que en la vanguardia del
acercamiento real de Canarias al continente más próximo debería estar presente
la información como punta de lanza de esa supuesta aspiración africanista que,
hoy por hoy, no termina de cuajar. Asumimos los que miramos hacia allí que en
pleno siglo XXI, el de las comunicaciones, la distancia mental con la que
vivimos en las islas de unos territorios que están al alcance de barquichuelas
es cuando menos desproporcionada y estimamos que de nada sirve desplegar todos
los discursos razonados, las inauguraciones de salones sectoriales, misiones
comerciales u otras acciones de las patronales si los esfuerzos institucionales
no están bien dirigidos, porque es posible que hagan agua como las pateras, o
al menos no rentabilicen adecuadamente las inversiones puestas en juego, lo
cual es un desperdicio sobre todo en estos tiempos de crisis. Por ello quiero
traer a estas líneas un hecho singular, un acto esperanzador como pocos en el
transcurso estos años de pequeños pasos africanos en el Archipiélago. Hablo de
la jornada que, bajo el epígrafe de “África para periodistas”, acogió esta
semana la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La
Laguna, un simposio al que tuve la suerte de asistir para oír hablar a varias
figuras ya muy reconocidas del corresponsalismo africanista canario, nacional e
internacional. La cita, que hay que agradecer a Acción Exterior del Cabildo de
Tenerife, a través de la AECID, junto a la ULL, fue todo un despliegue de argumentos
evidentes a través de exposiciones magistrales que a mí, personalmente, me
dejaron con ganas de más, de mucho más. Y es que pienso que es la sociedad
canaria la que debe protagonizar el proyecto de situarnos en el lugar que
objetivamente nos corresponde, como región ultramarina, como comunidad oceánica
europea circunscrita a otro continente del que parece que queremos escapar sin
tener claro por qué, cuando se revela como el ascendente que todo el planeta
quiere reivindicar. Sí, sí que sentí que era muy útil inculcar a los futuros
periodistas la mirada de África para que se sientan atraídos por unos países
que nos ofrecen un salto espectacular hacia la cuna de la Humanidad y una
diversidad difícil de imaginar sin pisar su suelo, cargado de trazas
milenarias. Sí que desee que nuestras Universidades, instituciones públicas,
organismos empresariales y ciudadanos caminaran hacia ese porvenir que pasa,
inexorablemente, por un nuevo mundo que nos tenemos que inventar, por lo que espero
que, junto a los grandes profesionales que contaron sus experiencias, surjan otros
nombres desde las aulas canarias que nos ayuden a enderezar el rumbo de unas
islas que navegan sin moverse del lugar.
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