Fronteras




Una sentencia ashanti señala que “por mucho que llueva sobre la piel del leopardo, las manchas nunca desaparecerán”. La configuración política artificial de las regiones africanas, tras la espantada europea entre los años 50 y 60, quedó vista para sentencia en una multitud de etnias, comunidades y pueblos, a veces unidos, otras separados, entre fronteras trazadas con escuadra y cartabón, de tal forma que el continente vecino debe ser el único del mundo, a excepción de EEUU, con países de formas rectilíneas, un mosaico precipitado y enteramente repartido entre las grandes potencias en el pasado sin que nadie se planteara la legitimidad de esa ocupación. Cuando nació la Organización para la Unidad Africana (OUA), allá por el año 1963, una de sus primeras resoluciones fue proclamar la intangibilidad de las fronteras africanas, consagrando de esta forma la desunión de sus comunidades milenarias. El historiador británico Basil Davidson ha llegado a definir el estado-nación como la maldición del hombre negro, mientras que Jean François Vallart, uno de los analistas más elogiados y reconocidos de las realidades subsaharianas, escribe en “L’Etat en Afrique” que los estados actuales no deben ser comparsas decadentes de un Occidente neocolonial, inventos artificiosos e importados de patrones foráneos. La realidad es que nos parece imposible organizar a comunidades humanas de otra forma que bajo ese concepto de estado, que puede ser alienante e inaplicable para civilizaciones antiguas que llevan otro paso y poseen otros valores o medidas, en una fórmula que Max Weber definía como la de “una asociación política forzosa, organizada de forma estable y que mantiene el monopolio de la coerción física legítima para la implantación de un orden”, pero sin nombrar cualquier otro aspecto cultural o humano. Mientras que en Occidente y el resto del mundo las fronteras se han ido conformando a través de los siglos, en África esa necesidad no surgió hasta la irrupción de las colonias y de las legendarias “conquistas” de las grandes potencias europeas, porque el hilo conductor de sus habitantes venía dado con naturalidad y cercanía por sus creencias religiosas, sus etnias, costumbres y lenguas, derivadas de grandes reinados, también míticos, que se sucedieron en la antigüedad. Se podría decir que el hombre blanco irrumpió en la paz africana como un elefante en una cacharrería y que, con todo, jamás ha logrado arrancar de allí el espíritu africano, y sí una gran cantidad de recursos naturales y la utilización gratuita de millones de nativos como esclavos en empresas que dejaron muchos rendimientos ulteriores. El profesor catalán de Historia de África Albert Bosch pone el ejemplo del primer presidente senegalés, Léopold Sédar Senghor, que, debido a su “debilidad” por la metrópoli colonial del país, Francia, reprodujo tal cual el sistema político galo obviando los nacionalismos y secesionismos aún latentes, como los de Casamance, o el dominio de la etnia wolof o el de las comunidades o cofradías religiosas Mouride y Tidjane, que representan el 80 por ciento de los musulmanes senegaleses, y que son en realidad los que conforman el arco gubernamental secular del país, donde las siglas de los partidos sólo juegan un papel anecdótico y nominal. En ese escenario, resulta que los estados más estables del continente cercano son aquellos que han sido capaces de repartir migajas entre amplias capas de la población, así como de cultivar una clientela dependiente más allá de los cuatro militares, políticos y altos funcionarios de turno, porque, en realidad, no existe una identidad acorde con las estructuras políticas de un sistema que no encaja con la horma de la modernidad impuesta con calzador a esos pueblos disidentes de la globalización, y sí con la balcanización a la que se ven abocadas esas comunidades cuando pretenden mezclarse unas con otras.

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