Objetivos del Milenio




Naciones Unidas planteó en el año 2000, junto a otras instituciones y colectivos humanitarios, ocho grandes retos para 2015, a la vuelta de la esquina, y los llamó casi ingenuamente los Objetivos del Milenio. Por este orden, erradicar la pobreza severa y el hambre, lograr la educación primaria universal, corregir las desigualdades de género, reducir la mortalidad infantil, mejorar la salud materna, combatir el sida, la malaria y otras enfermedades, y fomentar una asociación internacional para el desarrollo aumentando la cooperación, se convirtió en un compromiso en principio posible. Mientras tanto, un grupo de expertos acreditados respaldaron la iniciativa argumentando que el planeta tiene recursos suficientes para cumplir con ese precepto y que se trataba de unos fines realistas. Sin embargo, los informes no corroboran ese particular, sino que confirman que se ha avanzado más bien poco y que en muchas regiones africanas existen situaciones de emergencias sin precedentes, hasta tal punto que varios países presentan una esperanza de vida en torno a los 33 años, debido sobre todo a la desnutrición y a las insuficiencias sanitarias, una cifra que además supone un claro retroceso con porcentajes históricos. Hoy por hoy, en pleno siglo XXI, el hambre sigue afectando a un tercio de la población global, originada por bajos ingresos y el desigual acceso a los recursos, como la tierra, el agua, los créditos, los mercados y la tecnología. En el África Subsahariana el 35% de sus habitantes sufre malnutrición y, de los 11 millones de niños que mueren cada año en el mundo, un 42 por ciento lo hacen en estas regiones pobres del continente vecino, en tanto que sólo el 1 por ciento corresponde a las poblaciones más desarrolladas. En cuanto a la educación, la tasa de escolarización sigue siendo muy baja y no llega en algunos países al 26 por ciento, mientras que el sueldo de un maestro puede estar en torno a unos 38 euros al mes. También las enfermedades, como el paludismo, la malaria o la tuberculosis, siguen azotando a esta parte del planeta, afecciones que en Occidente son anecdóticas, al igual que el sida, que ha terminado convirtiéndose en una enfermedad crónica en las sociedades desarrolladas gracias a los tratamientos que parece que comienzan a llegar, por fin, al tercer mundo. El dato de que el 90 por ciento de la investigación farmacéutica se dedica a combatir las enfermedades que sufre el 10 por ciento de la población más rica es un claro exponente de la situación. A lo ya expuesto se une al informe elaborado por más de 1.300 expertos de 95 países que, bajo el nombre de Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, responde también a un encargo de la ONU, y que explica que cualquier progreso que se alcance en la consecución de los Objetivos del Milenio probablemente no será sostenible si la mayoría de las materias de las que depende el hombre continúan degradándose. Este último pronunciamiento cierra el círculo del anatema que vive el mundo, donde, de un lado, una pequeña parte de él concentra las riquezas y explota la naturaleza de una forma que pone en un peligro progresivo el equilibrio ambiental y, de otro, son precisamente los más pobres los que padecen los embates de las consecuencias de tal irresponsabilidad, porque son los más desprotegidos y viven al margen de cualquier oportunidad de influir en las decisiones que atañen directamente a sus vidas. Nos encontramos justo en las dos terceras partes del periodo que se marco Naciones Unidas para conseguir esos objetivos y no sólo se ha avanzado, sino que en muchas regiones africanas se ha registrado un claro retroceso que anuncia aún un agravamiento mayor en los próximos años. Si a todo eso añadimos el periodo de crisis financiera internacional por la que atravesamos y que, por lógica, va a afectar en mayor medida a los pueblos subdesarrollados del planeta, ya podemos adelantar que esos ocho retos no serán alcanzado ni por asomo, a no ser que ocurra un muy improbable milagro.

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