Tierras


Hace unos años, 15, exactamente, tuve la oportunidad de entrevistar al profesor congoleño Mbuyi Kabunda, doctor de Relaciones Internacionales y Estudios Africanos de la Universidad Autónoma de Madrid. Vino a la isla invitado por la Cámara de Comercio para participar en un foro económico como uno de los intelectuales negros más sobresaliente y respetados de todo el mundo. Me encontré con una personalidad muy preocupada por su continente que desplegaba las realidades africanas con la orientación del explorador curtido en muchas encrucijadas. Decía Kabunda que lo que necesitaba África era una revolución para consolidar el sector agrícola con el fin de alcanzar el autoabastecimiento de los pueblos, como punto de partida para otras metas posteriores. Pues bien, tres lustros después, el Banco Mundial (BM), al que hay que reconocerle una nueva etapa más humanitaria con su presidente Jim Yong Kim, ha publicado un estudio que viene a darle la razón. El documento titulado “Proteger la tierra de África para fomentar la prosperidad compartida” propugna un plan para hacer cambios en la forma de administrar los campos a lo largo de una década con un coste de solo unos 4.500 millones de dólares. Nos informa el BM que en ese continente tan cercano a Canarias están casi la mitad de las extensiones utilizables que no se cultivan en el planeta, equivalente a unas 202 millones de hectáreas, que podrían ser sembradas y que, sin embargo, son los países al sur del Sahara los que ostentan las tasas de pobreza más altas conocidas. En líneas generales, el informe sugiere a los gobiernos subsaharianos aumentar el acceso y la tenencia de parcelas a los pobres y vulnerables, con especial atención a la mujer, que constituye el 70% de la mano de obra actualmente de los campos trabajados y es la base de la distribución equilibrada de las ganancias en las poblaciones locales. También estructura su plan en torno a diez medidas, en atención a las experiencias en otras reformas agrarias desarrolladas en Brasil, China, Argentina o Indonesia, y entre las que destaca la necesidad de incrementar la eficiencia y transparencia de los servicios de administración, lo que sería un gran avance si se tiene en cuenta que es la burocracia africana el primer peldaño de la escalera del progreso del continente. Tampoco pierde de vista el organismo multilateral de la ONU la lacra que constituye hoy en día la apropiación de tierras por parte de inversores tanto locales como extranjeros, entre los que se encuentran estados y grandes corporaciones multinacionales, que ya se han cobrado millones de hectáreas y que, en no pocos casos, acarrean al expulsión de las comunidades que subsistían a través de ellas. Queda por ver si el BM de Yong Kim será capaz de convencer a los amos del mundo que retiren sus garras de África.

Intereses


Estos días he tropezado con dos informes que de ser cruzados entre sí podrían dibujar una parte importante del escenario necesario para el despegue inminente del continente. De una parte, el denominado Foro Africano de Administración Tributaria propugna aprovechar la decisión de los países ricos para identificar a las multinacionales que evaden el pago de impuestos, lanzada por el G8 en su última reunión de junio. De otro lado, el estudio de un profesor de Economía de la Universidad D’Abomey-Calavi de Benin llamado Amossouga Gero, de cara a la reunión de la Asamblea General de la ONU del próximo mes de septiembre para analizar el grado de cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, apunta las claves de las transformaciones que han de dar con el progreso unitario de África. Y es que si el primero de estos documentos arroja la cifra espeluznante e insostenible de la pérdida por parte de los países subsaharianos de 1,4 de billones de dólares en flujos financieros ilícitos entre 1990 y 2009, registrados por el Banco Africano de Desarrollo, el segundo plantea seis recomendaciones para alcanzar un desarrollo sostenible en base al fomento de las habilidades de los trabajadores, el apoyo a las pequeñas empresas, la inversión en I + D y la búsqueda de nuevas formas de innovar, además de una mayor conexión a la economía moderna, la identificación nacional de los estados con sus objetivos y la inclusión social de las comunidades en todos estos procesos. Eso sí, aunque los africanos celebran la voluntad de las grandes potencias internacionales de poner coto a los desmanes de las todopoderosas multinacionales con medidas de control sobre los movimientos de capital, entienden que en ningún caso se trata de una iniciativa piadosa que mira hacia el continente negro desinteresadamente, sino más bien hacia el patio trasero del propio G8, pero que puede convertirse en una buena oportunidad para intentar detener la sangría que las fugas económicas han provocado en las sociedades locales a costa de sus recursos naturales. El continente necesita de ambas sendas para ponerse en pie e ingresar en la mundialización: el control de sus propias riquezas y la organización de sus estructuras políticas y administrativas para sentar las bases de un crecimiento perdurable. Otra cosa es que esas grandes potencias logren sacudirse las doctrinas neoliberales, que son la razón misma de su hegemonía mundial, para controlarse a si mismas y, de paso, a los entes de intereses diversos privados que sostienen a sus líderes en el poder.

Las violaciones de Tahrir

No voy a decir que me ha sorprendido la nueva rebelión popular en Egipto. Tampoco que me haya extrañado que el Ejército saliera otra vez de sus cuarteles para derrocar al presidente constitucional, el islamista Mohamed Morsi, elegido democráticamente hace tan solo un año. Ni siquiera cuestionaré por qué los salafistas que lo apoyaban guardan ese silencio tan sepulcral que a mí personalmente se me antoja preocupante, o que un clamor de alivio y alegría generalizada haya inundado las calles de la capital, El Cairo, y de las principales ciudades del país. En ningún caso voy a analizar la rápida sustitución de los correligionario de los Hermanos Musulmanes en el poder por un presidente del Tribunal Constitucional con menos de 24 horas en el cargo y un grupo de notables, ni me animo a argumentar nada sobre un Ejecutivo que se había apoderado de la legitimidad y soberanía nacional para imponer los códigos de la sharia. Me resisto a ser tan optimista como un amigo que desde algún rincón cairota se mostraba exultante por los acontecimientos y confiado en un nuevo rumbo más democrático a partir de ahora en esa nación de vestigios arqueológicos. De ninguna manera voy a trazar paralelismos con todo lo que continúa ocurriendo en la mayoría de los estados donde se han suscitado esos levantamientos enmarcados en las denominadas primaveras árabes y que han terminado en tragedias cotidianas, matanzas y guerras entre las familias irreconciliables del Corán. Eso sí, me he sentido inmensamente desconcertado por el bramido atávico de los abusadores de la plaza Tahrir, por ese instinto animal grupal que ha arrasado con la dignidad e integridad de un centenar de mujeres en unos pocos días. Me ha sobrecogido especialmente esa nueva violación masiva y terrible de una periodista holandesa de tan solo 22 años a manos de una turba y en presencia de una multitud casi impasible, a no ser por las cuadrillas ciudadanas organizadas para luchar contra una lacra que ya se manifestó en las movilizaciones que acabaron con el régimen de Mubarak y en las que también fue violentada la informadora estadounidense Lara Logan. Me ha enervado la ineptitud de ese director de periódico, de radio o televisión europeo que ha enviado a una recién licenciada a un infierno seguro sin advertirle donde se metía. Me asusta lo que hay detrás de todo esto, porque habla de una cruda realidad que se esconde bajo la pátina de unos pueblos que luchan entre avanzar hacia la modernidad o sucumbir bajo las hordas de fanáticos que ven en las mujeres al diablo y en la libertad, la perversión.