Y llegó el Séptimo

Aplaudo sin reservas la decisión del presidente de los Estados Unidos de tomar la iniciativa en la lucha contra la epidemia del ébola en África Occidental. Esta vez parece ser que Washington sí deja de lado sus intereses económicos y hegemónicos para intentar frenar una emergencia que se ha extendido como la pólvora, sobre todo en tres países de esta parte del continente, toda vez que la alarma ha cogido con el paso cambiado a Europa, la ONU y sus agencias competentes.

Obama ha anunciado que enviará 3.000 militares para combatir contra la carencia de medios sanitarios, la desorganización de las campañas locales y la poca prevención de las comunidades afectadas, que son precisamente el caldo de cultivo para los contagios masivos que han producido hasta la fecha unas 2.800 víctimas mortales y cerca de 6.000 casos confirmados. 

Los soldados de EEUU desplegarán sus operaciones desde una base instalada en Liberia, que es, junto a Guinea (Conakry) y Sierra Leona, donde se ha extendido el virus con mayor facilidad, y también, posiblemente, porque representa a una legendaria comunidad de ex colonos negros norteamericanos que se liberaron de la esclavitud, fundaron esa república y durante mucho tiempo se llamaron a sí mismos americanos frente a sus vecinos sierraleoneses, también anglófonos.

En esta ocasión el Pentágono actuará como puente de mando desde una distancia de varios miles de kilómetros para enviar las ordenes pertinentes y organizar las tropas no para ninguna invasión, bombardeo o labores de inteligencia con que derrocar a caudillos incómodos, sino para realizar tareas de logística, ingeniería o de coordinación de los envíos de suministros.

Hay al menos un precedente reciente en la memoria colectiva de una actuación similar en la catástrofe de Haití de 2010, generada por el terremoto que la sacudió y que provocó unos 200.000 muertos, además de un caos del que todavía no se han repuesto sus habitantes.

Omito los números y las acciones previstas en el despliegue estadounidense, pero responde por lo visto a una iniciativa decidida y muy solvente que podría dar sus frutos en un plazo de tiempo menor de lo esperado, dadas las características del fenómeno, que parece responder más a carencias que a virulencias. 

Ojalá que nuestros vecinos liberianos, sierraleoneses y guineanos puedan pronto retomar el pulso de sus propias historias que apuntaban, antes de llegar el ébola, a un desarrollo esperanzador de sus formas políticas y económicas, como también lo indican las tendencias de evolución de la mayoría de los países de la región. Dios quiera que esta vez el Séptimo de Caballería sí culmine con éxito su enésimo desembarco.

Elefante blanco

El continente vecino no es nunca lo que parece, ni en su tamaño, ni en su dimensión interétnica o social, ni en los acontecimientos que lo atraviesan a diario. Desde la antigüedad sus territorios han permanecido indelebles pero lejanos, cuando no sumidos en la niebla o en las tormentas de los desiertos, fenómenos de lo que saben guarecerse los nativos de las selvas o los camelleros del Sahara, ese inconmensurable mar de arena que solo ellos atraviesan con dignidad para seguir besando el sol de cada mañana. 

Todo parece gigantesco en sus sabanas o en las aguas generosas de sus grandes ríos, cascadas y lagos, bordeados de caminos, montañas, veredas solitarias y aldeas que esperan la llegada del griot, el portador de la historia milenaria de los pueblos y de los héroes de las leyendas, casi siempre trenzada con los espíritus vivos de los árboles, de los animales y de los antepasados, todos en uno. 

África sigue siendo colosal, y prueba de ello es el desconocimiento del mundo desarrollado sobre su naturaleza y sus extensiones a pesar de los satélites que toman fotos desde el espacio para escanear sus muchos recursos. Los años que dedicaron los exploradores para cartografiar sus geografía o para someter a los indígenas y extraer sus piedras y metales preciosos no han servido de mucho, ni los ingenios de hoy, para captar la justa definición de la multiplicidad africana. Más bien todo lo contrario.

El auténtico viejo continente, con el permiso del eurocentrismo de última hora, sigue ofreciendo riquezas a puñados dentro de la tierra, bajo el océano, en sus tupidos bosques, en sus humanidades y en sus misterios a raudales. Misterios que llevan grabados en sus ojos los náufragos que llegan a las costas de Europa urgidos por un mundo mejor que no existe, engañados por las ondas que no se ven, que no se escuchan, hasta que invaden sus remotos hogares a través de las parabólicas y despliegan todos los trucos obsesivos de prestidigitador occidental que monta el elefante blanco y viste una armadura repleta de destellos que hipnotizan en forma de automóviles, lavadoras, metros cuadrados y vidas irreversibles.

Cuando han dejado a sus familias y la niñez atrás, los jóvenes africanos se empeñan en tocar con sus manos las promesas lejanas para llevarlas de vuelta a las leyendas de sus abuelos, para ungirlos con ellas y rescatarlos del pasado, y para que el griot las narre a los nietos que vendrán, en esa cadena ancestral que baña todo el continente, al que estamos empeñados en simplificar y reducir a una cabeza de caballo que mira hacia el sur. 

África nos observa, pero lo hace desde dentro, como guardianes de una esencia que ya se evaporó en el resto del planeta y que aguarda pacientemente la eternidad.

Ébola

La realidad es tozuda. No espera a nadie ni atiende a conveniencias u olvidos, como podría interesar al rico que mira con tedio al pordiosero que suplica cada día en el pórtico de la iglesia. 

Una vez más el orden establecido en el mundo se manifiesta en ese escenario africano tan cercano a las islas a través de un nuevo hecho que viene a confirmar la deriva de la Humanidad en este principio de siglo, y a la que ya el sabio Stephen Hawking ha puesto fecha de caducidad: Si en cien años -ha dicho el reconocido científico británico- el ser humano no da con un nuevo planeta al que trasladarse, se extinguirá por los efectos de la contaminación y el cambio climático de la Tierra.

No es que asuste solo tal aseveración, seguramente bien refutada con la lógica matemática que caracteriza al autor, sino sobre todo la impertérrita ausencia de una reflexión en consecuencia de los que manejan los hilos del progreso, es decir, los grandes grupos económicos e industriales que devoran no ya al propio hijo, como el dios Saturno, sino también el cuerpo que les sostiene y les proporciona respiro (eso sí, con el resto de los humanos atados en fila hacia el borde del abismo, como en el cuadro “La parábola de los ciegos” de Peter Brueghel el Viejo).

Y es que a pesar de los avances tecnológicos, impensables hace tan solo dos décadas, seguimos viviendo en mundos estancos, y lo que le ocurre al vecino, en esta pequeña bola suspendida en un equilibrio crítico universal, no parece ir con nosotros, como si al final no dependiéramos todos de la misma atmósfera y de los mismos océanos y mares.

La irrupción tremebunda del Ébola ha servido para constatar de nuevo que si una plaga, letal para unos pocos, afecta a cuatro o cinco estados de los 54 que conforman África, los voceros lo catalogan de epidemia continental y, por tanto, un alivio, oiga, por su precisa delimitación. Como lo es también que las ciudades de Occidente estén tan bien equipadas que el bicho en cuestión se convierte en una simple anécdota acorralado por los controles sanitarios mínimamente desarrollados, si regresa algún paisano infectado, como así ha ocurrido, o porque se aplica el compuesto de turno que cura en unas pocas horas en esta parte de la muralla.

El Ébola, con mayúscula, como te obliga a ponerlo el corrector de textos, pues ni siquiera está normalizado en el lenguaje, es como un vestigio prehistórico o alienígena que solo es hábil para atacar, someter y fulminar en el ámbito de la pobreza y también, matemáticamente, para poner de relieve una vez más lo injusto de este mismo orden mundial que se ahoga a cada paso en su propio detritus.

El mal del vecino, del hermano, del humano, o es de todos o acabará con todos, y no me refiero al virus, sino a la ceguera egoísta y cortoplacista del imbécil, rico, claro.

BRICS


La ciudad de Fortaleza de Brasil, situada en la parte de América más cercana a África, ha sido el lugar donde finalmente las potencias emergentes circunscritas al acrónimo BRICS han sellado el inicio del nuevo orden mundial. Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica han abierto la puerta de su propio Banco de Desarrollo alternativo a las estructuras decimonónicas creadas en 1944 en otra localidad americana, Bretton Wood, tras la Segunda Guerra Mundial, -el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI)-, para afrontar la reconstrucción de la vieja Europa, y que acabaron convirtiéndose con los años, y las doctrinas del capital absoluto, en un sistema hegemónico cerrado y monopolista, cuando no voraz y excluyente.

De ello pueden dar fe tanto estos cinco países, que hoy representan al 40% de la población global, el 26% de la superficie terrestre, el 27% de la producción y 21% del PIB total; como el mismo continente africano y otras regiones que han permanecido fuera del tablero de las finanzas planetarias aquejadas de inanición crónica.

Lo importante no son los 100.000 millones de dólares de dotación con los que han insuflado vida al nuevo organismo monetario estas potencia disidentes, sino el toque de atención real y serio sobre la mesa de los hasta ahora órganos reguladores universales, al fin y al cabo los brazos de EE.UU., para que se arremanguen, es decir, para que suelten el control férreo y absorbente que han ejercido sobre cualquier transacción durante los últimos 70 años.

El silencio con el que han venido moviéndose los BRICS hasta la fecha no habla, a mi parecer, de ninguna estrategia convenida de antemano, a pesar del nivel que sus economías han adquirido en tiempo récord, como es el caso de China, que se ha erigido en segunda potencia mundial en dos décadas; sino de una costumbre inquietante: moverse en la sombra, o con las sobras de un planeta que se centraba en Norteamérica, Europa, Japón y Australia hasta los años 90, un club de ricos autoprotegido con reglas y subsidios comerciales casi imposibles de atravesar para las producciones externas.

Por eso la bienvenida que el jefe del BM, Jim Yong Kim, ha dado a la nueva entidad ya no suena sincera, sino más bien al farol de un tahúr ante una jugada económica dolorosa en la que Occidente tiene muchos peldaños que descender si quiere sobrevivir a un escenario de bajos precios, menores sueldos, ínfimos derechos laborales y una competencia feroz.

En la retaguardia esperan miles de millones de ciudadanos que desean alcanzar una mínima parte del bienestar social que hemos disfrutado mientras permanecían en la noche de los tiempos, claro que con un pequeño detalle añadido de fondo, el cambio climático desbocado por el imparable consumo.

Simples matices

Estos días se cumplen 20 años del final de lo que se ha dado en llamar el Genocidio de Ruanda, un acontecimiento sin precedentes en la historia moderna del continente, solo comparable en la Europa contemporánea con los campos de concentración nazis o la segunda Guerra de los Balcanes.

Ríos de tinta han corrido desde entonces, hasta el punto que, cada vez que se nombra esta pequeña nación, su evocación parece tener un solo plano: la barbarie. No ocurre lo mismo sin embargo cuando se habla de Alemania, Serbia, Bosnia o Croacia, pues ya no nos salta automáticamente a la cara el animalario de las barbaridades que se perpetraron en nombre de cualquier entelequia, aunque fueran sincrónicas algunas de ellas a las matanzas entre los hutu y los tutsis y estás últimas hayan reportado mucho menor coste de vidas humanas.

Lo cierto es que hemos ido asimilando el devenir de un nuevo espacio histórico europeo y relacionamos ahora los nombres de estos países con la evolución de sus gentes y con el perdón y la paz que disfrutan.

A mí personalmente me llama la atención esta disparidad de tratamiento de hechos tan semejantes, algo que solo puedo relacionar con ese eurocentrismo recalcitrante que nos recluye dentro de nuestras murallas, tanto físicas como mentales. Si no, cómo se explica que mientras hoy en día Alemania se ha encaramado por enésima vez a la cima de Europa, igual que a principios del siglo XX, y los balcánicos han restañado sus heridas, poco nos importe saber si Ruanda ha levantado su cabeza, si sus ciudadanos conviven en armonía o si representan algo positivo en el contexto de la nueva África.

Claro que ya he apuntado otras veces que desgraciadamente en nuestros medios de comunicación proliferan los clichés obsesivos que relegan el hecho africano a las páginas de Sucesos casi de forma exclusiva, una impronta informativa en la que lo que prima insistentemente son las guerras, las hambrunas, el terrorismo, el narcotráfico y el resto de tragedias de un continente enorme, conformado por el doble de estados y de habitantes de los de esta Europa rampante.

Nada, o muy poco, parece significar que ese país negro goce hoy en día de una estabilidad política y económica ejemplar o que su Parlamento esté representado en un 60% por mujeres, como tampoco la verdadera historia de un conflicto avivado por la colonización abominable de Bélgica y por los intereses de Francia y EEUU, que abandonaron el lugar del crimen a puntillas.

En última instancia, que la mayor parte de las naciones africanas registren sistemas progresivos no es relevante porque una buena noticia no vende. Pero para mí es como si en el camino siguieran todos aquellos ruandeses que huyeron de sus casas y no pudieran regresar porque en nuestro imaginario aún no han llegado.

Simples matices.