Elefante blanco

El continente vecino no es nunca lo que parece, ni en su tamaño, ni en su dimensión interétnica o social, ni en los acontecimientos que lo atraviesan a diario. Desde la antigüedad sus territorios han permanecido indelebles pero lejanos, cuando no sumidos en la niebla o en las tormentas de los desiertos, fenómenos de lo que saben guarecerse los nativos de las selvas o los camelleros del Sahara, ese inconmensurable mar de arena que solo ellos atraviesan con dignidad para seguir besando el sol de cada mañana. 

Todo parece gigantesco en sus sabanas o en las aguas generosas de sus grandes ríos, cascadas y lagos, bordeados de caminos, montañas, veredas solitarias y aldeas que esperan la llegada del griot, el portador de la historia milenaria de los pueblos y de los héroes de las leyendas, casi siempre trenzada con los espíritus vivos de los árboles, de los animales y de los antepasados, todos en uno. 

África sigue siendo colosal, y prueba de ello es el desconocimiento del mundo desarrollado sobre su naturaleza y sus extensiones a pesar de los satélites que toman fotos desde el espacio para escanear sus muchos recursos. Los años que dedicaron los exploradores para cartografiar sus geografía o para someter a los indígenas y extraer sus piedras y metales preciosos no han servido de mucho, ni los ingenios de hoy, para captar la justa definición de la multiplicidad africana. Más bien todo lo contrario.

El auténtico viejo continente, con el permiso del eurocentrismo de última hora, sigue ofreciendo riquezas a puñados dentro de la tierra, bajo el océano, en sus tupidos bosques, en sus humanidades y en sus misterios a raudales. Misterios que llevan grabados en sus ojos los náufragos que llegan a las costas de Europa urgidos por un mundo mejor que no existe, engañados por las ondas que no se ven, que no se escuchan, hasta que invaden sus remotos hogares a través de las parabólicas y despliegan todos los trucos obsesivos de prestidigitador occidental que monta el elefante blanco y viste una armadura repleta de destellos que hipnotizan en forma de automóviles, lavadoras, metros cuadrados y vidas irreversibles.

Cuando han dejado a sus familias y la niñez atrás, los jóvenes africanos se empeñan en tocar con sus manos las promesas lejanas para llevarlas de vuelta a las leyendas de sus abuelos, para ungirlos con ellas y rescatarlos del pasado, y para que el griot las narre a los nietos que vendrán, en esa cadena ancestral que baña todo el continente, al que estamos empeñados en simplificar y reducir a una cabeza de caballo que mira hacia el sur. 

África nos observa, pero lo hace desde dentro, como guardianes de una esencia que ya se evaporó en el resto del planeta y que aguarda pacientemente la eternidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario