Todavía con los ecos de la repatriación de los cooperantes españoles desde los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf, crece la preocupación por el alcance del avance extremista islamista en el continente vecino. También cobran consistencia los argumentos del Ministerio de Exteriores para justificar su intervención con indicios netos de posibles nuevos secuestros de compatriotas tras la liberación de los dos jóvenes que retuvo durante nueve meses una facción salafista en el norte de Mali, un país escindido en dos mitades, una de las cuales, la más cercana a Canarias, fue ocupada por milicias fundamentalistas procedentes de la diáspora libia originada por la intervención de la OTAN, que acabó con el apaleamiento, empalamiento y muerte de Gadafi.Y es que da la sensación de que la comunidad internacional comienza a comprender la magnitud del problema después de los fiascos de Irak o Afganistán, y en ciernes el de Siria, y los efectos de retroceso en los estados en los que se ha producido el relevo desatado por la Primavera Árabe, que han dado paso, en el primer caso, a una sucesión imparable de atentados sangrientos, a cada cual peor, o la irrupción en los parlamentos soberanos de partidos musulmanes inspirados en las lecturas más recalcitrantes del Islam, en el segundo. Todo apunta a que Occidente empieza a ser consciente, por fin, de que una corriente muy potente de creencias atávicas, que vienen directamente de la muerte del profeta Mahoma (S.VII), y sustentadas en la lucha por su legado en tres grandes ramas, suní, chií y jariyí, se retroalimenta con una energía que parece venida del más allá y no retrocede ante ningún poderío militar, puesto que este fanatismo religioso no asume la muerte como un final definitivo, sino como el acceso a los paraísos prometidos por el Corán a los héroes de la Yihad.Un ejemplo del extremismo de estos guerreros barbudos lo tenemos en los enclaves del desierto maliense Gao, Kidal y sobre todo Tombuctú, ciudad mítica del cruce de caravanas y faro de la cultura antigua del poniente africano, a unos 1.700 kilómetros de las Islas, donde esta misma semana lapidaban, es decir, ejecutaban a pedradas, a una pareja de residentes que convivía sin estar casada junto a dos hijos frutos de esa relación, o semanas atrás con el ataque y destrucción de muchos monumentos y mezquitas emblemáticas catalogadas como Patrimonio de la Humanidad. Ante este panorama, Europa ha reaccionado con la puesta en marcha de su primera misión militar en el Sahel, el inmenso pasillo arenoso que no solo representa el escenario de la hambruna más inquietante del planeta, sino el territorio sin dueño en el que transitan hordas indeterminadas de guerrilleros, mercenarios e iluminados pertrechados hasta los dientes con sofisticadas armas procedentes de las grandes industrias internacionales, entre ellas algunas españolas, cuyas producciones, lejos de remitir, aumentan y se venden a países de muy dudosa reputación. En última instancia, se me ocurre que este fundamentalismo de la noche de los tiempos, que hunde sus raíces en la pobreza e inanición de los pueblos, se enfrenta ahora con otro propio del primer mundo llamado capitalismo, que convive a través de su tecnología con la certeza de una asimetría inhumana y que, lejos de atajar a través de riegos económicos, pretende acallar, de forma ilusa, con la fuerza de sus ejércitos.
Agua bajo el desierto (Sahel)
Los llamamientos internacionales por la emergencia humanitaria que se produce en esa gran franja entre el Sahara y la sabanas del Golfo de Guinea y el África Central llamada Sahel, debido sobre todo a la sequía derivada de la escasez de lluvias, han marcado una parte relevante de la actualidad del continente en las últimas semanas. El drama que afecta de lleno a unos 15 millones de personas en estos momentos es una incómoda bola que no puede ocultarse bajos las arenas del desierto, resaltado por el testimonio in situ de un número exiguo de cooperantes, si se tiene en cuenta la magnitud del problema, que luchan por paliar la situación con herramientas limitadas y en ámbitos de precariedad absoluta.
Por eso llama la atención la primicia que saltaba el pasado martes en algunos medios de comunicación que aseguraba que investigadores británicos han completado un mapa subterráneo de África que evidencia la existencia de una inmensa reserva de agua equivalente a 100 veces la que se encuentra en la superficie, de la que una porción importante coincide precisamente con algunos de los puntos más calientes de esa zona estéril de la que hablamos, una paradoja si se quiere diabólica cuando además hemos sabido que en muchas cotas está a tan solo 25 metros de profundidad.
Parece ser que, según los expertos, hace unos 2.700 años los territorios saharianos fueron un gran vergel con numerosos lagos que gradualmente fueron secándose y dando paso al desierto, tal y como lo conocen hoy en día una docena de países, si bien aproximadamente la mitad de la masa hídrica descrita en el estudio data de hace unos 5.000 años de antigüedad, un aspecto que no parece constituir a priori un obstáculo para que pueda ser utilizada en el consumo humano o para el riego de cultivos destinados a desterrar la hambruna tan recurrente en estas latitudes.
Lo cierto es que ahora se abre este escenario que apunta a que los recursos para transformar una de las regiones más pobres y necesitadas del planeta está al alcance de la mano, eso sí, no de estos colectivos primitivos locales, sino de un primer mundo que hasta la fecha se ha conformado con promover una caridad que ha resultado ser pan para hoy y hambre para mañana. Ahora sabemos que es posible que con la simple construcción de pequeños y sucesivos pozos pueda aflorar la fertilidad en esta franja inhóspita y que sus habitantes tengan un futuro mucho menos duro y autosuficiente; si bien será de gran ayuda la información y donación de asistencia técnica precisa con qué contribuir a cambiar de una manera decisiva una secuencia trágica que se repite periódicamente muy cerca de las Islas.
Quién sabe si con este descubrimiento será también ahora más viable la creación de la gran muralla verde que llevan años intentando levantar varios estados sahelianos, en base a la plantación de arbustos en un cinturón de 7.000 kilómetros, desde el océano Atlántico hasta el Índico, para detener el avance hasta hoy imparable del desierto, que se extiende inexorablemente y que ahoga la capacidad de progreso en muchos países subsaharianos a un ritmo de 1,5 millones de hectáreas al año, máxime cuando se calcula que la población del continente vecino se duplicará en las próximas cuatro décadas.
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Solemos mirar hacia África como si toda ella fuera un solo país, y no un vasto continente que separa a dos océanos, como son el Atlántico y el Índico, en un entramado poliédrico de muchas etnias y culturas muy diferentes. También ocurre que cualquier hecho acontecido puntualmente en cualquier latitud de su geografía tiende a convertirse en el plano emblemático de todo el territorio, transmitido de manera urgente, sesgada e incompleta por los informativos y los medios de comunicación de este lado del mundo. Es falso, por tanto, que solo exista una negritud y una situación que engloba a la totalidad de los 54 estados que definen las nacionalidades dentro de un mismo término gentilicio para mil millones de personas de diversas confesiones, sistemas políticos, economías, costumbres, historias o lenguas. Es más, las humanidades africanas pueblan las regiones con muy distintas formas de entender la vida y son el fruto de una adaptación al terreno evidenciada en dos supercivilizaciones a ambos márgenes del Sahel, y es posible que hasta una tercera, la que se circunscribe a esta propia gran franja desértica que la recorre de este a oeste y cuyos habitantes están hoy, más que nunca, en una escalada de emergencia alimentaria debido a la persistente sequía y, por qué no reconocerlo, a una solemne injusticia planetaria que ignora que cantidades ingentes de seres humanos transitan por un infierno en el que nada puede germinar. Ese enorme paño de arena ardiente de día y glacial de noche se ha trasmutado en un limbo al que no puede, o no quiere llegar, la atención del denominado primer mundo, de tal forma que emerge como el escondite perfecto para aquellos que luchan por gritarle al mundo que son marginales y desheredados y que van a morir por imponer su verdad desde la sangre y el combate perpetuo, quizás dándolo todo por perdido de antemano. Así es que el Sahel combina ahora la hambruna y la pobreza más absoluta jamás conocida con las hordas de guerrilleros que atraviesan las dunas a lomos de camionetas asiáticas y armados hasta los dientes con todo tipo de ingenios y municiones occidentales para ejecutar secuestros y pedir rescates con qué financiar sus causas fundamentales. Ese lago incandescente y desbordado inunda ya en esta parte del continente a Mauritania, Senegal y Mali, este último país inmerso en una escisión territorial que se antoja irreversible si se tiene en cuenta las dificultades que entrañan las batallas entre pedregales; aunque alcanza a otros ocho países, algunos de ellos de lleno, como Níger, Chad y Sudán. Claro que, abandonando este escenario de desesperanza, lo cierto es que África, con una superficie equivalente a tres veces Europa, ofrece asimismo otros muchos aspectos que nos llegan también concentrados y amplificados a través de la actualidad, desde las prospecciones petrolíferas de nuestro vecino Marruecos y de la controvertida visita del presidente del Gobierno de Canarias, Paulino Rivero, hasta la cacería de elefantes del Rey Juan Carlos I en Botsuana, que tanto ha descerrajado y en tan poco tiempo el prestigio de la monarquía en España. Y todavía nos quedan, sin ir más lejos, los documentales de los grandes animales, los ecos de los aventureros que descubrieron las fuentes del Nilo, la leyenda de Mandela o algunas historias cinematográficas como Mogambo. Eso sí, dejando a un lado la muy actual lucha de millones de africanos que pugnan por el desarrollo y por la incorporación a un universo progresivamente especulativo y deshumanizado.
Contradicciones

El viaje oficial que ha realizado el presidente Paulino Rivero esta semana a Marruecos cabría calificarlo casi de “incógnito”, si se tiene en cuenta la tenue resonancia de última hora que ha generado en Canarias. Y es que parece ser que las autoridades del Archipiélago le han cogido miedo a los que, de una parte, reniegan de nuestra españolidad y, de otra, se mofan de las chilabas, de los moros, los negros y de las iniciativas proafricanas de nuestros gobernantes. Así que, como consecuencia de esa presión xenófoba, intuyo que la desorientación cunde en los gabinetes y las valoraciones urgen en el sentido de que las prospecciones y apoyos a las expectativas legítimas de nuestros emprendedores para acceder a mercados que, como el de éste y otros países cercanos, están creciendo en momentos de gran zozobra económica en las Islas, deben ser armados bajo la mesa y en la más absoluta discreción para no levantar las reacciones a las que nos tienen acostumbrados los de siempre.
Estamos hablando de una expedición institucional de primer rango autonómico que, acompañada de una amplia representación empresarial, ha desarrollado, junto a una audiencia no anunciada de Mohamed VI, un programa de entrevistas al más alto nivel con el Ejecutivo y homólogos marroquíes, encabezada por el presidente del Gobierno local, Abdelilah Benkirane, de tal forma que es de esperar que surjan decisiones importantes para la cooperación, la buena vecindad o la conectividad y para que nuestros constructores, técnicos, formadores, distribuidores, transportistas, restauradores, autónomos y parados puedan acceder a una oportunidad alternativa al negro panorama que se cierne ya en los hogares de muchos isleños. Cabe resaltar también que el recién nombrado director general del consorcio español Casa África, Santiago Martínez-Caro, se ha unido a la comitiva después de declarar que la corporación diplomática debe convertirse en un “instrumento decisivo y eficaz para impulsar las relaciones económicas y políticas de Canarias con el continente”.
Claro que todas estas contradicciones recurrentes que suelen acompañar a nuestras estrategias institucionales en África se producen seguramente porque nuestras autoridades no han evaluado la conveniencia de cultivar la comunicación y difusión con el fin de que los ciudadanos tomemos conciencia de lo cerca que estamos y normalizar esa circunstancia, no solo para las disquisiciones petrolíferas de turno, cuyos supuestos frutos están por ver, sino para ubicarnos mentalmente en nuestra posición geográfica real y estar preparados para interactuar con nuestros vecinos, tanto para lo bueno como para lo malo, en el futuro.
Como datos generales habría que señalar que Marruecos es un estado de 32 millones de habitantes que se encuentra, hacia el Este, a menos de 100 kilómetros de nuestras costas, que crece en torno a un 5% de su PIB anual, que es miembro de la Organización Mundial del Comercio, que posee un estatuto avanzado como socio de la Unión Europea y forma parte del eje atlántico que EEUU intenta tejer en la región. Como complemento final, consignar que acumula nada menos que el 52% de las inversiones españolas globales en África y que cerca de un centenar de canarios buscan allí actualmente salida al estancamiento empresarial en nuestra Comunidad.
Adjunto, en última instancia, a este posicionamiento mi compromiso personal con la proclamación irrenunciable de un Sahara Occidental libre, soberano e independiente.
Sall y Sanogo

Sendos acontecimientos han marcado la actualidad africana de nuestro entorno en esta semana que ahora concluye, la victoria del opositor Macky Sall en las elecciones presidenciales de Senegal y el casi involuntario golpe de estado de Mali, llevado a cabo por un grupo de militares jóvenes encabezados por un tal Amadou Haya Sanogo. Ambos hechos conforman también las dos caras de la misma moneda que parece recorrer sin acabar de caer, de uno u otro lado, el tapete de la prolongada descolonización del continente negro, inmerso en una amplia trama jalonada de tribalismos, fronteras artificiales, mimetismos, existencialidad y una aparente incapacidad de occidentalización en las formas de Estado y sistemas políticos, que tampoco terminan de cuadrar con el sentido de las tradiciones y civilizaciones milenarias nativas esculpidas en las mentes de muchos de los pueblos que encabezan las listas de los más pobres del planeta.
El arraigo profundo etnocentrista de ida y vuelta y el continuo naufragio de las corrientes de pensamiento que han venido interrelacionando a las muy diversas etnias a través de la figura de los griot y la comunicación oral desde las noches de los tiempos no parecen ser el caldo de cultivo propicio para dar paso a otra manera de concebir la realidad, como la que quiere imponer la globalización trepidante a estas comunidades, que no se suman hoy por hoy con éxito a los mecanismos de los procesos de mercados, a la industrialización progresiva y a la elevación del trabajo como medio de estructuración social y de transversalidad de clases.
Lo cierto es que si, de una parte, uno de los países que mayor fortaleza presenta de estabilidad soberana, como es Senegal, parece dejar atrás los amagos de un ex presidente que, como Abdoulaye Wade, pretendía pervertir la Constitución para eternizarse en el poder, cuando no “abdicar” en su propio hijo Karim; de otra, Mali, posiblemente uno de los estados de mayor confluencia referencial no solo por dar nombre a uno de los grandes y legendarios imperios africanos, el primero en surgir en todo el mundo, sino por erigirse en la excelencia cultural del Occidente continental, parece sumergirse en una ambigüedad política y territorial en la que se mezclan conflictos armados étnicos, como la rebelión de los tuareg, con su indolencia o incapacidad para acabar con los refugios de células salafistas de Al Qaeda en el Magreb, que golpean y se esconden, y su vista gorda con el trapicheo de los tráficos internacionales de armas y drogas.
Por ello, es imposible disociar un asunto del otro, pues están íntimamente ligados en un armazón que bajo las arenas y los bosques recorre el África Subsahariana en base a la unión de familias muy antiguas, ríos de sangre y creencias religiosas, que se han propagado durante miles de años a través de las regiones abiertas, y que todavía hoy permanecen en el inconciente de la mayoría de los africanos, frecuentemente sujetos a una obediencia a la autoridad vertical de sus ancestros.
Es de esperar que tanto Sall como Sanogo depositen, como así lo hizo Sankara, la confianza y el respeto solidario en sus pueblos para seguir sumando peldaños en un desarrollo lento y complejo con que ser autores de una convergencia casi milagrosa que eleve definitivamente ese credo panafricanista de futuro ante el resto de la Humanidad.
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