Paridad en Senegal
No se sabe bien si las razones que están llevando al presidente de Senegal, Abdoulaye Wade, a promover la paridad de género en los cargos electivos provienen de una sencilla vocación de progreso o si, por el contrario, es un brindis al sol en una sociedad altamente influenciada por los cánones ortodoxos del islamismo. Lo cierto es que últimamente se habla mucho del proyecto de ley en tramitación que pretende abrir la puerta a las mujeres a todas las funciones del Estado, que auspició el propio partido del primer mandatario a finales del pasado mes de marzo -a raíz de la polémica feminista surgida por la escultura del “Renacimiento Africano”-, con la firme confrontación de la oposición y de los líderes religiosos, que rechazan de forma enérgica la iniciativa, argumentando que no se adapta a una comunidad predominantemente musulmana.
Además, en el arco del Ejecutivo senegalés, una gran cantidad de cargos son nombrados directamente por el presidente y no están sometidos a regla alguna parlamentaria, con lo que la normativa que proyecta aprobar la Cámara quedaría muy marginada por las decisiones tomadas en la cúpula del gobierno de turno.
Ahora bien, siempre es una buena noticia que esta posibilidad se esté sopesando en un país en el que tradicionalmente la mujer ha estado limitada a la familia y relegada a un segundo plano en todas las decisiones públicas, aunque, por otra parte, constituya real y paradójicamente la columna vertebral de la sociedad senegalesa, con una contribución silenciosa, y también valerosa, a la organización de las necesidades comunales, a la manutención y educación de los hijos y a las alianzas vecinales; no por nada son el principal agente en la gestión de los microcréditos que las entidades financieras internacionales ofrecen para estimular el desarrollo.
Lo que ocurre es que, tal y como pasa con el actual sistema político, si bien el país ha copiado las formas constitucionalistas de su antigua metrópoli, Francia, y sin embargo éstas continúan sujetas a otros dictados fácticos que nada tienen que ver con las de un Estado aconfesional, es de prever en consecuencia que cualquier decisión en sentido divergente del orden preestablecido esté llamado a quedar en letra mojada; porque de la noche a la mañana no es probable que el enorme poder que ejercen las cofradías religiosas y los grupos étnicos dominantes, que rinden obediencia casi ciega a sus líderes, abandonen sus valores, que mucho tienen que ver con la jerarquía social que actualmente impera en el país vecino.
Desde luego que sería una buena noticia que la mujer tomara las riendas de algunos de los departamentos estancados o saqueados por la corrupción o compensara con su naturaleza realista los desmanes de nuevos ricos que están mostrando muchos de los políticos actuales en el ejercicio de sus atribuciones, aunque la verdadera lucha titánica estaría en reivindicar la igualdad de género, alienar la poligamia e impulsar los derechos sociales, que cambiarían el espectro actual de las grandes diferencias de clases que alimentan la pobreza secular de la mayor parte de la población, apostada inmediatamente detrás de los grandes decorados urbanos de las principales ciudades.
Además, en el arco del Ejecutivo senegalés, una gran cantidad de cargos son nombrados directamente por el presidente y no están sometidos a regla alguna parlamentaria, con lo que la normativa que proyecta aprobar la Cámara quedaría muy marginada por las decisiones tomadas en la cúpula del gobierno de turno.
Ahora bien, siempre es una buena noticia que esta posibilidad se esté sopesando en un país en el que tradicionalmente la mujer ha estado limitada a la familia y relegada a un segundo plano en todas las decisiones públicas, aunque, por otra parte, constituya real y paradójicamente la columna vertebral de la sociedad senegalesa, con una contribución silenciosa, y también valerosa, a la organización de las necesidades comunales, a la manutención y educación de los hijos y a las alianzas vecinales; no por nada son el principal agente en la gestión de los microcréditos que las entidades financieras internacionales ofrecen para estimular el desarrollo.
Lo que ocurre es que, tal y como pasa con el actual sistema político, si bien el país ha copiado las formas constitucionalistas de su antigua metrópoli, Francia, y sin embargo éstas continúan sujetas a otros dictados fácticos que nada tienen que ver con las de un Estado aconfesional, es de prever en consecuencia que cualquier decisión en sentido divergente del orden preestablecido esté llamado a quedar en letra mojada; porque de la noche a la mañana no es probable que el enorme poder que ejercen las cofradías religiosas y los grupos étnicos dominantes, que rinden obediencia casi ciega a sus líderes, abandonen sus valores, que mucho tienen que ver con la jerarquía social que actualmente impera en el país vecino.
Desde luego que sería una buena noticia que la mujer tomara las riendas de algunos de los departamentos estancados o saqueados por la corrupción o compensara con su naturaleza realista los desmanes de nuevos ricos que están mostrando muchos de los políticos actuales en el ejercicio de sus atribuciones, aunque la verdadera lucha titánica estaría en reivindicar la igualdad de género, alienar la poligamia e impulsar los derechos sociales, que cambiarían el espectro actual de las grandes diferencias de clases que alimentan la pobreza secular de la mayor parte de la población, apostada inmediatamente detrás de los grandes decorados urbanos de las principales ciudades.
El legado de Sankara
Una corriente creciente de revisión se agolpa en torno a la muerte del líder burkinés Thomas Sankara, ejecutado en un sangriento golpe de estado, promovido por el actual presidente del país, Blaise Compaoré, allá por el año 1983, quien se ha referido al magnicidio como un desgraciado accidente.
Al grito de Justicia para África, una plataforma, conformada por su familia, compañeros y personalidades procedentes de muchos rincones del continente y del mundo, pide la apertura de los archivos de los principales países implicados: Francia, Estados Unidos, Costa de Marfil, Togo y Libia; con el fin de reivindicar su legado y establecer para la historia su contribución a una nueva era en el proceder de la política africana.
Sankara murió a los 38 años como jefe de Estado del antiguo Alto Volta, rebautizado por él mismo como Burkina Faso, que quiere decir “La tierra de la gente íntegra” en las lenguas autóctonas Mossi y Djula, después de llevar a cabo una revolucionaria lucha contra la corrupción y el hambre y situar a la mujer en un papel preponderante en la sociedad de su país, además de emprender importantes campañas de salud, prohibir la ablación femenina, elevar la educación y atacar la deuda y el dictado de las metrópolis occidentales. De otra parte, la comunidad internacional parece aceptar a Compaoré, que lleva encaramado a la presidencia 22 años, como un hombre de paz que, sin embargo, ha estado salpicado por los conflictos de Liberia, Sierra Leona y Costa de Marfil, e implicado en el tráfico de armas y diamantes para apuntalar la guerrilla de UNITA, de Jonás Savimbi, en Angola.
En el origen de esta tragedia, ambas figuras, Sankara y Compaoré, militares de formación, aparecen como amigos y compañeros, de tal forma que el primero fue elevado al gobierno burkinés por el segundo, después de derrocar a Jean-Baptiste Boukary. Thomas, que se definía como un revolucionario inspirado por los ejemplos de Cuba y el histórico líder ghanés Jerry Rawlings, emprendió contundentes reformas que contemplaban disminuir los fuertes tributos a los jefes tribales, organizar la sociedad en torno a una mayoritaria clase media, construir numerosas escuelas y hospitales, promover una gran reforma agraria de redistribución de las tierras, implementar campañas de vacunación para reducir la mortalidad infantil o poner en marcha políticas de ayudas para la construcción y alquiler de viviendas.
Parece ser, no obstante, que los grandes intereses no sólo de sus contemporáneos en la política de su país, sino también de algunas potencias occidentales, fueron urdiendo una trama de complicidad que acabó con su vida y su ya mítico ejercicio. Ahora, un colectivo jurídico pretende revocar un dictamen del Comité de Derechos Humanos de la ONU emitido hace 2 años que daba por zanjada la investigación sobre su muerte, sin que al parecer se hubiera producido proceso correspondiente alguno.
Lo cierto es que la semilla de Sankara, lejos de diluirse, se acrecienta con los años, de tal forma que lleva camino de ingresar en el pabellón de los héroes revolucionarios del mundo, a pesar de la sordidez que para la comunidad internacional envuelve la reivindicación de su historia.
Al grito de Justicia para África, una plataforma, conformada por su familia, compañeros y personalidades procedentes de muchos rincones del continente y del mundo, pide la apertura de los archivos de los principales países implicados: Francia, Estados Unidos, Costa de Marfil, Togo y Libia; con el fin de reivindicar su legado y establecer para la historia su contribución a una nueva era en el proceder de la política africana.
Sankara murió a los 38 años como jefe de Estado del antiguo Alto Volta, rebautizado por él mismo como Burkina Faso, que quiere decir “La tierra de la gente íntegra” en las lenguas autóctonas Mossi y Djula, después de llevar a cabo una revolucionaria lucha contra la corrupción y el hambre y situar a la mujer en un papel preponderante en la sociedad de su país, además de emprender importantes campañas de salud, prohibir la ablación femenina, elevar la educación y atacar la deuda y el dictado de las metrópolis occidentales. De otra parte, la comunidad internacional parece aceptar a Compaoré, que lleva encaramado a la presidencia 22 años, como un hombre de paz que, sin embargo, ha estado salpicado por los conflictos de Liberia, Sierra Leona y Costa de Marfil, e implicado en el tráfico de armas y diamantes para apuntalar la guerrilla de UNITA, de Jonás Savimbi, en Angola.
En el origen de esta tragedia, ambas figuras, Sankara y Compaoré, militares de formación, aparecen como amigos y compañeros, de tal forma que el primero fue elevado al gobierno burkinés por el segundo, después de derrocar a Jean-Baptiste Boukary. Thomas, que se definía como un revolucionario inspirado por los ejemplos de Cuba y el histórico líder ghanés Jerry Rawlings, emprendió contundentes reformas que contemplaban disminuir los fuertes tributos a los jefes tribales, organizar la sociedad en torno a una mayoritaria clase media, construir numerosas escuelas y hospitales, promover una gran reforma agraria de redistribución de las tierras, implementar campañas de vacunación para reducir la mortalidad infantil o poner en marcha políticas de ayudas para la construcción y alquiler de viviendas.
Parece ser, no obstante, que los grandes intereses no sólo de sus contemporáneos en la política de su país, sino también de algunas potencias occidentales, fueron urdiendo una trama de complicidad que acabó con su vida y su ya mítico ejercicio. Ahora, un colectivo jurídico pretende revocar un dictamen del Comité de Derechos Humanos de la ONU emitido hace 2 años que daba por zanjada la investigación sobre su muerte, sin que al parecer se hubiera producido proceso correspondiente alguno.
Lo cierto es que la semilla de Sankara, lejos de diluirse, se acrecienta con los años, de tal forma que lleva camino de ingresar en el pabellón de los héroes revolucionarios del mundo, a pesar de la sordidez que para la comunidad internacional envuelve la reivindicación de su historia.
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