El polvorín dormido


Si hay un país africano que resume los grandes problemas que ha producido el establecimiento de las fronteras artificiales en la época colonial, refrendadas y consagradas por la desaparecida Organización para la Unidad Africana (OUA) en 1963, es Nigeria. Allí coexisten unos 250 grupos étnicos que intentan superar esa fusión forzada por Gran Bretaña a finales del siglo XIX y el galimatías que supone la convivencia de casi 150 millones de habitantes – una quinta parte del continente- repartidos en 36 estados que comparten una nacionalidad común, pero ficticia e imposible de enunciar. Al principio, tras su independencia, en 1960, estaba dividida en tres regiones, pero la breve historia de su soberanía está marcada por sucesivos golpes de estado, más o menos sangrientos, que fueron desembocando en lo que es a día de hoy un enorme conglomerado de costumbres, religiones, idiomas y tradiciones.

Nigeria ha sido noticia estos días por la muerte de su presidente, Umaru Yar’Adua, que falleció en Arabia Saudita por una patología coronaria y que ha sido sustituido por su vicepresidente, Goodluck Jonathan, quien ha prometido celebrar elecciones en el plazo de un año y medio y continuar con las reformas emprendidas por su antecesor. Unos meses antes, grupos de musulmanes habían causado graves revueltas en la capital del estado sureño de Plateau, Jos, que se saldaron con la muerte de unos 150 cristianos, en su mayoría mujeres y niños, y la diáspora de miles de personas, una situación que es un remedo de la compleja configuración del país, con dos etnias dominantes, la Hausa-Fulani –conservadora e islamista-, en el norte, y la Yoruba –reformista, de mayoría cristiana-, en el sur.

La otra parte del gran problema que atenaza a Nigeria tiene que ver, paradójicamente, con sus cuantiosos recursos energéticos, que la convierten en el séptimo Estado del mundo productor de petróleo, porque están en manos de compañías extranjeras que los explotan abusivamente y que contribuyen a que la mayor parte sus habitantes se mantenga en la miseria. Como anécdota hay que decir que el salón del trono está construido en oro, mientras que la pobreza severa es la nota predominante de su amplia sociedad, de la que tan sólo el 25 por ciento vive en las ciudades.

Estos condimentos hacen que el país se convierta en una bomba de relojería a punto de explotar, si no fuera porque se mantiene en un milagroso compás de espera, mientras se suceden los sabotajes de sus inmensos oleoductos, con más de 5 mil kilómetros en línea, que han producido en los últimos años varios accidentes y la muerte de cientos de personas que intentaban extraer el petróleo para venderlo en el mercado negro.

Esa espera se extiende ahora al mandato de Jonathan que, con dos atentados en sus espaldas, debe apaciguar a los rebeldes y a sus propios compañeros de militancia en el Partido Democrático Popular que, con toda seguridad, pugnarán por derribarlo. Además, con la larga tradición de sublevaciones y de un ejército hartamente protagonista en la vida democrática del país, tendrá que tener los pies bien apoyados en el suelo para hilar fino en sus decisiones y no soliviantar ese crítico equilibrio que hacen de Nigeria un polvorín con una mecha que llega a todos los rincones de su vasta geografía.

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