La visita

No pensaba decir nada de él. No esta vez. Sobre todo después del partido de fútbol. Y porque es un monstruo, así de claro; como los jugadores, que parecían monos corriendo detrás de la pelota solo para magullar adrede a los nuestros, tan bien vestiditos y guapos. Está claro que los demonios vienen del sur y hay que cerrar todos los postigos para que no entren. Cruz perro maldito. Por eso mejor no invitarle expresamente. Y si viene, lo ocultamos y nos desmarcamos, que no está la cosa para que se nos levante el pueblo. Además, acuérdate cuando vino el otro, el de Ruanda, al que Zapatero no quiso recibir en La Moncloa porque se llenaron las redes sociales de bramidos, ¿te acuerdas?, un tal Kagame, por lo que cuentan un genocida, una bestia, incluso ahora que, por casualidad, parece ser que preside ese país que se ha convertido en un ejemplo de concordia social y progreso para toda África. Una carambola, simplemente, porque el alma sigue siendo negra negrísima, y encima ha sido declarado uno de los hombres más feos del mundo. Qué se puede esperar de alguien así. Dicen que éste de Guinea Ecuatorial se ha convertido en el nuevo Gadafi y que es uno de los máximos impulsores de la Unión Africana. Boberías. Este año se ha gastado el dinero de los ciudadanos, pobres de solemnidad, en foros de debate en ese enorme palacio de congreso que ha construido, el de Sipopo, fíjate tú qué nombre, y hasta han ido representantes del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para asesorarle sobre cómo diversificar la economía para no depender tanto del petróleo, por si la Humanidad cambia de rumbo y se centra en las energías renovables. Entonces, de ser el tercer productor subsahariano, tendría que volverse de nuevo a la selva con el resto de las tribus y con las migajas que les dejamos cuando nos fuimos de allí, en 1968, corriendo como gacelas; bueno, corriendo, no, en nuestros barcos; y los dejamos en manos de aquél Macías, otro asesino, un salvaje bruto y de malos instintos. Mejor no mezclarnos, aunque si hay que ir se va, escondidillos, porque ya sabemos que a la vuelta las redes, las tertulias y los periódicos nos fríen, y no está la cosa para que nos frían; que ya tenemos bastante con toda esa morralla que nos entra por las verjas de Ceuta y Melilla y con la polémica de las cuchillas que hemos incrustado para pararlos. Que lo hagan los marroquíes, que para eso les pagamos, y que los devuelvan al desierto esposados de dos en dos. Nosotros no sabemos nada. En fin, Mariano, menos mal que todos los días no se muere Adolfo Suárez y tampoco se empeña en venir el siniestro Obiang ese a homenajearle y a jodernos nuestra buena conciencia.

Remesas

Aunque atribuyen a Pitágoras la primera hipótesis sobre la esfericidad de la Tierra, allá por el año 568 antes de Cristo, fueron Magallanes y Elcano los que se encargaron de demostrarlo en la circunnavegación del mundo entre 1519 y 1521. Está bien recordar esto ahora que concluye una semana en la que hemos asistido a grandes acontecimientos científicos, tanto astronómicos, con el registro de la inflación del cosmos tras el Big Bang, como bioquímicos, a través de varios hallazgos muy prometedores contra el cáncer y otras enfermedades, eso sin adentrarnos en las nuevas tecnologías, que llevan ya una adición continua de progresión exponencial cada microsegundo. Ese tejido que aparece ocasionalmente ante nuestros ojos nos tendría que llevar a otras tesis que afectan mucho a nuestra vida diaria y a la del restos de los humanos en esta bola solitaria en medio del Infinito. Actualmente ya todos aceptamos que el planeta es redondo y nadie se cuestiona que, si sales rumbo al este en cualquier embarcación, retornarás al mismo punto de salida siguiendo en línea recta un trayecto en tiempo variable, según factores aleatorios de andar por casa. Muchas conclusiones podrían aflorar hilvanadas a esa realidad continua que nos contiene si no dejáramos de lado cada vez más la reflexión para dedicarnos a uno de los pasatiempos preferidos del ocio: mirarnos el ombligo. Lo cierto es que todo retorna tarde o temprano en este Universo que parece fluir en movimientos parabólicos, que es lo que a la postre sustanciaría su unidad y estabilidad. El gran problema surgió estos días con una afirmación inquietante, la del sabio Stephen Hopkins, que a grosso modo asegura que en cien años, si no somos capaces de colonizar otro planeta, desaparecerá la Humanidad y, claro, también nuestros ombligos. Fue un alivio cuando cayó en mis manos un informe firmado por el periodista William Gumede sobre las remesas de los inmigrantes, porque parece cerrar el círculo de la lógica de la existencia. Claro que en ese flujo de la sostenibilidad vital que pende del hilo cuantificado por Hopkins también se encierra la solución a un desenlace que parece inexorable: la descomposición. Dice Gumede que los giros económicos que envían los emigrantes a sus familias en los países pobres son los que, a través de concienzudas cifras, contribuyen más que ninguna otra cosa a los desarrollos nacionales. Se trata de una de las grandes paradojas de este ser que rueda inexorable hacia la autodestrucción debido a unas barreras y desproporciones que romperán el equilibrio que finalmente nos precipitará a la Nada, donde las vallas distan mucho de ser universales.

Libertades

La aprobación reciente de la denominada ley antigay en Uganda por parte de su presidente, Yoweri Museveni, ha sido la gota que ha colmado el vaso no solo para este colectivo sexual universal, sino también para una gran parte del activismo social, siempre vigilante (un alivio), especialmente sensibilizado con este derecho a la libertad individual de cada cual. Y no es para menos. De los 54 países que conforman África, al menos en 38, más de la mitad, la homosexualidad está perseguida, incluso en algunos con la pena de muerte, como en la vecina Mauritania. Se trata de una incidencia alta de este fenómeno si se tiene en cuenta que a nivel mundial son 78, de 193, las naciones que criminalizan en sus leyes las relaciones del mismo sexo entre adultos, si bien con casos tan anacrónicos como el de Rusia. Lo que está claro a estas alturas es que el derecho a los derechos humanos propugnados por la comunidad mundial en la Declaración de las Naciones Unidas no es para nada mayoritario en el planeta, en unas proporciones que suelen coincidir precisamente con otros factores paralelos, como son el desarrollo económico y, por tanto, social de las dos terceras partes de una Humanidad, que parece avanzar sospechosamente de forma asimétrica al resto. Llama la atención que a menudo la represión institucional venga acompañada de coacciones a grandes sectores de la comunidad, como ha ocurrido en la propia Uganda, donde también se castiga a aquél o aquella que no delate a quien en su círculo familiar o de amistades pudiera responder al perfil difuso de esta diversidad sexual. De hecho, un periódico de Kampala ha publicado de inmediato una lista con los nombres de un centenar de homosexuales elevando así el clima a niveles terroríficos. Es tal la virulencia de esta persecución en el continente que el Premio Nóbel de la Paz sudafricano Desmond Tutú no ha dudado en comparar este drama con la liquidación de las minorías por parte de los nazis. Ni se me ocurre poner en cuestión a estas alturas la razón fundamental para que las ligas, colectivos y demócratas de todos los rincones del mundo griten consignas y desplieguen banderas multicolores (incluso he visto alguna infografía en la que aparece la silueta del continente envuelta en la enseña del movimiento homosexual), pero personalmente no desligo esta cuestión del desfase pleno que África tiene en todos los sentidos respecto a las sociedades desarrolladas debido a sus siglos de primitivismo. Una vez más entiendo que no llegamos a asimilar la realidad de una situación que nos sobrepasa y que está en manos de un destino que tiene mucho que ver con las aperturas de todas las fronteras para universalizar el progreso y la convivencia de todas las libertades.

Murallas


El nombre de la ciudad autónoma de Ceuta ha copado estos días la actualidad en nuestros medios a través de ríos de tinta, discursos diarreicos y no pocas sobreactuadas lágrimas. Reconozco que muchas veces me ha pedido el cuerpo cambiar de canal o pasar la página porque he sentido literalmente nauseas. Y también remordimiento por sentirlas. Así que he patinado encima de tanta expresión vacua, he huido de la hipocresía y he cortado el conducto. Y lo digo secamente. Porque pienso que, con el ruido del ventilador mediático, donde el rigor, la deontología profesional y los principios del oficio periodístico han pasado de moda para dar credibilidad a todo tipo de intereses en el que la verdad termina siendo la bola del trilero; esa repentina compasión por los cuerpos de una quincena de desarrapados relegados al ostracismo es como un terrón de serrín. En unas pocas horas los desfalcos, las tramas bancarias, los trabalenguas independentistas, las zancadillas partidarias, las trifulcas petroleras, los agravios turísticos y los dioses futboleros volverán a llenar de colorido nuestra rutina cotidiana, eso, claro, si no hay nuevos acontecimientos en las fronteras del sur, que los habrá. El mundo que hemos creado entre todos no se arregla en 24 horas, y si muchos de los que ahora se rasgan las vestiduras por la brutalidad policial en la frontera africana española imaginaran que solo se trata de la espuma de una gran masa humana que se desborda para no morir, y no de la anécdota de unos cuantos cientos de negros que esperan una oportunidad desde sus refugios improvisados en los montes marroquíes, quizás abogarían por exigir a nuestras autoridades invertir allí donde la pobreza se engulle a sí misma y no en frágiles vallas de cinco metros y en policías imposibles, convertidos en juguetes en medio de una marea desbocada por los vasos comunicantes del equilibrio mundial. Antes eran las costas de Canarias, con el trasiego incesante de las pateras, con las olas infames de la muerte, las que recibían las señales. Hoy, con las maniobras ilusas de la compra de voluntades en los países vecinos, la corriente vital ha buscado y hallado una nueva salida a través del Estrecho, un líquido que no está formado por el rostro de una quincena de víctimas, sino por el de todo un continente conformado por millones de personas que se aferran a la existencia. Son las acciones de la conciencia internacional las que deben cambiar el rumbo de un sistema que se empeña en ignorar la injusticia y el abuso de los débiles. Son los organismos multilaterales independientes los que deberían hacer saltar el control de un modelo atávico de relaciones humanas para encontrar el camino de la sostenibilidad, la igualdad y el sentido común. Porque al final no habrá murallas que nos salven de nosotros mismos.

Prensas

Reporteros Sin Fronteras ha publicado estos días su clasificación anual sobre la libertad de prensa en el mundo con algunos datos más que sorprendentes para África. De entrada da mucho que pensar que, en este análisis argumentado y ecuánime, tres países del continente vecino figuren por delante de la propia España, que ocupa el puesto 35 de un total de 180; como son Namibia, la primera de las naciones africanas, con el número 22, por delante de Bélgica; atención a Cabo Verde, en el 24, y Ghana, en el 27. El ranking está encabezado un año más por Finlandia, que precede a Países Bajos y Noruega, y clausurado por Turkmenistán, Corea del Norte y, el farolillo rojo, Eritrea, precisamente en el Mar Rojo, frente a Yemen, que aparece en el peldaño 167. A continuación, en el 168, constatar con tristeza que aparece Guinea Ecuatorial, nuestra exprovincia negra repudiada, que pasa por un episodio en su historia realmente triste, henchida de petrodólares y atenazada por un régimen autoritario y cleptómano que apuesta por las grandes inversiones en infraestructuras y no por el bienestar de una población de algo más de un millón y medio de personas que serían muy ricas en cualquier otro lugar del planeta. También merece una reflexión incómoda, por no decir una pitada enérgica, la vecina Marruecos, que se ha convertido en el escenario de muchos abrazos diplomáticos internacionales y, sin embargo, está situada en un vergonzoso escalón 136, por debajo de Zimbabue, el país de las cacerías de elefantes, y por encima de Libia, un estado que lucha por emerger de un galimatías tribal y del manto tenebroso del islamismo radical. Solo añadir que el reino magrebí sienta sus reales sobre una sociedad compleja, llena de aristas, que combina la remota antigüedad con los hitos de una modernidad vibrante pero todavía, hoy por hoy, excluyente y elitista. Baja 43 puestos la República Centroafricana, por motivos obvios, al 109, si bien mucho más abajo, en el 151, surgen la República Democrática del Congo, la turística y cercana Gambia (155) y Ruanda (162). De nuestro entorno nos queda Senegal, en el puesto 62, que desciende casi tres niveles desde el año pasado, y está colocada más abajo que Mauritania (60), que subió nueve puestos con mérito, dado el panorama que ha tenido que vivir por el reboso yihadista que recorre el Sahel y por sus controversias nacionales. Por su parte, la situación no mejora en Malí, que continúa cayendo hasta el 122, como también lo hacen Burkina Faso, cinco puestos (52), y Costa de Marfil (-5) (101). Al final se queda uno con las dos tendencias claras de nuestros vecinos más cercanos y con el impulso instantáneo que nos pide el cuerpo para otorgar humildemente un sobresaliente admirativo a Cabo Verde y un inapelable suspenso a un Marruecos harto represivo (sin necesidad ninguna).